El prisionero de guerra que recibió permiso para ver a su madre, y regresó por honor
¿Quién retornaría a un campo de prisioneros de guerra después de haber recobrado la libertad? Un tonto. Porque tras las alambradas y las torres de vigilancia, nada garantiza la vida el próximo día. O un hombre de honor, que respetó su promesa a un rey enemigo luego de haber cumplido con los deberes de un buen hijo.
El capitán Campbell se había enrolado en el ejército británico en 1903, a los 18 años (Surrey History Centre)
Los conflictos bélicos recientes nos han impregnado la rutina con imágenes del maltrato a los capturados. En Abu Ghraib, en la base de Guantánamo, en los parajes donde el Estado Islámico decapita a los “infieles”, los cautivos han sufrido la crueldad desenfrenada de sus captores. Sin embargo, un siglo atrás los contendientes en la Primera Guerra Mundial conservaban aún cierta mesura en el trato a los militares contrarios.
Esos desusados códigos, trazados oficialmente por las Convenciones de La Haya sobre las leyes de la guerra, explican la increíble historia del capitán Robert Campbell.
Militares británicos descansan antes de entrar en la batalla de Mons, en la cual fue capturado Campbell (Wikimedia Commons)
La palabra que convenció al rey
En el diario de campaña del Primer Batallón del Regimiento East Surrey, el 24 de agosto de 1914, aparece el nombre de Campbell al final de la descripción de la jornada. El día anterior había “amanecido brumoso y húmedo”, leemos en las páginas del documento. Al anochecer la unidad, que defendía una zona del canal Mons-Condé, cerca de la frontera entre Bélgica y Francia, se había replegado bajo el ataque de los alemanes. El combate dejó cinco oficiales y 134 soldados muertos, heridos o desaparecidos. Campbell se contaba en este último grupo.
En realidad el militar británico no se había perdido en la refriega. Herido gravemente, los germanos lo capturaron y, como era reglamentario, lo enviaron a un hospital en la retaguardia. Durante la llamada Gran Guerra las tropas del Imperio Alemán ofrecían a los heridos de la Entente un trato similar a sus propios militares. Los que se recuperaban eran recluidos en campos de prisioneros, mientras quienes no podrían ya reincorporarse a filas por las secuelas aguardaban en campos neutrales en los Países Bajos y Suiza, hasta que se concretase un canje.
Tras reponerse en un hospital de la ciudad de Colonia, Campbell fue enviado al campo de prisioneros de Magdeburgo, a unos 600 kilómetros de la línea del frente occidental. Allí sobrevivió discretamente durante dos años. Hasta que recibió una carta de Inglaterra con una noticia devastadora: su madre moría de cáncer.
Entonces Campbell irrumpió en la historia con un gesto que arroja un destello de luz en la carnicería sin sentido de la Primera Guerra Mundial. Aconsejado por el jefe del campo, el oficial británico escribió una carta al Káiser Guillermo II en la que solicitaba un permiso excepcional para hacer una última visita a su madre. No creía que el jefe de Estado de un país en guerra con el suyo dispusiera del tiempo o la voluntad para concederle esa gracia. Pero se equivocó.
Guillermo II le dispensó dos semanas de libertad a condición de que regresara a Magdeburgo. El rey confiaba en su palabra de oficial del ejército británico.
Campbell atravesó Alemania y los Países Bajos, cruzó el mar, viajó en tren y finalmente pudo sentarse junto al lecho de su madre moribunda el 7 de diciembre de 1916. Imaginemos el torbellino de felicidad y tristeza que envolvió durante una semana este hogar inglés. ¿Cómo reaccionaron la familia y los amigos al saber que Robert regresaría a la prisión? ¿Con incredulidad u orgullo porque uno de los suyos honraba su palabra? Nada ha trascendido de ese encuentro. Tampoco existen documentos del ejército británico sobre la inusual travesía de Campbell.
Y mientras el joven de 31 años consolaba a su madre, Berlín y sus aliados enviaban una propuesta de paz a las naciones de la Entente. La nota, publicada por The New York Times el 13 de diciembre, pedía el inicio de negociaciones para detener “una catástrofe que miles de años de civilización no pudieron prevenir y que lastima los más preciados logros de la humanidad.” Francia y Gran Bretaña respondieron: solo la derrota total de Alemania pondría fin a la conflagración.
En los campos de prisioneros de guerra en Alemania, los reclusos podían criar ganado y cultivar alimentos durante la primavera y el verano (Gottlieb Schäffer - Wikimedia Commons)
El capitán británico retornó a Magdeburgo como había prometido. Su madre murió en febrero de 1917. A lo largo de los meses siguientes trabajó en un túnel secreto para escapar del campo, lo cual consiguió, pero los alemanes lo detuvieron en la frontera con los Países Bajos. De vuelta a la prisión Campbell se resignó a esperar el desenlace de la contienda.
Paradójicamente, Londres no respondió con el mismo gesto de humanidad ante una petición similar enviada por Alemania. Los germanos solicitaban un permiso para que Peter Gastreich, recluido en la Isla de Man, visitase a su padre agonizante. “No podemos reconocer la liberación temporal, bajo palabra, del capitán Campbell como un precedente para tal concesión”, explica el Secretario del Departamento de Prisioneros de Guerra. “No habríamos aceptado esa petición (la de Campbell) si nos la hubiesen presentado”, concluye la respuesta.
Campbell se retiró del servicio activo en 1925, pero volvió a enlistarse en la Segunda Guerra Mundial, donde no participó directamente en los combates. Murió en 1966.