La epidemia de Cipriano

undefined
undefined

A mediados del siglo III –setenta años después de la primera peste Antonina– el mundo romano no había cambiado mucho. Desde unos cien años antes, la moneda romana experimentaba devaluaciones constantes y los ataques bárbaros a lo largo y ancho de sus fronteras provocaba colapsos en muchas provincias imperiales. El asesinato del emperador Alejandro Severo en el 235 generó una constante inestabilidad política para el Imperio Romano, que se sumó a las consecuencias sociales y económicas originadas a lo largo del siglo anterior. Alrededor del 240 d.C. una nube de langostas en Egipto, el gran productor de grano del Imperio, provocó una enorme carestía de cereales. Según una crónica del historiador griego Zósimo, esta plaga afectó como ninguna otra antes al mundo romano e incidió en una seria crisis financiera que duraría medio siglo (entre los años 242 y 292). La decadencia de la moral y las costumbres contribuyeron a una crisis generalizada de la que se culpó a la comunidad cristiana. A través de dos edictos, los emperadores Decio (año 250) y Valeriano (años 257/258) decretaron perseguir a todos aquellos que no rindiesen culto al emperador y a los ancestrales dioses paganos, entre ellos a los cristianos.

En este contexto, durante el año 249 d.C., surgió una nueva epidemia en Etiopía. Desde ahí se extendió a Egipto siguiendo la cuenca del Nilo y después al resto del Imperio (Norte de África, Asia Menor, Grecia y Roma) siguiendo las rutas comerciales y el movimiento demográfico en el Mediterráneo. Dionisio el Grande, en sus Cartas, refiere que en el mismo año 249 la peste ya había azotado a la ciudad de Alejandría; un año después apareció en la provincia romana del Pontus. En 251 llegó a Roma, en tiempos de los co-emperadores Treboniano Galo y Hostiliano (quien perdió la vida ese mismo año a causa de la enfermedad), y para el 252 había alcanzado todo el Mediterráneo, desde el sudeste norteafricano hasta el noroeste del mundo romano. El historiador hispanorromano Paulo Orosio hace alusión a la magnitud y a la naturaleza zoonótica de la enfermedad al compararla con la séptima plaga de Egipto: «Aquí [en el Imperio Romano], … de modo semejante a la séptima plaga [en Egipto] se extendió una plaga de peste que corrompió el aire y que no sólo produjo la muerte de casi todos los hombres y animales por todos los territorios del Imperio Romano desde Oriente a Occidente, sino que también corrompió los lagos e infestó los pastos con pus». Los emperadores Claudio II y Aureliano también morirían a causa de la misma enfermedad.

Poncio el Diácono, en su Vida de Cipriano, relata la aparición del contagio en Cartago, al norte de África: «Estalló después una terrible epidemia, y la tremenda devastación de la detestable enfermedad, aferrando con abrupto ímpetu a innumerables gentes, a cada uno en su propio hogar, invadió una a una las casas del pueblo temeroso. Todos temblaban, todos lloraban, todos trataban de evitar el contagio, abandonaban impíamente a sus propios amigos, como si uno, alejando al que va a morir de peste, pudiera alejar también a la misma muerte. Mientras tanto, por toda la ciudad y en todas las calles yacían no ya cuerpos, sino cadáveres de muchos que pedían misericordia a los transeúntes ante el espectáculo de una suerte común. Nadie miró más que a sus crueles ganancias; nadie tembló ante la idea de un fin similar; nadie hizo por los demás aquello que hubiera deseado que hiciesen por él».

Aunque existen muchas fuentes escritas de esta epidemia (tanto paganas como cristianas), la más importante está en los escritos de Thascius Cæcilius Cyprianus –diácono, presbítero, obispo, finalmente santo y mártir de la iglesia quien narró con lujo de detalle los signos, síntomas y secuelas que dejaba una especie de fiebre hemorrágica. Cipriano, convertido al cristianismo a la edad de 35 años, escribió una serie de opúsculos en los que describió un inicio agudo de la enfermedad que causaba «Que ahora el vientre, aflojado en un flujo incontenible, agote las fuerzas del cuerpo; que una fiebre originada en lo más profundo del cuerpo fermente en heridas en la garganta; que los intestinos estén revueltos por los constantes vómitos; que los ojos estén inflamados por el flujo de la sangre; que, en algunos casos, los pies u otros miembros del cuerpo sean amputados por el contagio de la enferma putrefacción; que, por la languidez provocada por la mutilación y los diversos daños del cuerpo, se entorpezca el paso, se obstruya el oído o se oscurezca la vista, todos estos males contribuyen a probar nuestra fe».

Arnold Böcklin - Die Pest (1898) Temple sobre madera.
Arnold Böcklin – Die Pest (1898) Temple sobre madera.

El impacto de esta pandemia fue enorme. Según De Laude Martyrii, la enfermedad no se había presentado antes en el Imperio, y alcanzó tasas de letalidad oscilando entre 40 y 70 %. La Historia Augusta describe “que en un solo día murieron por la misma enfermedad cinco mil hombres”. Además, coincidió con una serie de fenómenos geológicos y ambientales: “Cuando la fortuna se mostraba cruel, mientras en un sitio un terremoto, en otro las hendiduras del suelo y en todas partes la peste devastaba el mundo romano”. Cipriano refiere que justo antes del brote hubo sequías y hambrunas; Dionisio de Alejandría también habla de una época de sequía, seguida de una inundación; y Aurelius Victor recuerda que la peste «suele aparecer en tiempos de ansiedades insoportables y desesperación espiritual». Según Zósimo el Historiador, la pandemia provocó que varias ciudades quedaran despobladas; que Macedonia y Tracia quedaran totalmente desiertas, al grado que se permitió a los enemigos de Roma establecerse en las tierras como campesinos ante la ausencia de mano de obra. Alejandría, la segunda urbe más populosa del Imperio, disminuyó su población hasta en un 60 % (de 500,000 habitantes que tenía antes de la peste, habrían sobrevivido unos 200,000).

Filóstrato de Atenas afirma que en Roma la epidemia se instaló por quince largos años causando, además de la mortalidad, enorme desesperación y gran angustia. Los sobrevivientes estaban mal alimentados y mantenían niveles de vida cercanos a la subsistencia, en un momento de crisis económica impulsada por la escasez de alimentos. Distintos pensadores veían en las calamidades públicas señales apocalípticas, así que la pandemia tuvo impacto también en el estado anímico y en la salud mental de la población. Según Dionisio de Alejandría, los jóvenes parecían igual de envejecidos que los ancianos de la generación anterior y Poncio de Cartago, en sus memorias, hace alusión también al impacto psicológico de la peste como un hecho sin precedente en la historia, pues produjo “destrucción, temor en la población, y psicosis” ya que la gente evitaba el contacto entre sí.

Cipriano presenta a los cristianos un mundo caduco, ya en su vejez (senectus mundi), en el que el final de los tiempos estaba cerca, así que la epidemia se convirtió en una prueba de fe con la que alcanzarían el martirio y la liberación de la vida terrenal. Entre el otoño del 252 y la primavera del 253, «el pontífice de Cristo y de Dios, que sobrepasó a los pontífices de este mundo tanto en la piedad como en la verdad de la religión» escribió tres tratados sentidamente influidos por la experiencia de la epidemia. Ad Demetrianum presenta una explicación “adecuada” de la peste y una defensa del cristianismo frente a las acusaciones de los paganos; De opere et eleemosynis hace una exhortación a la ayuda para los más afectados por la pandemia, y De mortalitate constituye una teología de la muerte para consolar a los cristianos en medio de la epidemia. La sensación de desaliento hizo que los cristianos, liderados por el propio obispo de Cartago, perdieran esperanza en la curación física de sus cuerpos y buscaran mejor una sanación espiritual. El mártir cristiano alentó a la comunidad a mantenerse firme en su fe durante la pandemia: «Más bien, queridos hermanos, preparémonos con corazón puro, fe inquebrantable y coraje robusto para cada deseo de Dios; cerrando el miedo a la muerte, contemplemos la inmortalidad que le sigue. Demostremos que esto es lo que creemos, para no lamentar la partida de nuestros seres queridos, y que, cuando llegue el día de nuestra propia convocatoria, acudamos al Señor, a su llamada, con alegría, y sin vacilar». Así que, a la “prueba de fe” que los cristianos debían hacer frente sobrevenía el contagio, la muerte, y la consumación del discurso de Cipriano.

Esta epidemia tuvo un impacto muy profundo en la estructura ideológico-religiosa del mundo mediterráneo antiguo, aderezado con matices fatalistas y apocalípticos por el propio obispo de Cartago. «Esta mortandad es una peste para los judíos, los paganos y los enemigos de Cristo, pero para los siervos de Dios se trata de una partida salvadora hacia la eternidad». En Alejandría aparecieron “los parabolanos”, un grupo de cristianos «…que, a causa de su pobreza, no podían contribuir con dinero, aportaban más que cualquier dinero ofreciendo con su propio trabajo un bien más preciado que cualquier riqueza». Así, mientras que los ciudadanos paganos politeístas huían por miedo al contagio, los «temerarios» cristianos asistían a los enfermos, reconfortaban a los moribundos y retiraban los cadáveres. El estado romano buscaba la ayuda de sus antiguos dioses y la epidemia se tradujo en un fuerte debate religioso en el que los paganos culpaban a los cristianos, y viceversa, de ser los instigadores de la peste y los responsables de la ira divina. Los dioses esculapio y salus, responsables de la medicina, curación y preservación del estado romano, parecían haber abandonado a los paganos mientras Arnobio de Sicca, inicialmente un retórico politeísta que atacaba la fe católica, se convirtió al cristianismo. Aunque aún prohibido, el cristianismo recibió a todos los conversos, creció en feligresía y empezó su transformación como una religión masiva.

Sin duda, esta fue la epidemia de mayor magnitud en la Antigüedad. La transmisión se sostuvo con oleadas sucesivas durante veinte años, hasta el 270 d.C., y los historiadores estiman que cobró la vida de entre 15 y 25 % de la población total, unos 9 a 15 millones de personas, en el orbis Romanus.

En el marco de la crisis imperial del siglo III, la peste de Cipriano ilustra la relevancia de las enfermedades infecciosas y las epidemias en el establecimiento de nuevas estructuras sociales.

* José Alberto Díaz Quiñonez es vicepresidente de la Sociedad Mexicana de Salud Pública A.C. (@saludpublicaac) Es Doctor en Ciencias Biomédicas por la UNAM y miembro de la Academia Mexicana de Ciencias, el Sistema Nacional de Investigadores y la Academia Nacional de Medicina de México.

 

 

Referencia:

Juan Antonio Gil-Tamayo (ed.), Obras completas de san Cipriano de Cartago: 2 vols. 978-84-220-1688-5. Madrid: BAC, 2013. Disponible aquí.