Familias en Turquía se ven obligadas a apresurar los ritos funerarios debido a la gran cantidad de muertos

KAPICAM, Turquía — La madre lloraba junto al sencillo trozo de madera que marcaba el lugar donde habían enterrado a su hijo, en un montículo de tierra largo y angosto donde se encontraban decenas de personas extraviadas tras el devastador terremoto que asoló el sur de Turquía.

En una modalidad abreviada de los ritos funerarios habituales, limpiaron su cuerpo de acuerdo con la tradición islámica, lo envolvieron en un sudario blanco y lo enterraron, con lo que le dieron a su madre un momento de dignidad y conclusión en una semana de tragedias que se acumulan.

“Mi hijo, mi hijo”, gritaba la madre, Gullu Kolac.

A su alrededor, en el cementerio, había muchos montículos nuevos que desaparecían en la distancia y albergaban cientos de tumbas más. Cerca de ahí, excavadoras mecánicas continuaban su trabajo.

El terremoto de una magnitud de 7,8 en la escala de Richter que sacudió el lunes el sur de Turquía mató a tanta gente con tanta rapidez que desbordó el proceso funerario y provocó que se acelerara la manera en que se despiden las familias.

Por el momento, ya no se hacen los rituales en los que los parientes lavan y amortajan el cuerpo del difunto, celebran un funeral y reciben a los amigos y familiares que dan el pésame. El proceso nuevo, impulsado por la crisis, pretende honrar a los muertos y enterrarlos de inmediato, tanto por costumbre como por salud pública.

La tragedia ha transformado el cementerio de las afueras del pueblo de Kapicam, cerca de donde se produjo el terremoto en el sur de Turquía.

En épocas normales, el cementerio sería un lugar tranquilo: rodeado de bosque y a la sombra de pinos altísimos, con un panorama de montañas nevadas a lo lejos, pero el jueves, tres días después del terremoto que dejó más de 17.500 muertos en Turquía y 3000 en la vecina Siria, estaba abarrotado de familias en duelo y lleno de cadáveres envueltos en mantas o metidos en bolsas especiales.

La mayoría de los cadáveres llegaron en la parte trasera de camionetas, ambulancias y transportes funerarios después de que los sacaron de entre los escombros de los edificios destruidos por el sismo. Los cuerpos yacían en el suelo por todo el lugar, a menudo en grupos de una decena o más, a la espera de que los reclamen sus familiares o de recibir los últimos preparativos para el entierro.

El cementerio estaba atravesado por lo que parecía un flujo interminable de hombres que transportaban bolsas de cadáveres desde las tiendas donde se preparaban los cuerpos hasta las largas y estrechas zanjas donde los iban a enterrar.

Adnan Beyhan, un funcionario religioso que había viajado desde una ciudad lejana para ayudar en la respuesta al terremoto, afirmó que las condiciones de la crisis obligaban a modificar los ritos funerarios musulmanes habituales.

Muchos de los cadáveres que llegaban estaban muy dañados por el derrumbe de edificios o habían empezado a descomponerse, dijo, lo que significaba que no los podían desvestir y lavar con agua antes de envolverlos en sudarios, como se hacía en circunstancias normales.

Es por esto que algunos cuerpos conservaron sus ropas, y las personas que los prepararon utilizaron una práctica islámica conocida como “teyemmum” en turco, que permite “lavar” a las víctimas de catástrofes acariciándolas suavemente con tierra o piedras, explicó.

Después se envuelven en tela blanca para enterrarlos.

Beyhan comentó que no todas las familias se sintieron cómodas de inmediato con esta práctica. El día anterior, un hombre que había perdido a un familiar preguntó si era aceptable en el islam enterrar a las personas de esta manera.

“Le respondí: ‘Por supuesto que está bien y tienen el estatus de mártires’”, dijo, lo que se considera una bendición en el islam.

Según Beyhan, el hombre se marchó aliviado.

Para muchos, la espera fue en sí misma un calvario. En el islam, los entierros deben celebrarse lo antes posible.

Cengizhan Ceyhan dijo que había acudido al cementerio para el funeral de su hermana, Saziye Ozer, y de la hija de esta, Belis, de 10 años, quienes habían muerto atrapadas entre los escombros de un edificio derrumbado.

“Si hubiera sido un accidente de auto, habríamos podido estar con ellas de inmediato, lavarlas enseguida”, explicó. “Pero de esta manera, sabes que están muertas, pero tienes que esperar durante días. Sigues teniendo esperanza, lo cual es doloroso porque no quieres aceptar que murieron”.

Para Kolac, que vino a enterrar a su hijo, la visita al cementerio había sido solo una parada en un camino sembrado de tragedias.

Tres de sus familiares habían quedado sepultados entre los escombros: su hijo, Yakup Bulduk, de 22 años; junto con la esposa de su otro hijo y el hijo de ambos, de 2 años.

El proceso funerario está sistematizado, aunque es un poco caótico. Se verifica que los cadáveres que llegan al cementerio han sido registrados oficialmente y se expiden los certificados de defunción. Aunque la mayoría de los cuerpos están identificados, a los que no lo están la policía les toma las huellas dactilares y, a veces, también muestras de sangre. La información se registra en un sistema gubernamental con el número de la tumba de la persona, para que los familiares puedan encontrarla si se presentan después.

Los cadáveres se entregan a equipos de funcionarios públicos que trabajan para la autoridad religiosa del Estado, que los lleva a tiendas (algunas para hombres, otras para mujeres) para prepararlos para el entierro y envolverlos en telas blancas. Luego los meten en bolsas para cadáveres y los colocan en mesas sencillas, donde los familiares rezan por ellos, como harían por lo general en las mezquitas.

Después, una excavadora los lleva a las zanjas y los cubre con tierra. Algunas familias añaden pequeños toques personales al lugar: escriben con un bolígrafo el nombre de la persona en un trozo de madera, lo envuelven con una bufanda o depositan flores sobre la tierra.

Dos tumbas adyacentes tenían, cada una, unos calcetines rosas con caballitos blancos, como si les pertenecieran a un par de hermanas o quizá unas gemelas.

La cercanía de la muerte también afecta a los trabajadores.

Un funcionario religioso canoso que ayudó a limpiar los cadáveres aseveró que él y sus colegas se habían sentido deprimidos el día anterior después de lidiar con tantos cuerpos tan dañados.

“Pero nos refugiamos en Dios”, dijo, y se negó a dar su nombre porque no estaba autorizado a hablar con periodistas. “Tratamos de mantenernos optimistas porque frente a nosotros hay algo valioso, un ser humano”.

c.2023 The New York Times Company