¿Con qué cara este es el país que regaña al mundo? Así enterró EEUU su imagen como policía de la democracia

WASHINGTON, DC - JANUARY 06: Protesters enter the U.S. Capitol Building on January 06, 2021 in Washington, DC. Congress held a joint session today to ratify President-elect Joe Biden's 306-232 Electoral College win over President Donald Trump. A group of Republican senators said they would reject the Electoral College votes of several states unless Congress appointed a commission to audit the election results. (Photo by Win McNamee/Getty Images)
Foto: Win McNamee/Getty Images

El ataque al Capitolio en Washington DC, sede del Congreso de Estados Unidos, constituye un perturbador atentado contra la democracia y la institucionalidad republicana del país, un ominoso signo de la extrema polarización social y del auge de la desinformación y los intereses espurios preconizados por el propio presidente Donald Trump.

Este 6 de enero de 2021, seguidores de Trump, convocados y azuzados por él, irrumpieron ilegal y violentamente en la sede del Congreso, interrumpieron la sesión de certificación de la elección del pasado 3 de noviembre, ganada legítimamente por Joe Biden, y al hacerlo protagonizaron una acción inquietante e inconstitucional, que incluso ha sido catalogada como sedición y un intento de golpe, que lacera como nunca había sucedido en Estados Unidos el tejido democrático del país.

Azuzados por Trump, una muchedumbre de sus seguidores sitió el Capitolio en Washington DC y muchos de ellos irrumpieron violentamente en el recinto legislativo el 6 de enero de 2021, interrumpiendo con su golpe la sesión de certificación del triunfo electoral de Joe Biden. (Getty Images)
Azuzados por Trump, una muchedumbre de sus seguidores sitió el Capitolio en Washington DC y muchos de ellos irrumpieron violentamente en el recinto legislativo el 6 de enero de 2021, interrumpiendo con su golpe la sesión de certificación del triunfo electoral de Joe Biden. (Getty Images)

Estados Unidos se ha enorgullecido y ufanado de su larga historia de transición pacífica y democrática del poder. Si bien se han dado crisis y problemas internos en el pasado, y ha protagonizado ominosas intervenciones en otros países, nunca había sucedido, posiblemente con la excepción de la ruptura de la unión que dio paso a la Guerra Civil en la década de 1860, un ataque directo a la institucionalidad republicana como ha sido la irrupción violenta de seguidores de Trump en el Capitolio este 6 de enero.

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Tampoco, como ahora, se habría dado en la historia reciente de Estados Unidos una percepción de desconfianza y ardor como el que se da en muchos simpatizantes trumpistas, al grado de que ello los arroje, catalizados por el propio Trump, a tratar de subvertir violentamente el proceso constitucional y democrático de la certificación de la pasada elección.

Y no se trataron de meras manifestaciones de un desasosiego social, que si son pacíficas y fundadas resultan legítimas. En ese caso se trató de un asalto injustificado, intolerable y vandálico en el que, además, cuatro personas fallecieron durante el incidente, tres presuntas bombas fueron halladas y desmanteladas en las cercanías del Capitolio y la ciudad de Washington fue puesta bajo toque de queda.

Por añadidura, es también notorio que todo ello haya sido provocado por el pantano de mentiras, demonizaciones y fantasías propagado por el propio Trump, que ha calificado falsamente a la pasada elección de fraudulenta (incluso desde antes que sucediera) con el claro propósito de lograr un beneficio político personal para tratar de evitar ser desplazado del poder.

El aún presidente ha además sacado provecho económico de esa tensión y ha aprovechado la indignación de sus seguidores ante un fraude inexistente para recaudar de ellos millones de dólares, de los que podría no rendir muchas cuentas y podría utilizar para apuntalar sus actividades políticas futuras. Todo ello, nuevamente, alimentando la mentira del robo de la elección y enardeciendo con ella a sus seguidores.

No se trata, hay que recalcar, de una indignación legítima fundada en un fraude antidemocrático, como Trump y su entorno han hecho creer, sino la manipulación de la desesperación y la confrontación con base en mentiras. Son las acciones mismas de Trump y las de sus seguidores que asaltaron el Capitolio lo que constituye un atentado contra la democracia.

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Si a eso se suma que, para no afectar sus opciones de reelección, Trump consciente y constantemente minimizó la pandemia de covid-19, politizó las medidas de mitigación necesarias para frenarla y con ello contribuyó a su mayor propagación, y al aumento del terrible saldo de vidas que la enfermedad se ha cobrado, es patente que el aún presidente es una amenaza para la estabilidad y el bienestar de la nación.

Seguidores de Donald Trump chocan con policías en las escaleras del Capitolio en  Washington DC. (AP Photo/Julio Cortez)
Seguidores de Donald Trump chocan con policías en las escaleras del Capitolio en Washington DC. (AP Photo/Julio Cortez)

Algo que ya era evidente desde que fue sometido a finales de 2019 y principios de 2020 a un proceso de destitución, que no prosperó gracias al apoyo que tuvo de la mayoría republicana en el Senado, que entonces lo apoyó decididamente pero que hoy, salvo una minoría, se ha desmarcado de su noción de fraude electoral y desconocimiento de la legítima victoria de Biden.

Si Trump planeó o toleró este grave incidente en el Capitolio en aras de enviar una señal del poder que tiene sobre las masas de sus seguidores radicales, en una suerte de advertencia a sus opositores y a quienes dentro del Partido Republicano han optado por desmarcarse de él, o si simplemente todo se desbordó a causa de su negligencia, su narcisismo y su intoxicación en teorías conspirativas, al final ello ha conducido a una situación intolerable y especialmente peligrosa.

Al azuzar primero y luego al justificar el asalto al Capitolio, Trump actúo claramente en contra de la democracia y las instituciones del país y aunque al final pidió a sus seguidores que se retiraran del Capitolio nunca condenó sus acciones. Por el contrario, el presidente las exaltó y buscó presentar, falsamente, como reacciones válidas ante un fraude electoral inexistente. Todo ello es impropio de su investidura y contrario a los valores republicanos.

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Trump perdió clara y legalmente la elección del 3 de noviembre de 2020 y en decenas de demandas y otras acciones que su campaña interpuso no se mostraron pruebas de la existencia de fraude. En cambio, teorías conspirativas, falsedades y rencores consumieron al presidente e intoxicaron, aún más, a sus seguidores radicales.

Todo ello al grado de que, se afirma, Trump abandonó la labor de gobernar y se ha dedicado los últimos dos meses al torcido afán de tratar de revertir su derrota electoral, sea por la desazón que sufre su ego o para tratar de cubrirse de posibles rendiciones de cuentas futuras. En cambio, la atención de la terrible epidemia de covid-19 que arrecia en el país y otros graves problemas no han sido, por lo que se ha constatado, del interés de Trump.

Y se ha aludido que es tiempo de invocar la Enmienda 25 de la Constitución para que el vicepresidente Mike Pence y la mayoría del gabinete declaren que Trump está incapacitado para ejercer la presidencia y sea retirado del cargo, ante la posibilidad de que el todavía mandatario se encuentre ya desencajado de la realidad y obnubilado en sus fantasías o, peor aún, que esté conscientemente determinado a llevarse por delante tanto como pueda en sus últimos días en la Casa Blanca.

La interrogante de qué puede hacer un Trump amenazante o desequilibrado, empecinado en no reconocer su derrota y en dejar un incendio a su paso de aquí al 20 de enero es punzante y ha dado pie a que se mencione la invocación de la Enmienda 25.

No es claro si eso sucederá, pero sí lo es que Estados Unidos debe mantenerse firme en el sentido de la democracia y las instituciones republicanas, con un claro deslinde y condena de quienes la atacan y amenazan.

Seguidores de Trump al irrumpir violentamente dentro del Capitolio en Washington DC. (Photo by Mostafa Bassim/Anadolu Agency via Getty Images)
Seguidores de Trump al irrumpir violentamente dentro del Capitolio en Washington DC. (Photo by Mostafa Bassim/Anadolu Agency via Getty Images)

La lealtad, por convicción o conveniencia, que el entorno republicano ha tenido hacia Trump, de suyo cuestionable ante las graves falencias, incompetencias y desmanes del presidente, le permitió a él persistir hasta llegar al extremo actual. Pero al parecer ello también se ha roto, pues muy amplios sectores del Partido Republicano le han dado ya la espalda a Trump y sus muchedumbres. Se le critica que su obstinación en clamar un falso fraude le costó a los republicanos el control del Senado en la reciente elección en Georgia y el presente ataque al Capitolio ha decantado la oposición de muchos que antes estuvieron de su lado.

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Si con su llamado a marchar hacia el Capitolio Trump pretendió mostrar la fuerza que, vía las masas de la derecha radical, él tiene sobre ese partido, ello hasta ahora le ha resultado un fiasco. Y ha dejado claro, como ya se anticipó desde 2017 tras los sucesos de Charlottesville, que Trump apoya y se apoya en grupos proclives al odio y la violencia, como puede constatarse en las banderas que hondearon muchos de los asaltantes al Capitolio: insignias confederadas, supremacistas y neofacistas se mezclaban con banderas trumpistas.

Hoy como nunca antes, salvo su entorno más cercano y sus seguidores más empedernidos, estadounidenses tanto demócratas como republicanos e independientes han repudiado el asalto al Capitolio y la conducta de Trump.

Tras el ataque al Capitolio, Trump quedó definitivamente colocado del lado del autoritarismo antidemocrático, del sectarismo violento y del abuso del poder en beneficio de intereses espurios.

Para salir de este oscuro pasaje, Estados Unidos deberá no solo lograr una transición pacífica del poder y dar paso a la legítima presidencia de Biden, sino también emprender un proceso de reconciliación política y social, en paralelo a la atención de los graves rezagos económicos que agobian, con la pandemia como un enorme peso añadido, a millones de estadounidenses.

Será necesario, para que el asalto al Capitolio sea el final de una era de confrontaciones y no el principio de una de mayor desestabilización, que los actores políticos colaboren en beneficio general y se deje claro que las mentiras, teorías conspirativas y violencias no tienen sitio y deben ser despejadas. Que los atrincheramientos políticos e ideológicos, más el afán de beneficio personal a costa del bien público, que se han visto durante el gobierno de Trump sean desmantelados y se logre un trabajo bipartidista, abierto y comprometido con el interés de la población, golpeada rudamente por la enfermedad y la crisis económica.

La era Trump terminará el 20 de enero con el cambio constitucional al gobierno de Biden, pero el ominoso caudal de ofensas, abusos y distorsiones de los pasados cuatro años debe terminar también. La gran interrogante es si el ataque al Capitolio logrará que las facciones estadounidenses entren en razón y corrijan prontamente el rumbo con base en las instituciones, la colaboración y normas democráticas o si ello será un proceso más arduo, lento y de incierto resultado.

La respuesta a ello marcará sin duda el presente y el futuro inmediato de Estados Unidos.

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