Excavar en el desierto en busca de un ‘milagro’: devolver a casa a los desaparecidos

Isabel García, geofísica del Centro Regional de Identificación Humana de Coahuila, México, forma parte de un equipo que busca e identifica restos humanos. (Fred Ramos/The New York Times)
Isabel García, geofísica del Centro Regional de Identificación Humana de Coahuila, México, forma parte de un equipo que busca e identifica restos humanos. (Fred Ramos/The New York Times)

La caja de cartón era liviana, apenas lo suficientemente grande como para contener a un bebé, y mucho menos a un joven atlético de 26 años. Sin embargo, contenía a Diego Fernando Aguirre Pantaleón, o al menos sus restos, desenterrados en una fosa común de un desierto del norte de México.

Su familia no sabe cómo acabó en la fosa en el estado de Coahuila. Las autoridades dijeron que fue secuestrado en 2011, el día de su graduación, con otros seis compañeros de clase, todos ellos reclutas prometedores de una nueva fuerza policial especializada y entrenada para combatir al crimen organizado en Coahuila. Unos hombres armados habían irrumpido en el bar donde los jóvenes policías estaban celebrando y se los habían llevado.

“Estábamos muertos en vida, todos nosotros”, dijo de su familia el padre de Aguirre Pantaleón, Miguel Ángel Aguirre, de 66 años. Tras la desaparición de su hijo, dormía en el sofá de la sala, esperando escuchar la llegada de su hijo.

Tuvieron que pasar 12 años —hasta febrero de 2023— para que los restos de su hijo volvieran a su casa en una caja. Sus padres se negaron a ver lo que había dentro. Los forenses les dijeron que su cuerpo había sido incinerado.

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Se trata de una resolución trágica pero inusual en un país donde han desaparecido más de 120.000 personas desde la década de 1950, según datos del gobierno, lo que hace que familiares desesperados estén en busca de pistas sobre su paradero. Hasta hace poco, cientos de familias de Coahuila se habían enfrentado a la misma incertidumbre. Pero en una alianza única, voluntarios de búsqueda, científicos y funcionarios estatales se propusieron cambiar esa situación.

De ese esfuerzo surgió un instituto de investigación especializado —el Centro Regional de Identificación Humana—, el primero de su clase en el país. Tiene una tarea casi imposible: encontrar los restos de personas desaparecidas y enviarlos de vuelta a casa.

Antropólogos forenses exhumando restos humanos en Patrocinio, una extensión de desierto donde creen que los miembros del cártel quemaron y enterraron a cientos, si no miles, de personas. (Fred Ramos/The New York Times)
Antropólogos forenses exhumando restos humanos en Patrocinio, una extensión de desierto donde creen que los miembros del cártel quemaron y enterraron a cientos, si no miles, de personas. (Fred Ramos/The New York Times)

“La dignidad y los derechos humanos no acaban con la muerte”, dijo Yezka Garza, coordinadora general del centro con sede en Saltillo, una ciudad industrial enclavada en el desierto de Coahuila. “Lo que buscamos es que esos cuerpos no vuelvan a estar olvidados”.

El centro, construido junto a las morgues de Saltillo, se inauguró en 2020, con el apoyo de fondos del gobierno estatal, la Comisión Nacional de Búsqueda de México y la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional. Cuenta con unos 50 empleados; las familias de los desaparecidos habían pedido que varios de ellos fueran recién egresados de universidades, pues consideraban que su juventud era señal de que no se habían corrompido.

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Trabajan para encontrar, desenterrar, clasificar, almacenar e identificar restos humanos casi todos los días.

Desde 2021, los investigadores han recuperado 1521 restos humanos no reclamados, no identificados o no descubiertos en búsquedas a gran escala en morgues estatales, fosas comunes y entierros clandestinos. Mediante análisis genéticos y forenses, han puesto nombre a 130 de esos cadáveres, la mayoría de los cuales, 115, fueron devueltos a sus familias.

Lo más probable es que muchos de los muertos fueran víctimas de la profunda ola de violencia que sufrió el estado de Coahuila a manos del cártel de Los Zetas y de las fuerzas de seguridad que actuaron en connivencia con ellos. En 2012, los homicidios alcanzaron su punto más alto. Aunque el dominio del cártel en Coahuila se ha debilitado desde entonces y el estado es ahora uno de los más pacíficos de México, más de 3600 personas siguen desaparecidas allí.

Los recuerdos de los tiroteos, las desapariciones y los cuerpos colgados de los puentes siguen frescos para los residentes hasta el día de hoy.

“Muchas amistades de la secundaria se desviaron y optaron por tomar ese camino de meterse al crimen organizado”, dijo Alan Herrera, de 27 años, abogado y buscador del centro de identificación. “Duraron un mes y los mataron; chavitos de 12, 13 años”.

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La voz tranquilizadora de Herrera es útil en su trabajo: establecer el primer contacto con las personas que buscan a sus seres queridos. En noviembre, visitó la casa de Jorge Bretado, de 65 años, en Torreón, otra ciudad industrial al oeste de Saltillo. Los hombres se sentaron en una sala de estar pequeña y comenzó una entrevista.

¿A quién busca? A su hijo y a su exesposa.

¿Qué pasó? Unos policías municipales se los llevaron en 2010; nunca volvió a verlos.

¿Presentó una denuncia? “No”, respondió Bretado nervioso. Por aquel entonces, mandaba el cártel, no la ley. “Y nos dijeron que si hacíamos el reporte en ese momento, iban a matar a toda la familia”, dijo.

“De todo corazón esperemos que no estén con nosotros sus familiares”, dijo Herrera tras la entrevista.

Después se puso unos guantes azules y pinchó el dedo de Bretado para recoger su sangre, que los investigadores utilizarían para cotejar con el ADN de su base de datos, cada vez mayor. Si el cadáver de su hijo estaba en uno de los contenedores refrigerados del centro, Bretado tendría noticias suyas.

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No siempre es fácil identificar los restos de las víctimas en Coahuila: los Zetas se aseguraron de ello. El objetivo del cártel, dijo Mónica Suárez, principal genetista forense del centro, era asegurarse de que “no quedara absolutamente nada de la persona”.

Si quedan restos, a menudo son fragmentos de hueso, oscurecidos por el fuego o erosionados por el ácido. Los antropólogos pasan meses intentando ordenarlos como un rompecabezas. Para un genetista, esos fragmentos, demasiado pequeños o degradados para tener ADN intacto, no son útiles.

La familia de Aguirre Pantaleón se encuentra entre los cientos de personas de Coahuila que ya recibieron algún tipo de conclusión.

Una tarde reciente, Aguirre y su esposa, Blanca Estela Pantaleón, de 61 años, visitaron la cripta de su hijo en una iglesia en Saltillo. “Yo sí pienso que fue un milagro que lo encontráramos”, dijo, colocando una mano sobre la piedra grabada con el nombre de su hijo. “Aquí en México casi no encuentran a nadie”.

Cuando Silvia Yaber se enteró de que los restos de Aguirre Pantaleón se habían encontrado en una fosa común, se preguntó si su sobrino, Víctor Hugo Espinoza Yaber, otro graduado de la policía secuestrado la misma noche, también podría estar allí. Pidió a los científicos que exhumaran los restos y tomaran muestras de ADN de siete familiares fallecidos, incluida la madre de Espinoza Yaber, su hermana, quien había muerto de insuficiencia renal.

“Nunca lo dejé de buscar”, dijo Yaber, de 66 años. Incluso fue a escondites de cárteles y recorrió montes en busca de cualquier señal de su sobrino. En agosto, recibió la noticia de una coincidencia genética. Los restos de su sobrino habían sido desenterrados de la misma tumba.

Un día reciente, Yaber fue a un cementerio de Saltillo con dos ramos de flores. Puso las flores en la tumba de su familia. Se había utilizado cemento para sellarla de nuevo, esta vez con los restos de Espinoza Yaber dentro.

“Ya está aquí tu hijo”, recuerda que le dijo a su difunta hermana cuando añadieron los restos en la tumba.

Después, pidió a los fiscales que cerraran el caso. “No es justicia”, dijo, sentada sobre la tumba y encendiendo un cigarrillo. “Pero lo encontré, lo sepulté y ya se acabó para mí todo eso”.

En otros lugares de Coahuila, la búsqueda de los desaparecidos continúa.

Patrocinio, una enorme extensión de desierto a una hora al este de Torreón, se ha convertido en el centro de los esfuerzos más recientes, dirigidos por voluntarios y científicos. Entre dunas de arena, matorrales y arbustos de mezquite, los miembros de Los Zetas habían incinerado víctimas y cavado cientos, si no miles, de fosas, creen los buscadores y las familias.

Durante dos semanas ininterrumpidas de noviembre, un numeroso grupo de arqueólogos, fiscales y familiares de desaparecidos acudieron a Patrocinio para desenterrar todos los restos que pudieran encontrar.

Aquí, la muerte huele a gasolina. Un tufillo de ese olor te indica que has dado con una fosa clandestina, dijo Ada Flores Netro, arqueóloga del centro de identificación, quien supervisaba el trabajo de sus colegas en un agujero recién excavado, donde más tarde desenterrarían esposas oxidadas y fragmentos de huesos.

La mayoría de los entierros sin marcar suelen encontrarse cerca de arbustos grandes, dijo Flores Netro: al parecer, los miembros del cártel buscaban algo de sombra mientras incineraban y enterraban a sus víctimas.

Pero buscadores voluntarios con años de experiencia y formación —no científicos con equipos sofisticados como drones y cámaras térmicas— habían descubierto la mayoría de las fosas clandestinas halladas recientemente, dijo Rocío Hernández Romero, de 45 años, integrante del colectivo de búsqueda Grupo Vida, quien buscaba a su hermano Felipe.

Hernández Romero había encontrado al menos cinco entierros clandestinos en días anteriores. Su técnica es más “rupestre”, explicó, arrodillándose cerca de un matorral espinoso y arrastrando una pala por el suelo para detectar cambios de coloración u otras alteraciones.

“La misma tierra”, dijo, “a veces te habla”.

Refugiada del sol en una tienda de campaña, una geofísica, Isabel García, dijo que el diálogo constante con buscadoras como Hernández Romero le había enseñado a buscar mejores pistas sobre posibles lugares de fosas.

“Sin ellos no se puede hacer nada”, dijo García, de 28 años.

Entonces puso a volar un enorme dron equipado con cámaras para cartografiar las tumbas descubiertas ese día.

A pocos metros había una zona salpicada de agujeros en el suelo donde el año pasado arqueólogos y buscadores voluntarios desenterraron los restos de Sandra Yadira Puente Barraza, de 19 años. Ella y una amiga desaparecieron en 2008 después de que agentes de policía detuvieran el taxi en el que viajaban para ir de compras.

Cuando las pruebas de ADN coincidieron con los restos de Puente Barraza, su madre, otra buscadora, dejó una cruz de madera con rosas rosas de plástico en el lugar donde la encontraron.

“Estuvo pesado ese día”, dijo Silvia Ortiz, líder del colectivo de búsqueda, mientras tamizaba cubos de tierra a través de una malla para recoger huesos y dientes. “Sí se siente chido en ese sentido de que la encontraste. Pero es mucho dolor”.


Emiliano Rodríguez Mega
es un investigador y reportero del Times en Ciudad de México. Cubre México, Centroamérica y el Caribe. Más de Emiliano Rodríguez Mega

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