Frida Cartas: "Yo no salí del clóset, salí del útero de mi madre y años más tarde tuve que autoparirme sola"
“Ese niño es joto porque tú lo hiciste así”, le decía Julián a Lubia cada vez que discutían. El matrimonio a veces peleaba a gritos y la frase se repetía como una manda, según recuerda Frida Cartas. Su padre se estaba refiriendo a ella y “joto” era sinónimo de maricón.
En su segundo libro, "Transporte a la infancia", la escritora y pensadora mexicana nos monta en su máquina del tiempo personal y nos lleva junto a su madre hasta su niñez en una colonia de la Sinaloa de los 80 y 90.
Entre las dos buscan atar recuerdos y sanar las llagas de un entorno hostil.
“¿Qué haces?”, me preguntó. “Pipí”, le dije. “¿Y por qué te sientas?”, me dijo. “Pues porque así se hace pipí”, le contesté.
Esa mañana de vacaciones se convirtió en un drama tempranero durante el desayuno porque al señor le ofendió que su hijo estuviera haciendo pipí sentado y no de pie y ahí estaba en mi propia casa mi padre para igual hacerme mierda: hablas como niña, pareces niña, caminas como niña, te sientas como niña, comes como niña... niña, niña, niña, niña...
Siempre haciéndome sentir avergonzada y minimizada, precisamente por ser niña.
Pero a esa edad qué iba a saber yo que era una niña, si al nacer alguien más dijo que era niño y punto. Te jodes. Que para eso son las normas y el esencialismo biológico.”
En el libro, Cartas nos hace entrar en su barrio, en el trabajo de su madre en una maquila de camarones, en las habitaciones de su casa; a veces vamos tras ella o nos sitúa a su lado mientras limpia su casa o cocina, tareas que le encantaban; pero también nos pone dentro de sí, para sentir algo de lo que significa que el entorno rechace tu escencia, tu forma de ser, tus gestos, tu voz.
Nos cuenta que en su infancia quiso ser monja, ser madre y ser reina de belleza:
“Mi mamá nunca dijo: “No puedes ser reina porque no eres mujer”. Ni mucho menos dijo: “No puedes ser reina porque tú eres un hombre”. Lubia solo me hizo saber que nosotros, que gente como nosotros, los pobres, no podíamos, por pobres, aspirar a cosas de ricos.”
Autora también del incendiario "Cómo ser trans y morir asesinada en el intento", Cartas hablará en el HAY Querétaro sobre diferencias, identidades trans y volver a nacer: "Yo no salí del clóset, salí del útero de mi madre y años más tarde tuve que autoparirme sola".
¿Cómo recibías en tu niñez los mensajes de los adultos?
Me llegaba una criminalización por ser diferente, porque era verdad que me sentía distinta.
Pero a mí no me ocasionaba malestar verme diferente de mi vecinito, de mis primos.
Era el mundo adultocéntrico el que me hacía sentir el espanto, el que te roba la alegría, te roba la salud mental: escuchar a mi papá quejarse de mí, a las comadres de mi mamá hablar en burla, a las maestras, a la gente.
Cuando mi mamá me llevaba de la mano y caminábamos en el centro de la ciudad, en la iglesia, para mí era incomprensible y muy tormentoso este juicio adulto. Buscaba herir, lastimar.
A pesar de que relatas tu desgarro, hay también una mirada irónica y una dosis de humor, ¿cómo lo lograste?
Me costó mucho, 14 años en psicoanálisis. Durante siete, no hacía más que llorar.
Hubo un momento en que la psiquiatra me medicó y empecé a recuperar un poco de la alegría, de la sonrisa y creo que tenía guardado ese humor sarcástico, de resistencia.
El libro es el resultado de mis ejercicios de memoria, que fueron dolorosos. Mi cabeza los cortó por muchos años. Decía esto está feo, lo corto y lo empato, lo corto y lo empato.
La terapia no avanzaba porque no sabíamos de dónde venían cosas que me seguían dando espanto.
La terapeuta encontró pedazos que empezaron a salir y yo se los pregunté a mi mamá y así comenzamos este juego de conversarlos con la sonrisa de haberlo sobrevivido.
Tomo esta especie de ludismo sexual para responder con humor, con sarcasmo. Me da más energía que dolerme, pero eso no quita que me lastime, o que no reconozca la violencia.
El tema de las identidades trans es un tema de salud mental y hay que estar fuertes para resistir con la cabeza en alto y con la mayor salud emocional posible.
Recuerdas que tu madre, cansada de las quejas de tu padre, clava un cuchillo en la mesa de la cocina: “¡Ten! Mátalo”, le dijo ella. No con un grito de lamentación o sufrimiento, sino con una voz fuerte, de hastío, que no vacilaba. Seca y directa. –Si tanto asco y tanto odio le tienes al chamaco, ¡mátalo! Toma y mátalo. ¿Los estabas observando?
Cuando lo conté en terapia, no sabes el espanto que me dio al recordar, porque en ese entonces no entendí que se estaba hablando de desaparecerme, aunque la palabra era matar.
Si mi mamá estaba cerca, yo sentía que nada me iba a pasar, no iba a estar triste, ni me iban a lastimar, pero cuando vino ese recuerdo y mi mamá dijo “mátalo”, fue así de fuerte, porque ella lanzó el grito.
Y termina así: “–¿Ves? No lo vas a matar... Entonces deja de estar chingando porque voy a ser yo la que te clave este cuchillo a ti en el buche, méndigo desgraciado, hocicón. Me tienes harta. Deja a mi hijo en paz. Tú eres el que debería morirse–.” ¿Qué lectura haces hoy?
Lo que trato de entender es que mi mamá era muy decisiva en él y sabía que no tenía el valor.
Al decir esto, demostró el límite de su hartazgo, con ese grito también decía: ¡si no lo vas a hacer entonces cállate, deja de joder, no es mi criatura nada más, también es tuya, pero si no vas a ayudar, no estorbes!
Pero ¿qué tal si mi papá hubiera estado un poco más mal de la cabeza? ¿Si hubiera sido una persona alcohólica y hubiera estado alcoholizado en ese momento o si hubiera sido más violento físicamente?
Porque era violento, pero verbalmente, le gustaba humillarnos, humillar a las personas a su alrededor.
Para mi mamá fue una forma de defensa, en el mismo tono violento, sin herramientas discursivas, sin nociones de ningún tipo, con lo que tenía a su alcance, para que dejara de repetirlo.
Y te juro que después de esa conversación no volví a escuchar que mi papá se quejara, al menos no delante de mí, pero me miraba con cara de desprecio, con cara de no te quiero.
"Transporte a la infancia" es también un homenaje a esa mujer que tuvo una una infancia de migración, de pobreza y de racismo por su condición de etnia indígena. Fue voltear a ver a mi mamá, voltear a ver esa niña y estrecharlas.
Cuentas que tu cuerpo se desarrolla de una manera atípica, no te sale bigote ni se te engruesa la voz. "Pero me brincaron los pezones…me crecieron las caderas y las nalgas". ¿Cómo te lo explicaron?
Mi mamá me llevaba al doctor porque lloraba: me duelen los pezones, me duele el estómago, la garganta. La adolescencia fue de ultrasonidos, radiografías, inyecciones.
Nunca escuché un diagnóstico, porque me sacaban del consultorio.
Para los médicos, el síndrome intersexo era una enfermedad a curar. Quizás querían autorización para llenarme de testosterona y tener el desarrollo masculino según los estándares, pero ella, con su férrea defensa, seguramente no les firmó nada.
Fue tortuoso, pero también fue saber que esta diferencia mía, que no me avergonzaba ni me hacía sentir como un monstruo, empezaba a ser visible en el cuerpo y no era algo que yo me había inventado, estaba ahí.
Mis gónadas nunca descendieron. En el saco escrotal uno era un testículo, y el otro, una especie de ovario que tampoco se desarrolló.
Mi cuerpo tiene una producción de testosterona que no daba para el engrosamiento masculino, pero tampoco para un desarrollo como el de mis hermanas.
Lo que descubrí de adulta es que los malestares, aunque no eran síndrome premenstrual -porque no ovulaba, no menstruaba- sí eran síntomas premenstruales.
No me dieron terapia de reemplazo hormonal, sino de inhibición de testosterona y con eso bastó para que mi cuerpo tuviera más comodidades.
Cuentas que en el colegio, "me jalaron la ropa y formaron un círculo alrededor mío para orinarme" (...) "un grupo de compañeros me amarró en la silla de metal, pusieron debajo hojas de sus libretas hechas bolas y les prendieron fuego". ¿Cómo soportaste esas violencias?
Como cargaba con tantas heridas, me gusta pensar que no había espacio para otra más.
Cuando los niños me orinaron en la primaria me puse triste al sentir que me agredían otra vez y las maestras no hacían nada, pero no lloré.
Y cuando de adolescente en la prepa, el papel ardiendo bajo mi asiento me quemó las piernas y las nalgas, agarré mi mochila y salí del salón, pero no me fui de la escuela, sino a sentarme en el jardín.
Hubo un momento en que las agresiones ya no me pudieron lastimar, aunque eso no las detuvo.
Soy una persona religiosa y tenía la seguridad de que había algo que me cuidaba, que no se veía y que no era mi mamá, una especie de pared en la que las agresiones se fueron estrellando, porque si me hubiesen herido más, quizás no estaría viva; quizás yo misma me hubiese matado.
Es complicado explicarlo.
En el sentido espiritual, un hermano de mi papá, un tío que, a diferencia de él, me consentía y me abrazaba mucho, murió a los 30 años y yo decía que me cuidaba desde el cielo, igual que un compañero de clase que era amable y también murió; los tomé como una especie de ángeles.
Era una forma de agarrarme a algún tipo de balsa, pienso que la sola idea de creer que no estaba sola me salvó.
Y me sigue salvando ahora que mi papá está muerto.
En sus cenizas le dije: fuiste mi agresor, tienes la oportunidad de resarcir este daño donde estés, ¿y sabes? al mes la editorial Almadía quiso publicar mi libro. Nunca pensé salir de México y fui a España, he estado en ferias, el tiraje se agotó y me gusta pensar que mi papá muerto ha hecho cosas para decir oye, discúlpame, perdóname.
¿Por qué no mencionas tu nombre anterior en el libro?
El nombre lo escogió mi papá, entonces imagínate su coraje, porque me puso Freddy, y si te fijas, no cambia mucho.
Tengo otras compañeras trans que se llamaban Carlos o Roberto y sus nombres son totalmente opuestos.
Para mí fue una decisión política feminizar el nombre y hacerlo Frida. Las iniciales son las mismas; cambia, pero a la vez no cambia.
Tiene que ver también con mi fascinación por Frida Kahlo. Llegué a ella por Chavela Vargas; había leído que Chavela era lesbiana, ella me llevó a Frida, fui a sus casas, conocí las pinturas, leí su diario...
Así que cuando vino la oportunidad legal, que fue hace 10 años, cambié el documento de identidad.
En 2014 haces el movimiento de feminizar tu imagen, ¿qué te lleva a dar finalmente ese paso?
Me casé a los 21, en un régimen de matrimonio homosexual. Mi esposo fue una especie de ancla, de pie, estuve casada por 11 años.
En el tiempo que fuimos novios, me decía que yo era su niña, nunca me vio como el hombre que suponían que era, por el asunto legal y por la orientación; porque cuando una es trans es común que la vean como un hombre gay que se viste de mujer o como un hombre maricón.
Él me hacía sentir segura, sabía que estaba junto a mí y que entendía que yo no encarnaba la masculinidad.
Cuando me puse Frida, siguió viviendo conmigo, pero me sacó de la recámara, tomó el colchón y lo puso en la sala: vas a dormir aquí a partir de hoy, me dijo.
No volvió a tomarme de la mano, a abrazarme, a tener contacto sexual, ni a decirme te quiero. Me trataba con amabilidad pero sin afecto, ni siquiera con amistad.
Entonces me empezaron a invitar a eventos públicos y cuando él se fue, decidí emplear el duelo amoroso para escribir el libro, “Cómo ser trans y morir asesinada en el intento”, donde enuncié el autoparirme o el gestarme yo misma.
Si no lo hice antes fue porque de los 20 a los 30 años, estuve metida en la idea romántica de la pareja.
Cuentas que la historia de tu voz fue compleja. Hubo un momento en que casi dejaste de hablar, ¿por qué nace nuevamente con Frida?
Cuando estaba en Mazatlán, mientras no abriera la boca, la gente leía un cuerpo masculino, cabello corto, ropa holgada, playeras en las que no se notaban los pezones.
Y cuando abría la boca, no era claro si era un hombre afeminado o era una mujer.
Había gente que lo preguntaba ¿eres hombre o eres mujer? Quienes me conocían, decían joto, maricón, pero los demás, decían perdón, señorita, ay no, perdón, joven.
Cuando empecé a conocer a otras mujeres trans a ellas les sucede al revés, la voz las delata, digamos. En mí, la voz sembraba la duda.
Entonces, cuando mi apariencia, que nunca fue tan femenina, pero tampoco alcanzó los estándares de masculinidad, dio este pasito de feminizarse, la voz ya no fue un síntoma de incertidumbre, sino la reafirmación de que era Frida.
Empecé a tener la puerta abierta donde iba, los hombres me daban el asiento en los autobuses, las señoras me trataban como señora, la voz terminó de acomodarme.
Cuando alguien me pregunta, les digo que yo no salí del clóset, salí del útero de mi madre y años más tarde tuve que autoparirme.
Y este autoparirme llevó a que mi voz fuera el eje político que hizo que la gente me escuchara o me volteara a ver. Desde entonces, va a ser apenas diez años, empecé a hablar, hablar, hablar.
Tienes una conversación telefónica con tu padre y le dices que ahora eres Frida, pero él no quiere verte más. Cuentas que poco después quedó ciego…
Fíjate que hablé muchas veces con él en persona cuando ya no me pudo ver. Fui a verlo a Sinaloa, lo ayudé a caminar con su bastón, le preparé de comer.
Hice que me tocara la cara porque él les preguntaba mucho a mis sobrinos: tía, mi abuelo pregunta si usas peluca. Creo que cuando le dijeron que era trans, mi papá pensaba que me ponía peluca, como si fuese un disfraz.
Entonces, una de las veces le dije, mira, me dejé crecer el cabello e hice que lo tocara. Si tú pudieras ver la forma en la que ahora sonrío, le dije, con su mano en mi sonrisa.
No decía nada, pero una vez se le mojaron los ojos.
Para mí fue pensar que no era tan cabeza dura, no era tan bestia, que quizás reprodujo la violencia, porque no conocía otra cosa, no era que lo planeara, que dijera detesto a esta criatura.
Pensaba que de esa manera yo iba a cambiar o a actuar distinto. No sé si llegué a perdonarlo, pero sí a entender desde dónde venía.
Entonces, desde tu experiencia, ¿cómo hay que comprender una infancia trans?
Hay padres de familia que me dicen: leímos tu libro, fue como un abrazo cálido, nos reconocimos en las situaciones, pero es duro.
Mi mamá me decía literal: si estás buscando perder el miedo es una pérdida de tiempo, porque el miedo no se va a quitar.
¿Nos va a dar miedo salir a la calle?, sí, pero hay que salir a la calle aún con miedo. ¿Nos va a dar miedo tener un espacio inseguro en la escuela por ser trans? Sí, pero hay que ir a la escuela.
El miedo no podía detenernos, pero yo me resistía y socializaba poco.
Muchos papás quieren comprender con peras y manzanas la sexualidad trans de su criatura, pero no está anclada, ni es rígida; no tenemos que entenderla a cabalidad, porque está moviéndose, es fluida.
Saber a ciencia cierta que es queer, que es trans, que es no binario, me parece un desgano. Deberíamos apostar por acompañar sin juzgar, sin criminalizar, sin sentir vergüenza ante la diferencia.
Las identidades trans son una variedad de maneras de abordar el género, incluyendo a personas que se dicen sin género. No son homogéneas, cada quien vive su experiencia dentro del espectro trans.
Hay quien lo abraza, quien lo desmonta, quien lo rechaza, quien lo performa, quien lo habita; yo digo que lo expropié.
No lo rechacé, y ¿cómo lo podía performancear si ya lo había habitado, ya lo traía?
Cuando tenía esta voz y el cabello cortito, la gente también pensaba que era una lesbiana butch.
La palabra expropiar es que se los arrebaté, era algo mío, el género femenino siempre estuvo en mí y fue decir, tú no me lo vas a quitar con tus imposiciones de masculinidad, tus imposiciones legales o tus imposiciones médicas, ni con la forma en que me debo relacionar sexualmente.
Ahora estoy casada con un hombre heterosexual que tiene un hijo y he abordado con mi terapeuta las diferencias con el primer matrimonio, donde el hombre estaba compitiendo todo el tiempo conmigo por un asunto de masculinidad.
En este tengo un espacio como la señora Frida y él tiene un espacio como el señor Josué y hay una familia que tiene un hijo y yo termino haciendo crianza con él.
¿Estás ejerciendo el rol de maternal que siempre quisiste vivir?
Lo veo como una especie de recompensa, poder estar en los espacios en los que me siento bien, porque ¿qué otra cosa es el género que poder tener los papeles sociales en los cuales tienes mayor seguridad, mayor estima, un espacio más habitable de acuerdo a las estructuras que hay en la sociedad?
Un cuerpo trans es un cuerpo celeste, un meteorito. Yo caí y prendí fuego y después con las cenizas fui amasando…
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