No hace falta demonizar la nostalgia
La publicación del libro Feria (Círculo de Tiza, 2020) de Ana Iris Simón a finales de 2020, unida a un discurso dado por la autora el pasado año, hicieron que las redes sociales –Twitter especialmente– empezaran a echar fuego. Las palabras de Ana Iris Simón eran encomiadas por unos y criticadas por otros, que las veían complacientes y ciegas a un pasado más excluyente que no debería ser deseado.
Todo este debate en contra del fenómeno Feria cristalizó en una publicación coordinada por la periodista Begoña Gómez llamada Neorrancios: sobre los peligros de la nostalgia (Península, 2022) que acababa por proyectar la nostalgia hacia una dimensión política. En ella, un compendio de artículos, en su mayoría de opinión y en buena medida autobiográficos –como el libro de Simón– criticaban la posición de la autora de Feria y de manera generalizada concluían que la nostalgia es contraproducente.
Sin embargo, en todo este debate, la nostalgia aparece por metonimia en su dimensión política y sociocultural. Es decir, sería poco más que mirar para atrás: hacia políticas, costumbres, modos de vida y estéticas para recuperarlas hoy. Algo parecido a lo que lleva haciendo años Almodóvar en sus películas o desde hace menos tiempo Rosalía en sus fusiones o C. Tangana en su música y los vídeos que la acompañan, por citar a los más mediáticos.
Estamos en la era de la nostalgia, de eso no cabe duda. Pero la nostalgia se vuelve política y cultura solo a posteriori, cuando pensamos y escribimos sobre ella. A la emoción no le da tiempo a politizarse, es demasiado inmediata para eso. Ana Iris Simón puede tener nostalgia –como emoción– de los abrazos de su abuela, de su pueblo, pero no de la vida que tuvieron sus padres.
Entonces ¿qué es la nostalgia? ¿Cómo nos hace sentir? ¿Es verdaderamente una emoción regresiva, o peor, retrógrada, como se puede destilar del libro Neorrancios?
Nostalgia… ¿patológica?
La nostalgia, antes que nada, fue una enfermedad. El aspirante a médico Johannes Hofer sería el que acuñara el término en Dissertatio medica de nostalgia oder Heimweh (1688) uniendo dos vocablos griegos: nostos (regreso) y algios (dolor o tristeza).
Hofer identificó esta dolencia en los soldados suizos que combatían lejos de su tierra y la definía como una especie de turbación de la imaginación en la que solo se contemplaba el regreso a la patria, pudiendo llevar a la depresión e incluso a la muerte.
Mucho ha cambiado desde entonces la nostalgia, que acabó por despsicologizarse hacia los años 60 del siglo XX, cambiando también la dimensión geográfica por la temporal. Es entonces cuando la nostalgia empieza a utilizarse como vocablo común, fuera de la jerga médica y literaria –en asociación con la melancolía, como en Baudelaire– y se empieza a considerar una emoción más.
Sin ánimo de ser exhaustivos con la literatura psicológica, creemos que el estudio de Wildschut y sus compañeros es el que mejor resume las características de la nostalgia. De ahí se extrae que la nostalgia es una emoción eminentemente positiva asociada a un proceso rememorativo. Es decir, ese recuerdo nos procura contento y no pena, aunque haya cierta sensación de pérdida y pueda haber matices agridulces relacionados con ella en ciertos casos.
Dice también que se trata de una emoción recurrente y que sus contenidos –lo que se recuerda– involucran casi siempre a otros. Todo esto genera una tendencia hacia la socialización y la dirige hacia el futuro, promoviendo incluso la actividad no solo mental, sino física. Sirva esto para desmentir la nostalgia como una emoción negativa, conservadora y paralizante.
La magdalena de Proust (y el ratatouille de Ego)
Pero la nostalgia no es competencia única de la psicología. Hace ya un siglo, el famoso Marcel Proust, en su citadísimo episodio de la magdalena mojada en té, explicaba ese sentimiento que nos afecta en ocasiones. Él hablaba de una fuerte alegría que va más allá, hacia lo trascendental e incluso catártico: su infancia en Combray salía de su taza de té.
Quizá hayan sentido algo similar alguna vez, hasta el crítico culinario Anton Ego fue capaz de sentirlo en Ratatouille . Es lo que Proust llama moments bienheureux (momentos dichosos), experiencias de una emoción intensa y trascendental que emanan de un recuerdo gracias a la memoria involuntaria, más evocadora y emocional que la voluntaria, donde se recuerda adrede.
Se trataría de una nostalgia especialmente intensa que suele producirse por un estímulo sensitivo. Aunque puede ser de cualquier tipo, los relacionados con el gusto, el olfato y el oído son los más comunes, pues en el procesamiento se ve especialmente involucrado el sistema límbico, en especial el hipocampo, asociado con los recuerdos y las emociones. De hecho, a Proust lo que le produce esta experiencia no es la visualización de la magdalena, sino su degustación, lo que involucra gusto y olfato.
A pesar de la prestancia de esta experiencia, queda hasta ahora prácticamente desatendida por el campo de estudio de la estética y las artes plásticas. Como se puede extraer del pasaje de Proust y sobre todo de la escena de Ratatouille, la experiencia emocional condiciona la apreciación estética de aquello que la provoca, pero su aleatoriedad complica su análisis.
El arte se alimenta de la nostalgia
No ha sido desatendida, sin embargo, por la intuición de los artistas. En un tiempo en el que todo puede ser arte, cuando los límites se difuminan y los artistas crean obras de todo tipo, algunos juegan con experiencias totales e inmersivas, haciendo uso de esos otros sentidos alejados hasta hace poco de la esfera artística.
Eso transmiten Tiravanija con su Untitled (pad thai) (desde 1990) o los últimos trabajos de Precious Okoyomon con elementos naturales. En la primera, la experiencia es culinaria, gustativa; en la segunda, el olfato juega un papel fundamental en la apreciación de la obra. Y si bien la aparición de estos moments bienheureux es todavía más caprichosa que la de las propias emociones involucradas normalmente en la experiencia estética, se hace más probable si, como hace Jennifer Rubell en Paddel Cell (2011), se juega con elementos culturalmente compartidos y asociados con nuestra infancia y adolescencia, los momentos generalmente más añorados.
Esta nostalgia puede llevar a crear y a empatizar con la obra, y sí, incluso a dejar que nuestra mente vuele, al pasado pero también al futuro.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Javier Leñador González-Páez no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.