Lo que una gallina me enseñó sobre Dios y la gracia | Opinión

Hay una historia que he contado muchas veces, pero no recuerdo haberla contado aquí, aunque quizá lo haya hecho. El estado de mi memoria ya no es el que era. (Y probablemente nunca lo fue.)

De todos modos, cuando yo era un niño pequeño, de cinco o seis años, de vez en cuando un domingo terminábamos en el Condado Pulaski en la granja de mis abuelos a tiempo para comer, que era lo que ellos llamaban su comida del mediodía. (Las tres comidas diarias eran el desayuno, la comida y la cena. Que yo sepa, el almuerzo no existía).

Me encantaba la granja y me encantaba seguir a mi abuelo allá donde fuera. En esas visitas, él y yo íbamos al gallinero. Cogía una gallina gorda y la llevaba por el patio hasta un tocón junto al sótano.

De algún sitio –ahora se me escapa este detalle– sacaba un hacha, apretaba a la gallina contra el tocón y ¡zas! Su cabeza iba en una dirección, su cuerpo en otra.

El cuerpo ensangrentado y sin cabeza caía sobre la hierba, y luego se levantaba de un salto y echaba a correr. Conocí de primera mano la expresión “correr como una gallina descabezada”. La imagen se me ha quedado grabada 60 años y pico.

El ave batía las alas, corría hasta chocar con la pared del sótano, con una valla o con una de las macetas de mi abuela. Se caía, se levantaba de un salto y volvía a correr a ciegas por el patio hasta que chocaba con otra cosa.

A mí, que era un niño de ciudad, me daba miedo. Siempre pensaba que me estaba persiguiendo. Con el corazón palpitante, corría detrás de mi abuelo y me agarraba a las perneras de su pantalón de peto.

Al final, la gallina parecía darse cuenta de que ya estaba muerta y se caía por última vez. En ese momento, la abuela salía y cogía el cadáver. La escaldaba en una tina de agua humeante, le arrancaba las plumas y finalmente freía los restos para convertirlos en un platón de delicioso pollo frito.

Este recuerdo se me ha ocurrido como metáfora, aunque imperfecta, de varias cosas de la vida. Una de ellas es esta: me recuerda nuestro propio viaje espiritual.

Aprendemos las cosas más valiosas no tanto embarcándonos en un peregrinaje decidido o en un curso de estudio definido –aunque tales búsquedas tienen su lugar–, sino yendo a ciegas por la vida chocando con las cosas. Y cayéndonos. Y levantándonos y siguiendo adelante. Y luego chocando con otra cosa.

Tendemos a discernir más sobre Dios, sobre nosotros mismos y sobre la condición humana por accidente que a propósito. La vida es su mejor maestra.

Empieza uno en un nuevo empleo con la expectativa de sobresalir en él. Tiene una trayectoria profesional bien pensada. Puede calibrar muy bien cuándo debería llegar su primer ascenso, y el segundo, y así sucesivamente hasta la vicepresidencia de la empresa. Uno se siente optimista y lleno de energía, y el cielo parece ser el límite.

Pero entonces se topa de bruces con un jefe al que, por razones que no podía prever, no le cae bien. Quizá sea un narcisista. Quizá sea un incompetente. Le bloquea el camino hacia arriba y no puede evitarlo.

Antes de que la persona se dé cuenta, su joven y sano esposo sufre un derrame cerebral y se encuentra cuidando de él, siendo a la vez madre y padre de sus hijos y pagando facturas médicas astronómicas que le dejan agotada de mente y espíritu.

Está superando esas barreras cuando descubre que su hijo menor tiene un trastorno del espectro autista y necesita todo tipo de atenciones especiales que la persona no tiene ni la energía ni el dinero para darle.

Alguna vez pensó que se dirigías a la tierra de la gloria, con visiones de Mercedes y villas en la playa bailando en su cabeza. Ahora, 10 años después, apenas es capaz de mantener un empleo y se mueve por la vida como el proverbial pollo sin cabeza.

Enhorabuena. Los gurús de casi todas las tradiciones religiosas llevan milenios coincidiendo en que en esta situación es donde nos encontramos con Dios. Aquí es donde descubrimos los grandes misterios de los cielos.

Aquí llegamos a conocernos a nosotros mismos, a nuestros compañeros de viaje y al propio cosmos de un modo y con una profundidad que nunca habríamos imaginado en aquel momento en que los planetas estaban alineados a nuestro favor y nuestra atención se consumía en brillantes baratijas.

Nos vemos obligados a contemplar de cerca nuestras propias debilidades y fracasos.

Nos damos cuenta de que, al haber sido derribados tantas veces, en lugar de autos y mansiones hemos adquirido empatía por otras personas que también han sido derribadas. Si tenemos suerte, descubrimos que Dios está con nosotros, más cerca que nuestra propia piel. Está en nuestros corazones, en medio de nuestro dolor, hablándonos de paz. Él es todo lo que tenemos.

Nos damos cuenta de que todo el mundo se ve sacudido por las dificultades, siempre, pero que dentro de nuestras pruebas es posible descubrir el amor duradero, el significado real, la gracia inexplicable; en gran parte porque las superficialidades que solían distraernos se han convertido en polvo.

Paul Prather es pastor de la Iglesia Bethesda, cerca de Mount Sterling. Puede enviarle un correo electrónico a pratpd@yahoo.com.