Lo que entiende bien el catolicismo liberal

Retrato del papa Francisco colgado afuera del aula de la Orden de Iniciación Cristiana de Adultos en la rectoría de la iglesia de San Miguel, en el barrio Flushing, Queens, el 2 de abril de 2019. (Victor J. Blue/The New York Times)
Retrato del papa Francisco colgado afuera del aula de la Orden de Iniciación Cristiana de Adultos en la rectoría de la iglesia de San Miguel, en el barrio Flushing, Queens, el 2 de abril de 2019. (Victor J. Blue/The New York Times)

Mi columna del miércoles fue un análisis objetivo del décimo aniversario del pontificado del papa Francisco. Pero estamos en Cuaresma y, como crítico desde hace mucho tiempo del actual pontífice, no sería particularmente penitencial que me enfocara solo en sus dificultades. Así que buscaré algunos puntos de coincidencia con una escuela de pensamiento con la que suelo discutir y hablaré acerca de lo que entiende bien el catolicismo liberal, como una amplia visión del mundo que claramente tiene influencia en el pontificado del papa Francisco.

Mi punto de partida será un ensayo del filósofo y católico tradicionalista Thomas Pink que aparece en una publicación reciente de The Lamp, una revista católica editada por Matthew Walther, un escritor que colabora con artículos de opinión para The New York Times. Pink pretende abordar una pregunta que se relacionaba principalmente con los católicos liberales de hace dos papas y dos décadas, pero que en los últimos tiempos les ha llegado a importar muchísimo a los conservadores: ¿hasta qué punto es aceptable que un católico discuta con un papa o que incluso encuentre formas de luchar contra él?

O bien, para hacer referencia a las controversias específicas de la era del papa Francisco, si un pontífice intenta eliminar la liturgia tradicional de la Iglesia o parece que por medio de sus enseñanzas debilita la doctrina católica establecida, ¿los fieles católicos solo deben asumir que en estos casos está siendo guiado por el Espíritu Santo o pueden protestar, criticar, insistir en que son errores que un papa futuro debe anular o de los que debe abjurar? ¿O incluso pueden buscar formas de luchar contra él?

“Un papa no es infalible ni en sus leyes, ni en sus órdenes, ni en sus actos de Estado, ni en su gobierno, ni en sus políticas públicas”, escribió John Henry Newman (ahora San John Henry Newman) durante los debates del siglo XIX acerca de la infalibilidad del papa y sus límites. Podríamos pensar que la historia de los papados del Medievo y el Renacimiento confirmaría esta perspectiva, pero como alega Pink, había una importante escuela de pensamiento católico que opinaba lo contrario. Y con cierta justificación: se supone que los católicos deben asumir que el Espíritu Santo protege a la Iglesia y, sobre todo, al pontificado de enseñar cosas equivocadas cuando se trata de temas fundamentales de religión y moral. ¿Por qué no se extendería la misma garantía a asuntos de leyes, política y disciplina que, después de todo, están íntimamente relacionados con la religión y la moral, ya que representan la puesta en práctica de las enseñanzas católicas en el mundo?

Entonces, un clérigo católico inglés contemporáneo de Newman, el cardenal Henry Manning, alegó que la infalibilidad del papa abarcaba “todos los actos legislativos o judiciales siempre y cuando estuvieran relacionados de modo inseparable con su autoridad doctrinal” y análogamente que “las leyes de la disciplina, las canonizaciones de los santos, la aprobación de las órdenes religiosas, de oraciones y cosas similares contendrían de manera intrínseca las verdades y principios de la fe, la moral y la devoción” (desde luego que esta teoría ampliaría las bendiciones de la infalibilidad a la cruzada del papa Francisco contra la misa tridentina).

Según Pink, el punto de vista de Manning no fue una excepción: estaba muy cerca de las opiniones de las autoridades católicas en la época de la Contrarreforma, que aceptaban casos hipotéticos extremos sobre papas herejes, pero principalmente asumían que la infalibilidad del papa en la doctrina se extendía “a una infalibilidad equivalente como legislador” (como sucedió con muchos papas).

Sobre los evidentes límites de la infalibilidad de la Iglesia. (Alain Pilon/The New York Times)
Sobre los evidentes límites de la infalibilidad de la Iglesia. (Alain Pilon/The New York Times)

Así que, en los debates de los católicos del siglo XIX, un principio general de casi infalibilidad era una postura conservadora creíble ante la aseveración relativamente liberal de Newman de que en realidad el pontificado y la Iglesia institucional podían cometer graves errores. Un siglo y medio después, podemos decir que este debate se ha definido a favor de la postura más liberal, no a través de ninguna normativa formal del Vaticano, sino sencillamente gracias a las implicaciones evidentes de cómo la Iglesia ha cambiado desde entonces.

Pink lleva estos cambios a su punto más radical y hace referencia a la legislación canónica anterior de la Iglesia con respecto al judaísmo: las leyes que querían separar a los cristianos de los judíos, que imponían una vestimenta de identificación a los judíos, los confinaban en sus casas durante las fiestas cristianas, prohibían la construcción de sinagogas nuevas y así, sucesivamente, toda una lista de disposiciones que hoy en día con sobrada razón se consideran “deslegitimadoras” y “abominables”. Pink escribe que este historial demuestra que es posible que las leyes establecidas de la Iglesia no pasen la prueba de justica básica y además hagan “un daño verdadero y deslegitimador a la Iglesia misma y a su misión”. Por lo tanto, es prácticamente imposible creer que los católicos no debieron haber criticado esas leyes en esa época o que alguna vez hubo una obligación absoluta de obedecerlas.

Pero este ejemplo es solo el caso más crudo; la gran magnitud de los cambios por los que pasó el catolicismo en la época del Concilio Vaticano II fortalece el argumento contra cualquier tipo de infalibilidad general. Se puede alegar, como lo hacen con frecuencia los católicos conservadores, que estos cambios no fueron cambios en la doctrina formal, pero aun así, afectaron todo lo demás, como la relación de la Iglesia con la política, su modo de culto, las reglas y disciplinas que rigen sus órdenes religiosas, su relación con los protestantes y los judíos; todo esto al mismo tiempo que se reivindicó, al menos en parte, a los teólogos y pensadores católicos que en el pasado habían sido críticos de la normativa oficial. Así que, a menos que alguien crea que las antiguas políticas eran totalmente adecuadas para el mundo como era antes de 1962 y que luego unas políticas radicalmente diferentes fueron de alguna manera totalmente adecuadas para el mundo que nació en 1965 (salvo que en verdad estemos dispuestos a convertir el catolicismo en una especie de partido ideológico que cambia de manera abrupta cuando llegan las nuevas instrucciones del camarada Pedro), no se puede eludir la conclusión de que el Concilio Vaticano II reivindicó a Newman, no a Manning.

Y lo más importante es que esto es verdad incluso, o especialmente, si vemos esas modificaciones de la década de 1960 como erróneas o catastróficas, ya que entonces asumimos la postura del crítico, el disidente, el católico liberal del siglo XIX. Para reivindicar nuestra concepción de la tradición católica, la Iglesia por fuerza tendría que estar haciendo las cosas muy mal, puesto que, de otro modo, ¿por qué necesitaría nuestra deseada restauración tradicionalista?

Es por esto que un católico de la misa tridentina como Pink se encuentra elaborando argumentos contra la infalibilidad general. De hecho, en este sentido, el legado del Concilio Vaticano II convierte en liberales a algunos miembros de todas las facciones católicas. Desde cualquier perspectiva, todos debemos conceder un espacio considerable a los desacuerdos y argumentos legítimos, un espacio para disentir acerca de la religión con el papa.

Desde luego que esa concesión no nos dice qué trayectoria debería seguir un determinado argumento ni qué tan amplio podría ser el espacio de disentimiento acerca de la religión, por lo cual una figura como Newman, un católico liberal que participaba en debates sobre el alcance de la infalibilidad, también podría ser el gran enemigo del liberalismo teológico en otros debates victorianos.

Pero ya que hemos erradicado la definición expansiva de la infalibilidad que planteó Manning, su argumento sigue teniendo una revancha debido a que los temas de religión y moral siguen estando muy relacionados con temas de política y gobernabilidad, razón por la que se plantean obras completas de razonamiento teológico para justificar decisiones, disciplinas y reglas específicas. Entonces, no podemos decir simplemente: “¡Cuestiona las políticas y la sensatez de la Iglesia, pero no sus enseñanzas sobre fe y moral!”. También hay que conceder cierto espacio de enseñanzas públicas sujetas a posibles errores, a las cuales se le debe respeto y deferencia, pero no una aprobación absoluta.

Pink le llama a este tipo de enseñanzas “teología oficial” para diferenciarlas del término habitual “enseñanzas magisteriales”, el cual tiene mucha mayor autoridad. Pink escribe que el tipo de enseñanzas meramente “oficiales” es el registro ordinario en el que la Iglesia debate temas y “no está libre de errores […]. Al transformarse y cambiar, la teología oficial puede repetir las enseñanzas magisteriales o puede ir más allá de ellas; puede pasar por encima de algunas enseñanzas magisteriales en silencio, o incluso empezar a contradecirlas”. Pero al mismo tiempo, casi siempre es el “medio principal a través del cual los miembros de la Iglesia representan y entienden sus enseñanzas. Por esta razón, a menudo para muchos de ellos es difícil distinguir la teología oficial de la época de las enseñanzas magisteriales propiamente dichas”.

Permítanme poner un ejemplo concreto de esta dificultad, uno separado de la actual guerra cultural: para mí es difícil, como católico bastante bien documentado con ideas muy firmes sobre la fe, decirles con precisión cuál es la postura de las enseñanzas actuales de la Iglesia respecto a la usura, el préstamo de dinero con cobro de intereses. Hay una doctrina tradicional de gran abolengo que ve como pecado casi todas las formas de préstamos con intereses, la cual, si se toma con seriedad, condenaría prácticamente a todo el sistema bancario del mundo moderno. También hay una creencia generalizada de que en las enseñanzas católicas actuales solo se condenan los intereses excesivos o abusivos y no, por ejemplo, las operaciones por la hipoteca de mi casa o los fondos mutuos. Entonces, hay un debate muy activo entre las dos posturas en los márgenes del mundo del pensamiento de la Iglesia, mientras que la mayoría de los fieles da por hecho que el antiguo precepto se ha actualizado sin emitir un comunicado magisterial definido para tal efecto.

¿Esa antigua enseñanza era solo oficial, una exageración ahora sustituida? ¿O era una antigua enseñanza magisterial y la nueva perspectiva es un caso de enseñanza oficial que el mundo sesgó o corrompió? Por el momento, al parecer, es algo que cada católico puede discernir según su propia conciencia e intelecto.

Por supuesto, así es precisamente como considera el catolicismo liberal desde el Concilio Vaticano II que deben tratarse una amplia gama de cuestiones controvertidas relacionadas con la revolución sexual: como preguntas abiertas, en principio, a las cuales es posible no aplicar las viejas respuestas de la Iglesia (sus antiguas enseñanzas oficiales, por así decirlo).

El porqué creo que, en gran medida, ese punto de vista está equivocado —el porqué no soy un católico liberal— es tema para otra entrega diferente, tal vez posterior a la Cuaresma. Pero la historia y la polémica que acabo de esbozar hace que la perspectiva liberal sea convincente en varios frentes.

En primer lugar, es convincente alegar que puede haber una brecha, en ocasiones grande, entre la vehemencia con la cual el liderazgo de la Iglesia en una época determinada sigue una línea concreta y la certeza que los católicos deben tener de que esta línea también es una enseñanza infalible e irreformable. Ya sea que puedan cambiar o no las doctrinas centrales de la Iglesia, que haya o no una continuidad en los asuntos más fundamentales, es evidente que algunas posturas que parecen diseñadas para la permanencia resultan variables y, a menudo, esa variabilidad se vuelve evidente solo después de que la gente ha tenido un debate, ha estado en desacuerdo con las enseñanzas oficiales y ha visto lo que ocurrió después.

En segundo lugar, es convincente sostener que sobre todo en la era actual, en la cual los embates de la modernidad ya arrojaron una serie muy considerable de cambios en la Iglesia católica, es muy difícil para la Iglesia o el pontificado zanjar ciertos debates con autoridad sin realmente discutirlos. Es decir, aun si Juan Pablo II y Benedicto XVI estuvieron 100 por ciento en lo correcto en cada punto sobre lo que podía y no podía cambiar de la Iglesia, sobre qué enseñanzas eran magisteriales y cuáles estaban abiertas al debate, la magnitud del cambio que ya había ocurrido en la Iglesia hizo que su autoridad por sí sola pareciera una guía insuficiente. Más bien, tuvieron que volver al inicio y defender más la legitimidad de los criterios de la Iglesia con base en la razón y la revelación, no solo en la tradición, la autoridad y la infalibilidad.

Para que quede claro, creo que estos dos papas conservadores reconocieron esto, por lo que su estilo fue mucho más dialógico y conciliador que, digamos, el de sus predecesores del siglo XIX. En algunos frentes, creo que sus esfuerzos tuvieron un verdadero éxito. Por ejemplo, concuerdo con Michael Brendan Dougherty en que una parte del legado de Benedicto fue la sepultura de un cierto estilo de crítica bíblica antisupernaturalista de desacreditación que parecía estar encontrando una sólida aceptación en la Iglesia.

Pero en otros frentes, el regreso de la polémica en el pontificado del papa Francisco tiene que tomarse como prueba del tercer punto en el que ahora el catolicismo liberal parece convincente: en que sea cual sea el proceso que se requiera para volver a estabilizar el catolicismo, sean cuales sean las distinciones entre lo magisterial y lo meramente oficial que resulten de las controversias actuales, es poco probable que las decisiones de un solo papa resuelvan algo y este proceso tardará muchas décadas en concretarse.

c.2023 The New York Times Company