El hambre o la explotación sexual, la difícil elección de miles de mujeres norcoreanas

Los delirios nucleares de Kim Jong-un dejan poco espacio en las noticias a la tragedia íntima de millones de mujeres norcoreanas. En las empobrecidas regiones rurales del noreste, ellas deben elegir entre el hambre o una incierta huida a China, donde las aguardan trabajos precarios, la explotación sexual o el casamiento forzoso. Pero muchas veces esas alternativas son menos terribles que el retorno a casa.

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Miles de mujeres norcoreanas prefieren soportar la incertidumbre y los abusos en China que el hambre y la represión en su país (Roman Harak - Flickr)

Pyongyang ignora cuántas de sus ciudadanas han escapado por esta vía. Solo cuentan, si las autoridades chinas las deportan, en la lista de los campos de trabajo forzado. Beijing tampoco conoce las cifras exactas, aunque estas jóvenes vecinas ayudan a reducir el desbalance demográfico de remotas provincias. Ellas sobreviven en una tierra de nadie, a la sombra de dos regímenes comunistas.

Mujeres a la venta

Una mujer de 25 años, 10.000 dólares. Una en la treintena por la mitad de ese monto. Los precios en el mercado de esposas norcoreanas se han disparado desde el ascenso al poder de Kim Jong-un, quien endureció la vigilancia en la frontera con China. La válvula de escape que permitió a miles norcoreanos salvarse de la hambruna, ahora prácticamente se ha cerrado.

No obstante, el tráfico continúa a través del río Tumen. Porque la demanda a ambos lados de la frontera no cesa.

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El desolado paisaje del río Tumen en invierno ofrece una imagen perfecta del destino áspero de las mujeres norcoreanas empujadas a cruzar la frontera (Farm - Wikimedia Commons)

En las aldeas chinas abandonadas por las jóvenes que buscan una vida mejor en las grandes ciudades, comprar una mujer norcoreana emerge como la única solución para miles de campesinos. Los viejos, los viudos con hijos, los inválidos, los borrachos, los jugadores compulsivos… aquellos que quizás nunca conseguirán una esposa local, abundan entre los clientes. Ellos invierten en la fertilidad y la mano de obra, como si adquiriesen una esclava. Hay excepciones. Muy pocas.

Para las norcoreanas se trata de una transacción dolorosa, pero necesaria si quieren ayudar a sus familias o aspirar a un futuro. No luminoso, no extraordinario. Un futuro, simplemente, que en Corea del Norte ya es demasiado anhelar.

En el mejor de los casos trabajan como domésticas, expuestas eventualmente a la violencia sexual y el chantaje, que soportan en silencio. La denuncia de un cliente insatisfecho significa la deportación. En el peor, caen en las redes de explotación sexual desplegadas en centros nocturnos, prostíbulos y sitios en Internet. En muchos casos son engañadas por los traficantes, que les prometen un empleo decente, o las drogan.

Un número creciente realiza trabajo sexual en línea. En la penumbra de las casas donde se ocultan, posan para clientes virtuales que pagan por verlas desnudas o les exigen prácticas sexuales degradantes. Hombres sudcoreanos, chinos, estadounidenses… de cualquier latitud. La tragedia de las mujeres norcoreanas causa un torcido placer. Cierto, las webcams las protegen de la violencia física, pero no de las consecuencias psicológicas de transformarse en un objeto sexual.

Si obtienen suficiente dinero pueden proseguir su huida. Una de las rutas del éxodo atraviesa China, pasa por Laos y concluye en Tailandia. No hay garantías de que alcancen su destino más deseado: Corea del Sur o Estados Unidos.

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Las norcoreanas deben ingeniar medios para navegar la perpetua escasez y garantizar la subsistencia de sus familias (Roman Harak - Flickrs)

Las “ventajas” de ser mujer

Tres de cada cuatro inmigrantes norcoreanos en China son mujeres. Cuando las hambrunas de los años 90 diezmaron a la población de Corea del Norte, decenas de miles cruzaron la frontera para cumplir con el papel asignado por la sociedad: cuidar de sus familias. Una paradoja que marca sus vidas.

A las norcoreanas les resulta más fácil insertarse en el mercado de trabajo chino que a sus compatriotas hombres. El empleo como domésticas o el matrimonio propicia una vida al abrigo del escrutinio de las autoridades, que también se hacen de la vista gorda por interés económico o por empatía.

¡Qué importa soportar humillaciones y abusos sexuales si a cambio pueden enviar dinero a sus familias en Corea del Norte! ¿Acaso no es mejor aguantar maltratos en China que la reclusión en un campo de trabajo forzado? La ley de Pyongyang castiga con dureza a los desertores, “traidores del país y el pueblo”. Las condenas incluyen la pena de muerte.

La próxima vez que leamos una noticia sobre los ensayos nucleares norcoreanos u otra bravuconada de Kim Jong-un, intentemos una reflexión diferente. Demoremos por unos minutos el análisis político. Evitemos las condenas habituales, que de tan repetidas pierden fuerza.

Pensemos, en cambio, en el destino trágico de miles de norcoreanas, que están pagando por el mero hecho de no ser hombres y haber nacido en el país equivocado. Y preguntémonos por qué Occidente, tan presto a actuar en otras latitudes, ha aceptado la perpetuación de ese régimen comunista. Quizás porque Corea del Norte es una tierra yerma, o porque nadie quiere irritar a Beijing, o porque la vida de esas mujeres vale nada en el mercado de la política internacional.