Energía nuclear, ¿una falsa solución para la transición energética de México?

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Recientemente han aparecido varias propuestas que presentan a la energía nuclear como una alternativa segura, eficiente, limpia y confiable para producir energía eléctrica barata y, sobre todo, para fortalecer el modelo de soberanía/seguridad energética del país. Opiniones presentadas recientemente, así como en algunos foros, aseguran que esta es una alternativa viable para México. Por el contrario, un análisis objetivo indica que la energía nuclear es una apuesta no sustentable que no sólo perpetúa la fantasía de que es posible y deseable sostener un sistema energético centralizado, basado en un crecimiento económico, material y energético infinito, sino que entorpece el camino hacia una transición energética justa, democrática, socio-ecológicamente sostenible y verdaderamente soberana, que pasa por reducir, redistribuir y repensar el sistema energético del país.

La apuesta que varios de estos expertos hacen por la energía nuclear se basa en asegurar que es una fuente de energía de alta densidad, asequible y constante que puede además ayudar a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero responsables de la crisis climática. En este sentido la energía nuclear se presenta como una alternativa a fuentes como la energía solar y eólica que producen electricidad de forma variable, no controlable y al ser difusas requieren de más espacio para ser capturadas. La energía nuclear es efectivamente la fuente de energía con mayor densidad, por lo que una central requiere de muy poco espacio, pero tiene la desventaja de ser poco flexible: los reactores no se pueden apagar y encender para responder a las variaciones de la demanda. Asimismo, mientras que los costos de operación disminuyen con el tiempo, el costo inicial de un reactor nuclear comercial típico implica inversiones de hasta 7 mil millones de dólares con una etapa de construcción que puede durar hasta más de 10 años.

También es cierto que el ciclo de vida de la infraestructura eólica y solar es de unos 20 años, mientras que una central nuclear es comúnmente de 50 años. Pero pensar en tales términos asume que la disponibilidad de la fuente nuclear siempre será constante, descontando el hecho de que el uranio —el combustible para generar esta energía— es un recurso finito. La tendencia natural es explotar primero los yacimientos con mayor ganancia económica, por lo que con el tiempo la producción se vuelve más cara y difícil. Aproximadamente el 92 % de la producción de uranio procede de tan sólo siete países (todos menos Canadá ubicados en Eurasia y Oceanía) y México tiene reservas extraíbles muy limitadas, apenas suficientes para abastecer la única central que tenemos. El pico de producción global se alcanzó en 1980 y desde 2015 la producción ha venido bajando rápidamente. Tanto es así que cumplir con los requerimientos mundiales para reactores nucleares ya existentes hasta 2040 consumiría aproximadamente el 87 % de las reservas extraibles de bajo costo estimadas en 2019. Esto sin mencionar que la cadena de producción de uranio, desde la minería al procesado, también depende del uso de combustibles fósiles.

Asimismo la energía nuclear sólo sirve para la generación de electricidad, sector que solamente representa el 21 % del total de la energía consumida en el país. Es decir, la energía nuclear no es una opción para otros sectores como el transporte y la industria (responsables del 70 % del consumo energético nacional). Asimismo, esta apuesta deja de lado una serie de factores sumamente relevantes. Primero, la energía nuclear es fuertemente dependiente del agua —las plantas de energía nuclear consumen entre 72 y 236 millones de litros diarios de agua para un reactor de 1 GW, similar al de Laguna Verde—, lo que es preocupante en un mundo con creciente escasez de agua asociada al incremento de la temperatura. Segundo, las plantas de energía nuclear son fuente de desechos radiactivos y a la fecha no existe un consenso sobre cómo y dónde almacenar estos residuos de forma segura a largo plazo. La proliferación de desechos radiactivos abre además la posibilidad de robos de este material por grupos criminales para ser utilizados en actos terroristas. Asimismo, las plantas nucleares albergan un largo historial de accidentes, desplazamientos y exposiciones desiguales a la radioactividad (afectando principalmente a poblaciones subalternas dentro de distintos países, es decir, pobres, racializadas, mujeres y/u otras minorías). Tercero, el alto riesgo sísmico, volcánico, geológico y meteorológico que caracteriza gran parte del territorio nacional, restringe fuertemente los sitios para ubicar una central nuclear. Cuarto, la construcción de nuevos reactores nucleares contribuiría a incrementar los conflictos socioecológicos que proliferan por el país, ya que históricamente han enfrentado una gran oposición social por los riesgos a las poblaciones y ecosistemas locales (los cuales registran más de 154 asesinatos a defensoras y defensores del territorio desde el 2017). Lo anterior también aplica a los pequeños reactores modulares que también demandarían agua y serían susceptibles a los mismos riesgos socio-ambientales. Finalmente, la energía nuclear va en contra del espíritu de una verdadera transición socioecológico democrática y necesaria para el país al reproducir la idea de un sistema eléctrico centralizado por un Estado capaz de absorber los grandes costos iniciales y operar en la complejidad técnica y de seguridad que conlleva, lo cual la hace una opción muy cara y poco democrática.

Por estas razones la energía nuclear no es ni debe considerarse como una alternativa viable para México y mucho menos una alternativa para revertir o mitigar el cambio climático o en su caso para garantizar una seguridad energética. Una verdadera transición energética justa, sostenible y soberana implica mucho más que un simple cambio tecnológico: implica un uso más parsimonioso de la energía, una descentralización y democratización basada en energías renovables a pequeña y mediana escala (y no sólo para producción de electricidad), pero sobre todo, un modelo que cuestione los privilegios, derroches y desigualdades energéticas, buscando reducir la pobreza energética —que afecta a casi el 40% de todos los hogares— a través de una redistribución de la energía mal utilizada en el transporte individualizado de personas, en el movimiento de mercancías y los procesos industriales enfocados a la exportación, redirigiendola hacia la construcción de economías locales que atiendan las necesidades básicas de la población.

* Omar Masera es investigador del instituto de investigaciones en ecosistemas y sustentabilidad de la UNAM. Luca Ferrari es investigador del Centro de Geociencias de la UNAM. Carlos Tornel es investigador sobre transición energética y cambio climático. Contacto: tornelc@gmail.com.