Esta fotografía exige una respuesta


Si no nos fijamos demasiado, podríamos pensar que la fotografía es una instantánea con poca luz de una pijamada o de un viaje familiar para acampar. Seis niños yacen, alineados, con la cabeza asomando de una sábana blanca que descansa despreocupadamente sobre sus pequeños torsos. Ninguno parece tener más de 10 años, aunque es difícil asegurarlo.

Al principio, quizá no reparemos en la mancha de sangre seca en la esquina superior derecha de la imagen. Pero luego lo hacemos, y entonces es imposible no ver que a una de las niñas, la segunda desde la izquierda, parece faltarle una parte de cráneo. Cuando miramos ahora con toda nuestra atención, el horror de este retablo cobra forma, y vemos que solo uno de los menores —una niña con coleta, probablemente de 8 o 9 años— parece, aunque sea de lejos, estar durmiendo. Tiene la cabeza ligeramente inclinada, como si, soñolienta, le estuviese susurrando algo a la niña que tiene al lado.

Después quizá veamos el pie de foto sucinto, que dice: “Cuerpos de niños muertos en un ataque israelí yacen en el suelo de la morgue del hospital al-Aqsa en Deir al-Balah, en el centro de la Franja de Gaza, el 22 de octubre de 2023, mientras prosiguen los combates entre Israel y la organización palestina Hamás”. El pie de foto procede de la Agence France-Presse; la foto es de Mahmud Hams, fotógrafo de plantilla allí.

No se indica el nombre de los niños. La fotografía no nos dice nada sobre si los niños tienen lazos de parentesco, o cuáles son. Lo único que podemos saber es que son seis de los más de 4500 niños muertos en Gaza, según su Ministerio de Salud, desde que Israel comenzó su campaña militar en respuesta al salvaje atentado de Hamás contra Israel del 7 de octubre. Ese día, los combatientes de Hamás masacraron a 1200 personas, entre ellas muchos niños. Se cree que Hamás mantiene retenidos en Gaza a cientos de rehenes israelíes, niños incluidos, cuyas familias están desesperadas por conseguir su liberación sanos y salvos.

Esta fotografía no ha sido publicada por ningún gran medio de comunicación, que yo sepa. Debido a su carácter explícito, el Times ha decidido no publicarla íntegra; esta columna se acompaña de una versión recortada de la imagen. Puede verse completa aquí. Es inusual que las principales organizaciones periodísticas publiquen imágenes explícitas de niños muertos o heridos. Con razón. No hay nada tan desolador como la imagen de un niño cuya vida ha sido truncada por la violencia sin sentido. La norma es, desde hace mucho tiempo, mostrar esas imágenes con moderación, si es que se muestran.

Por supuesto, ya no es necesario que los medios difundan una imagen para que sea vista. Las redes sociales nos sacuden con una avalancha de imágenes terribles. Y, en una larga carrera periodística que me ha llevado a muchas zonas en guerra, he visto más muerte de la que me correspondía en la vida real. He ido a esos lugares porque creo profundamente en la necesidad de dar testimonio de todas las facetas de la experiencia humana, incluidos la guerra y el sufrimiento. Una de las partes más difíciles del periodismo es presenciar el horror y, después, tratar de ponerlo en palabras, sonidos e imágenes para transmitir ese dolor al resto del mundo. Quizá muchas personas quieran mirar a otro lado y ver el mundo como prefieren verlo. Pero ¿qué debemos ver cuando miramos la guerra? ¿Qué es lo que la guerra debe exigirnos que veamos y entendamos todos? Dada mi experiencia en las zonas bélicas, es raro que una imagen violenta me haga pararme en seco. Pero creo que esta es una imagen que exige ser vista.

Cuando los medios de comunicación deciden publicar estas imágenes, pueden ser un catalizador. La madre de Emmett Till insistió en que se fotografiara el cuerpo torturado de su hijo para obligar al mundo a ser testigo de su linchamiento. A menudo se atribuye a la fotografía de Kim Phuc Phan Thi, la niña que grita quemada por el napalm captada en la imborrable imagen de Nick Ut, el mérito de haber contribuido a un cambio de postura contra la guerra estadounidense en Vietnam, aunque podría decirse que ese giro ya había comenzado. En 2015, fue fotografiado el cuerpo sin vida, arrastrado por las olas, de Aylan Kurdi, un niño sirio de 3 años, en una playa turca. Se había ahogado junto con su madre cuando intentaba llegar por mar de Turquía a Europa. La imagen suscitó un aluvión de atención y donaciones a las víctimas de la guerra civil siria, y, durante algún tiempo, pudo haber ablandado unos corazones que llevaban tiempo endurecidos ante al sufrimiento de los refugiados que buscan protegerse de la guerra y la opresión.

Como muchas personas, me ha costado hacerme a la idea de la magnitud y la destrucción del conflicto que está teniendo lugar en estos momentos en Gaza. El atroz ataque de Hamás contra Israel fue una embestida de implacable salvajismo y crueldad que los atacantes retransmitieron en directo. Israel ha respondido con una campaña de bombardeos en Gaza que “se ha convertido en una de las más intensas del siglo XXI, y que ha dado lugar a creciente un escrutinio mundial de su escala, su finalidad y su costo en vidas humanas”, informó el Times.

En los primeros días del conflicto, escribí que esperaba que el presidente Biden utilizara esa experiencia que tanto esfuerzo le ha costado adquirir y su voluntad de decir verdades poco diplomáticas, pero necesarias, para atemperar la respuesta israelí. Su gobierno se ha vuelto en los últimos días más crítico con la campaña militar israelí en Gaza, pero Biden también ha considerado inevitable el enorme número de muertos, y ha dicho: “Estoy seguro de que se ha matado a inocentes, ese es el precio de librar una guerra”.

Muchos han criticado, con justificación, a aquellos de extrema izquierda en todo el mundo que ensalzan a Hamás, o que excusan la terrorífica violencia que estos infligen a hombres, mujeres y niños indefensos con el argumento de que todos los israelíes judíos son, en cierto modo, objetivos militares legítimos debido a los actos de su gobierno o, peor aún, a los actos y decisiones de quienes hace 75 años fundaron el Estado de Israel tras el Holocausto. Las defensas de las atrocidades del 7 de octubre basadas en esto son repugnantes. La culpa colectiva es moralmente incorrecta.

Pero, a medida que pasan los días y aumenta el número de muertos, es difícil no llegar a la conclusión de que el gobierno de Israel y sus defensores están dispuestos a someter a los palestinos de Gaza a un castigo colectivo por los actos de quienes los gobiernan sin su consentimiento.

Por si había alguna duda sobre el sentir de los palestinos de Gaza sobre el régimen de Hamás, una encuesta completada en Gaza la víspera del ataque del 7 de octubre a Israel nos da una idea útil de lo impopular que es el grupo. La inmensa mayoría de los encuestados de Gaza afirmaron tener nula o escasa confianza en Hamás, y una mayoría relativa culpó al gobierno liderado por Hamás de la escasez de alimentos, en vez de a factores externos como los bloqueos israelí y egipcio. Solo el 27 por ciento dijo que Hamás era su partido político de preferencia. La última vez que Hamás ganó unas elecciones fue en 2006; no ha vuelto a celebrar otras.

Hamás llama a la destrucción del Estado de Israel, pero la encuesta reveló que el 54 por ciento de la población gazatí apoyaba la fundación de un Estado palestino junto al de Israel tal y como establecían los Acuerdos de Oslo, y casi tres cuartas partes afirmaron apoyar una resolución pacífica del conflicto general palestino-israelí.

Lo que me lleva de vuelta a la imagen que no se me ha ido de la cabeza desde que mis ojos se posaron en ella por primera vez. ¿En qué creían los niños de esta fotografía? Es una pregunta absurda. Son niños. Y como tales debemos mirarlos; rota la promesa de sus vidas futuras, nunca despertarán del sueño de la muerte. Los niños no son una metáfora del futuro. Son el futuro.

Pero es justo preguntarse si una fotografía tan terrible puede hacer algo más que conmocionar, solo temporalmente. En su mordaz libro Sobre la fotografía, de 1977, Susan Sontag no fue benévola con el medio.

“Sufrir es una cosa; otra es convivir con las imágenes fotográficas del sufrimiento, que no necesariamente fortifican la conciencia ni la capacidad de compasión. También pueden corromperlas. Una vez que se han visto tales imágenes, se recorre la pendiente de ver más. Y más. Las imágenes pasman. Las imágenes anestesian”, escribió.

En 2003, el año antes de su muerte, Sontag escribió Ante el dolor de los demás, otro fino volumen que trata sobre la fotografía. Los años transcurridos la habían cambiado. Había ido a Bosnia, y había pasado algún tiempo con los fotógrafos de guerra en Sarajevo. Vivió las secuelas del 11-S, y vio con horror como su país se lanzaba sin miramientos a guerras de venganza. Hizo su vida con una fotógrafa famosa.

Su punto de vista sobre la fotografía de la violencia política se volvió más matizada, si no más suavizada. Las imágenes, escribió, “no pueden ser más que una invitación a prestar atención, a reflexionar, a aprender, a examinar las racionalizaciones que sobre el sufrimiento de masas nos ofrecen los poderes establecidos. ¿Quién causó lo que muestra la foto? ¿Quién es responsable? ¿Se puede excusar? ¿Fue inevitable? ¿Hay un estado de cosas que hemos aceptado hasta ahora y que debemos poner en entredicho?”.

Al revisar un banco de imágenes explícitas inéditas de niños heridos y muertos tomadas por fotoperiodistas, a menudo siento el impulso de apartar la mirada. Esta fotografía tuvo el efecto contrario. Me hizo querer mirar más a fondo. Tal vez sea la hábil manera en que esta truculenta imagen de cuerpos depositados en el suelo de la morgue de un hospital evoca una foto tomada con un celular de unos niños que duermen apaciblemente. Quizá sea la composición clásica: dos tercios de la pantalla los ocupa una sábana blanca cuyas intrincadas arrugas son dignas de un maestro holandés. Sobre todo porque, como decía Sontag, la fotografía me obligaba a hacerme una pregunta: ¿qué conjunto de disposiciones, qué suposiciones, hay que derribar para responder a este retablo de muerte?

Tal vez sea oportuno que la crisis en Gaza e Israel se viera desplazada, aunque brevemente, del primer plano de la actualidad estadounidense, debido a un tiroteo masivo en Maine. La noticia era terrible por su familiaridad. El atacante ya era conocido por las fuerzas de seguridad. Se ignoraron las advertencias sobre él. Tuvo, por supuesto, de un acceso ilimitado a máquinas que matan. En su embestida mató a 18 personas, entre ellas Aaron Young, de 14 años, un apasionado de los bolos que fue tiroteado junto a su padre mientras asistía a un torneo de la liga juvenil.

No vemos imágenes explícitas de los niños estadounidenses muertos en tiroteos masivos, en parte porque, por lo general, los fotoperiodistas no tienen acceso a estas terribles escenas, y las autoridades no hacen públicas las fotos del escenario del crimen. En su lugar, solemos sustituirlas por imágenes de angustia maternal. Así, la matanza en Maine me recordó otra imagen de Gaza, una que tal vez hayan visto en las redes sociales. En ella, una figura femenina acuna el cuerpo de una niña envuelta en una tela blanca. En la fotografía no se muestran rostros; de hecho, el único indicio de carne humana es la mano de la mujer, que agarra la cabeza de la niña. La cabeza de la mujer está cubierta con un pañuelo, una práctica que en diversas épocas y lugares de la historia han tenido en común las mujeres devotas de todos los credos abrahámicos. El pie de foto original de Reuters nos decía poco: “Una mujer abraza el cuerpo de un niño palestino muerto en los ataques israelíes, en un hospital de Jan Yunis, en el sur de la Franja de Gaza”. Fue tomada por un fotógrafo de Reuters en Gaza llamado Mohamed Salem.

Más tarde, Reuters informó de que la mujer, Inas Abu Maamar, estaba sosteniendo el cuerpo de su sobrina de 5 años, Saly. Pero la imagen no necesita palabras, ni rostros, ni nombres, para transmitir, ineludiblemente, un dolor profundo y universal. La imagen nos recuerda al instante a una de las obras de arte más famosas del mundo: la Piedad de Miguel Ángel. La escultura de mármol representa a María sosteniendo el cuerpo inerte de Jesús tras ser bajado de la cruz. Es el símbolo por antonomasia del duelo materno, del sacrificio de un hijo a un mundo cruel. En su angustia podría ser cualquier madre, afligida por que le hayan arrebatado a su hijo demasiado pronto, en cualquier lugar del mundo.

Así que les pido que miren a estos niños. No están durmiendo. Están muertos. No formarán parte del futuro. Pero sepan esto: los niños de la foto de la morgue podrían ser cualquier niño. Podrían ser niños sudaneses atrapados en un fuego cruzado entre dos generales enfrentados en Jartum. Podrían ser niños sirios aplastados bajo las bombas de Bashar al Asad. Podrían ser niños turcos que murieron en sus camas cuando un bloque de apartamentos mal construidos se derrumbó sobre ellos en un terremoto. Podrían ser niños ucranianos muertos a causa de los misiles rusos. Podrían ser niños israelíes masacrados en un kibutz por Hamás. Podrían ser colegiales estadounidenses abatidos en un tiroteo masivo. Estos niños son nuestros.

Lydia Polgreen es columnista de Opinión y copresentadora del pódcast
Matter of Opinion
del Times.

c. 2023 The New York Times Company