Elgin Baylor, adiós al hombre que no quiso ser Michael Jordan

BEVERLY HILLS, CA - MAY 20:  Eleven-Time NBA All-Star Basketball Hall Of Fame Inductee Elgin Baylor poses for a photo during a  Collection Media Preview,  at Julien's Auctions Gallery on May 20, 2013 in Beverly Hills, California.  (Photo by Joe Kohen/WireImage)
Photo by Joe Kohen/WireImage

¿Cuál sería el mejor jugador desconocido del mundo? Es una pregunta que se hace en muchos deportes. Una pregunta muy estadounidense, por otro lado, donde la fama es tan importante. La muerte de Elgin Baylor, estrella de los Lakers en sus etapas de Minneapolis y Los Angeles entre los 50, los 60 y los 70, destapa la respuesta. Si usted no conoce su nombre, si ha entrado en este artículo porque venía Michael Jordan en el titular, ya está claro: el mejor jugador desconocido del mundo era él y ahora tenemos que buscar al sucesor, que no será fácil.

De Elgin Baylor se dice que era "Michael Jordan antes de Michael Jordan". Eso es quedarse corto. Baylor era también Julius Erving antes de Julius Erving y Magic Johnson antes de Magic Johnson. Elgin Baylor llegó a una liga dominada por Bob Cousy y Bob Petit a finales de los 50 y revolucionó el juego por completo: saltos acrobáticos, contundencia en el rebote, excelente defensor, de los primeros que sacó ventaja de poder agarrar el balón con una mano y despistar al rival... Baylor estuvo en la élite durante quince años, sin duda y con mucho, el mejor alero de su generación, un tipo imparable, capaz de promediar casi 40 puntos y 20 rebotes mientras alternaba el baloncesto con el servicio militar.

De Baylor se recuerdan muchas hazañas -suyo sigue siendo el record de anotación en unas finales de la NBA- pero sobre todo se recuerdan sus fracasos: hasta ocho finales perdió a lo largo de su carrera. Siete contra los Celtics, una contra los New York Knicks. Casi todas junto a su compañero de penurias, Jerry West, el logo de la liga, el hombre que perdió también ocho finales pero al menos ganó la de 1972, el año de las 69 victorias de los Lakers, récord absoluto hasta que llegaron los Bulls de Jordan, Pippen y Rodman y ganaron 72 después de veinticuatro años. El año en el que Elgin Baylor, cojo ya de las dos piernas, decidió retirarse al poco de empezar la liga, dejándole fuera del reparto de anillos que hizo la NBA.

El palmarés y las hazañas individuales de Baylor hablan por sí mismas. A ver si ahora llegar a la final de la NBA ocho veces es de perdedores. Sin embargo, la importancia real de Elgin no estuvo sobre las pistas, que ya es decir. Las comparaciones con Michael Jordan acaban cuando hablamos del contexto y de la actitud en torno a la cuestión racial. Es imposible que Jordan no tuviera problemas creciendo en Carolina del Norte, pero los ochenta no eran los cincuenta en Estados Unidos. Un día, aún como "rookie", Baylor se plantó en Charleston, Virginia Occidental, a jugar una exhibición con sus Lakers con él de principal reclamo y le negaron una habitación de hotel. "Este es un lugar con reputación", dijo el encargado, sin siquiera mirarles ni a él ni a sus dos compañeros de color.

Toda la plantilla de los Lakers se tuvo que ir a otro hotel y al día siguiente Baylor no jugó el partido. Así le lincharan, él no iba a ponerse en calzoncillos para hacer disfrutar a esa gentuza. No hubo un "los racistas también compran zapatillas". Por no haber, no había ni zapatillas. Rosa Parks acababa de sentarse en la parte delantera de un autobús provocando un escándalo nacional. Cuando quedó claro que para la NBA los jugadores eran monos de feria, sobre todo los negros, que gracias tenían que dar por ganarse la vida dignamente, montó el motín de 1964 en el All Star de Boston, Massachussets, el lugar donde Bill Russell fue recibido con cierta hostilidad porque, en fin, no era blanco. El lugar donde Red Auerbach estaba inculcando una cultura del esfuerzo y el reconocimiento al margen de la raza encontrándose todo tipo de trabas en su camino.

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Y ahí, en 1964, Elgin Baylor y el propio Bill Russell deciden que no juegan el All Star. Son las dos grandes estrellas de la liga junto a Wilt Chamberlain y Oscar Robertson. Cuatro negros dominando lo que había sido durante décadas un deporte de blancos, el patio de juego de los Mikan, Cousy, Petit y compañía... No juegan si no hay un compromiso por parte de la liga por mejorar las condiciones de trabajo de los jugadores y la promesa de un fondo de jubilación digno para cuando acaben su carrera. Por entonces, la NBA es una liga menor, una liga que intenta abrirse camino entre el hockey, el fútbol americano, el béisbol, todos esos deportes ya instalados en el imaginario colectivo del aficionado estadounidense.

La NBC retransmite el partido para todo el país, lo cual de por sí es ya una excepción y avisa al presidente de la liga, Walter Kennedy, de que si les dejan tirados esta vez, no habrá más oportunidades. Kennedy cede. El partido se juega. Gana el equipo de Russell, como siempre, 111-107, pero en realidad ganan todos. Baylor no fue un activista a lo Lew Alcindor-Kareem Abdul Jabbar. Baylor no necesitó de grandes gestos para ganarse un respeto como ser humano y quizá por eso su nombre haya pasado tan desapercibido durante décadas en comparación con su importancia real en el juego. Baylor se la jugó dos veces como jamás se la habría jugado Jordan. Baylor no tenía nada que perder: no había contratos publicitarios, no había imagen que cuidar. Había un futuro y había que ganárselo en cada batalla del presente.

Y, luego, claro, lo que ya hemos dicho: Jordan ganó seis anillos de la NBA y a Baylor le hicieron la copia de uno casi por lástima y acabó subastándolo porque no se consideraba digno. Jordan es la gran historia de éxito de la NBA y Baylor es el nombre oculto, al menos fuera de Estados Unidos. Porque en Estados Unidos todo es distinto. En Estados Unidos, Baylor se hizo su nombre en su comunidad por defender sus derechos y se hizo su nombre en la pista metiéndoles 61 puntos y cogiéndoles 22 rebotes a los Celtics en el Boston Garden en aquella final de 1962 que nadie se explica aún cómo pudieron perder los Lakers. Un hombre maldito, hasta cierto punto, que acabó sus días como ejecutivo en una franquicia maldita: Los Angeles Clippers. Cosa seria, en cualquier caso. Una leyenda que no necesitó de banderas colgadas para demostrar que era el más grande.

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