“Todos los gauchos me llaman mamá”: la mujer de 61 años que atiende un almacén centenario en un pueblo de 11 habitantes
LANGUEYÚ.- La ruta 29 es un imán para la soledad: parece quererla toda. A la altura de Ayacucho, en la provincia de Buenos Aires, la llanura pampeana domina el horizonte, los autos son elementos raros que se ven muy de vez en cuando Y pocos pueblos se sugieren al costado del camino. La señal telefónica es nula y las estaciones de servicio son un recuerdo. El mundo moderno huye en la entrada a Langueyú. “Sale muy caro ser gaucho en esta época”, dice Beatriz Danelutto desde su almacén.
“Nadie viene acá”, reconoce. El pueblo está olvidado en un océano de pasto con islas dispersas de eucaliptus. Tiene apenas 11 habitantes, una estación ferroviaria en ruinas y el pasado que brilla dentro de su almacén de 150 años de antigüedad. “Nunca ha cerrado”, afirma Danelutto, una descendiente de italianas que nació en estas tierras yermas. “Todos los gauchos me llaman mamá”, advierte. Amable, contenedora y pícara, su presencia es un soplo de humanidad en la aspereza rural.
El boliche es el único en una amplia zona deshabitada. “La parte moderna tiene 100 años”, dice sobre un rincón que fue anexado hace un siglo. La construcción original era de chapa y según Danelutto la hicieron los ingleses, de esos años queda el mostrador de estaño en un estado reluciente y una balanza que aún funciona. “Si vas al pueblo tráeme antiácido y una fuente para una torta”, escucha un mensaje de WhatsApp de una clienta. Es la única conexión con el mundo.
“Mis principales clientes son los puesteros”, describe. Aún quedan en Ayacucho, alejados, tierra adentro y aislados, los gauchos con sus familias que trabajan en estancias, así como se hacía hace más de un siglo. “El problema lo tienen las mujeres: no aguantan esta vida y los abandonan”, sostiene. Ella es todo oídos. Un fenómeno llama la atención: “En Buenos Aires ya quedan pocos bonaerenses”, argumenta Danelutto. Se refiere a la procedencia de los trabajadores rurales: chaqueños y correntinos.
“Extrañan su tierra”, dice. El almacén es el punto de encuentro de todos. Aquí se consigue lo necesario para vivir, y lo que no, Beatriz lo busca en Tandil y Ayacucho. Su teléfono es lo más semejante a un servicio público. “Principalmente, pueden hablar”, afirma acerca de la importancia social del almacén. Abre al alba y cierra cuando la “paisanada” se retira, generalmente a altas horas de la noche: “Si cierro temprano, ¿a dónde van a ir?”.
“En el boliche no se oye hip hop ni trap”, advierte Danelutto. Los miércoles les ofrece a la cofradía de solitarios una cena. Sin complicaciones, les hace milanesas y hamburguesas que presenta en sándwiches. No se quiere complicar con cubiertos. “Llegan temprano para jugar a las cartas”, cuenta. En ese momento, se cuentan las cosas “del barrio”, como suelen llamar a la zona donde viven. “Chismes, y charla de hombres”, dice Danelutto. No es devota del ruido, pero les deja poner algún que otro chamamé.
Vestimenta
“Los deportes que se juegan son mus, truco y pool”, dice Danelutto. La dinámica del almacén la tiene ocupada todo el día. Sus estanterías están repletas de mercadería y elementos varios. Conviven el ajuar del gaucho con perfuminas, fideos, artículos escolares y de ferretería, golosinas, alimentos, pecheras de chorizo seco, botellas, alpargatas y bombachas. También se unen dos mundos, el antiguo y el moderno: tiene la única conexión de internet del pueblo y de toda esta geografía despojada de presencia humana. “El que no sabe jugar a nada, juega al pool”, perfila Danelutto.
El dinero no es lo más importante en el almacén, las compras se hacen por mes. Ella tiene libreta y cobra con todos los medios digitales. Beatriz terminó la secundaria a los 59 años, tiene 61, y reconoce que le gustó computación, tomó clases particulares y se desenvuelve muy bien con el posnet y las redes sociales. La crisis se siente en el campo. “Se ha vuelto a comprar suelto”, reconoce Danelutto. Hace un siglo se hacía de la misma manera. La Argentina y la repetición de ciclos.
Medio kilo de harina 000 tiene un costo de $600. Yerba, azúcar y los artículos de necesidad básica se venden a granel. “Algunos llevan la bolsa de 25 kilos de harina”, dice. Son los puesteros más aislados que hacen su propio pan.
“Al gaucho le podés sacar todo, menos el cigarrillo y la copa”, dice sobre las costumbres que imperan en esta realidad. Siempre hay de qué alimentarse en el campo, carne sobra. Colgados, y en los rincones están los elementos propios de su vestimenta y labor. Aperos, cinchas, espuelas, cabezada, bozales, lazos, rebenques, sudaderas, cuchillos. Cada una de ellos forman su mayor patrimonio. “Una montura completa está costando $120.000″, dice Danelutto. Por esta razón la cuidan como a un tesoro.
Picada
“Se encareció ser gaucho”, reafirma Danelutto con una sonrisa suspicaz. El progreso pretende abaratar costos. La clásica soga de cuero compite con una de nylon, por ejemplo. Sin embargo, las altas y antiguas tradiciones se mantienen en pie.
A diario y con la puntualidad de una ley marcial, una animosa guardia de fieles clientes se acerca para hacer alguna compra inesperada que se convierte en una excusa para tomar un aperitivo, ponerse al día con las novedades y animarse a conjurar la felicidad con la especialidad de la casa: la picada de Beatriz.
Queso, chorizo seco, galleta y un ingrediente estelar en este templo de la amistad: “La mortadela bocha”. Cortada en cuadrados perfectos sobre una tabla, la picada reúne e invita al diálogo, convoca las sonrisas y hace que la vida en esta tierra curtida sea más amable. “Somos muy pocos y nos protegemos”, confiesa Danelutto.
El almacén está desde antes que se fundara la estación. Según Danelutto, abrió sus puertas en 1874, en tiempos en donde el mapa bonaerense estaba formándose. Fue una posta y pulpería. El tren pasó por Langueyú por primera vez en 1926. Nunca tuvo mucha población el pueblo. En la década del 90 dejó de pasar y el éxodo fue masivo.
“Papá era caminero”, recuerda Danelutto. Un oficio extinguido, iba con un caballo y una “champion”, una pala de hierro emparejando los caminos que apenas eran huellas. Así lo hizo la mitad de su vida hasta que le dieron un tractor. Su madre lavaba ropa para vecinos y ordeñaba leche, así hasta 1969 cuando el dueño del almacén le ofreció atenderlo y desde ese año la familia está a cargo. “Aprendí a caminar detrás del mostrador”, dice Danelutto.
Presencia
La vida la dejó sola en el lugar donde se creó su familia. En la actualidad vive con su marido, pero trabaja en el campo con hacienda y atiende el almacén sin ayuda. “Siento mucho la presencia de mi padre”, confiesa Danelutto. Lo hace cuando acomoda la mercadería en las estanterías. Esperando que llegue el primer cliente del día, a veces detrás del mostrador de estaño o en la galería, bajo la sombra.
“El almacén soy yo”, resume a fin de cuentas Danelutto. Un viejo surtidor recuerda las épocas cuando su padre cargaba nafta, también atendía una estafeta postal, despachaba cartas y encomiendas. A un costado, una habitación tiene un cartel que anuncia una sala sanitaria. “Nunca viene un médico, nadie se acuerda de Langueyú”, dice. Una cabina con un teléfono semipúblico es la única posibilidad que tienen los habitantes de pedir una ambulancia o auxilio en el caso que necesiten.
“Con solo abrir la puerta ya sentís que hiciste un viaje en el tiempo”, afirma Iván Engels. Su trabajo es instalar estos teléfonos para conectar a pulperías, almacenes de campo y pequeños pueblos. Su hábitat son los caminos de tierra de todo el país, en sus ratos libres registra sus visitas en su cuenta de Facebook “Viajando por los pueblos de Buenos Aires” y en está a punto de publicar su libro donde relatará sus viajes a estos rincones olvidados. Conoció a Beatriz cuando fue a instalarle el teléfono.
“Conserva el boliche en las mismas condiciones que estuvo siempre”, afirma Engels. Destaca la amabilidad de ella en atenderlo, un rasgo que encuentra en todos estos almacenes de campo que los vuelven espacios de profunda humanidad. “Es gente con un carisma único”, agrega. Una señal pulveriza la frialdad del mundo moderno. “A lo hora que vengas, las puertas del boliche siempre están abiertas”, confiesa el viajero.