El día que el virus sopló en mi oreja por un contagio en el kínder de mi hijo
Por Yetlaneci Alcaraz
BERLÍN, ALEMANIA.- En nueve meses de pandemia que ya llevamos oficialmente en Alemania, la primera y única vez -hasta el momento- que sentí el soplo invisible del virus detrás de mi oreja fue hace un par de semanas cuando me informaron que Lara, una niña del grupo del jardín de niños de mi hijo había dado positivo al coronavirus junto con su mamá.
Mi presión sanguínea aumentó cuando además supe que Anna, la mejor amiga de Lara, había convivido con ésta en su casa los días posteriores a su presunto contagio. El motivo: Anna había venido a nuestra casa toda una tarde a jugar y comer galletas.
Así que en cuestión de segundos me sentí totalmente vulnerable porque el ataque viral podía llegar por dos frentes distintos: por Lara, quien -naturalmente sin saberlo- ya contagiada había convivido algunos días con mi hijo en el kínder y por Lara, cuya cercanía con Anna la convertía ante mis ojos en transmisora del virus, y quien también un solo día antes habría reído y gritado junto con nosotros en nuestra casa.
Fue un lunes por la mañana, justo después de haber dejado a mi hijo en el kínder, cuando rumbo al supermercado me sorprendió la noticia de que la mamá de Lara había dado positivo. Como aún no se contaba con el resultado del test de la niña, la dirección de la Kita (como se le dije al jardín de niños en Berlin) decidió informar solo a la familia de dos niños del grupo sobre la situación porque ellos eran los únicos que fuera de la escuela habían tenido contacto directo con la mamá de Lara. Pero la noticia se supo en todo el grupo.
De pronto me vi en medio de la calle sin saber si correr de inmediato a recoger a mi hijo y ‘ponerlo a salvo’ (sin considerar que si había habido un contagio, éste ya habría sucedido desde día antes y no en ese momento), ir a buscar un doctor donde hacerle un test para descartar un contagio o terminar de llegar al supermercado y llenar mi despensa ante la posibilidad de estar contagiados y tener que hacer una cuarentena.
El insistente sonido de mi celular -que se volvía loco con los mensajes que entraban al chat de WhatsApp de los padres de familia del grupo de mi niño nerviosos y alarmados, preguntando y al mismo tiempo haciendo mil recomendaciones sobre lo que habría que hacer en este caso- no me ayudaba a poner orden en mi cabeza en esos momentos.
La calma privó en mí y decidí hacer las compras suficientes y esperar a la confirmación o no del contigo de Lara. La noticia llegó ese lunes muy avanzada la noche al chat de WhatsApp del grupo de padres de familia: Desgraciadamente Lara también era positiva.
El martes, desde muy temprano, el celular volvió a alterar mis nervios porque ahí estaban los papás que desde antes de las 7 de la mañana ya habían logrado una cita para un test. Y ahí estaban también los otros que no podían contactar a sus doctores y que pedían consejos a los primeros sobre dónde ir y cómo lograr la bendita prueba.
Sin entrar en pánico y sobre todo tranquila porque en casa no presentábamos ningún tipo de síntoma intenté llamar a la pediatra de mi niño para solicitar le hiciera la prueba del covid. Fue en vano. Nunca contestó mi llamada. Me di cuenta entonces de lo grave que era esta segunda ola en la que vivimos desde hace un poco mas un mes pues no hubo forma de comunicarme con ningún consultorio médico para solicitar un test. Todos los números que marcaba o no contestaban o me canalizaban de inmediato a una contestadora.
Enojada, resignada y un tanto frustrada me senté a desayunar junto con mi hijo, a quien desde ese día ya no llevé al kínder en espera, cuando menos, de que la Kita -una vez confirmado el caso positivo de Lara- pudiera presionar a las autoridades para que a todo el grupo de niños se les aplicara un test. El chat de papás, mientras tanto, seguía en efervescencia.
Fue entonces cuando recibí la llamada de la pediatra reportándose. Gracias a mi insistencia y presión aceptó realizar el test. Estaban saturados y no era posible, me había dicho al principio. Ya de vuelta en casa recibí la llamada de la autoridad local sanitaria de Berlin en la que me notificaban que oficialmente mi hijo entraba en cuarentena al haber tenido contacto directo con un caso positivo. La cuarentena significaba -me explicaron- no poner un solo pie fuera de nuestro apartamento a menos que alguno de nosotros presentara síntomas. En ese caso habría que acudir a un hospital. Habría seguimiento y consecuencias en caso de no cumplirla a cabalidad, advirtieron. Pero reconocieron también, ante mi pregunta, que la situación está como nunca antes y que ninguna linea telefónica ni de autoridades ni de médicos privados se da abasto ante la permanente demanda de la población por descartar contagio. Por eso es que a los niños del grupo de mi hijo ni ellos podrían ofrecerles la posibilidad de una prueba.
Al colgar el teléfono, por extraño que suene, sentí alivio. Las 24 horas previas habían sido de mucha tensión y preocupación: ver el virus y la posibilidad de contagio tan cerca; buscar entonces a toda costa un soporte -a través de la prueba- que me diera certidumbre para confirmar o descartar el contagio. Ahora quedaba solo esperar el resultado de la prueba de mi hijo, vigilar que no aparecieran síntomas y, aunque suene raro, había la certeza de que estábamos bajo vigilancia oficial y si algo nos pasaba recibiríamos ayuda.
La cuarentena transcurrió en orden. El grupo de mi hijo en la Kita fue cerrado durante ese tiempo y, por fortuna, ningún otro niño -incluido el mío- ni padre de familia, ni maestras dieron positivo al test. Mis días se volvieron más caóticos de lo que ya de por sí son porque tener en casa a un niño de cuatro años encerrado todo el día no es fácil. Más aún cuando se está en medio de un proyecto profesional muy importante y se tienen que realizar juntas virtuales, llamadas telefónicas y lecturas con un niño inquiero al lado de uno.
Pero sin duda, no fui ni soy la única. La semana pasada la Sociedad Alemana de Profesores dio a conocer una cifra reveladora que nos deja ver lo grave de la emergencia: en septiembre hubo en Alemania alrededor de 50,000 estudiantes en cuarentena; en este noviembre son 300,000 y al rededor de 30,000 mil profesores.
Se dice que somos ejemplo en Europa para la gestión del coronavirus, pero en realidad hay países que lo han hecho mucho mejor, como Grecia.
La realidad es que caminamos sobre suelo minado. Y nadie sabe en qué momento nos tocará pisar la granada que nos lanzará directo al encierro casero. Y cuando es así, cuando menos hay alguien que lo disfruta. Mi hijo al menos, en nuestro caso.
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