Desde que me deshice de todo lo que tenía he sido muy feliz

A mi madre le encantaba ir de compras. Deberías haber visto nuestro árbol de Navidad, siempre había un millón de preciosos regalos esparcidos por el suelo con notas de Santa Claus y calcetines navideños tan llenos que era imposible colgarlos de la chimenea. Las compras de la vuelta al cole también se convertían en un divertido juego donde cada quien salía con regalos. Además, mi hermana y yo recibíamos obsequios en cada celebración: golosinas en San Valentín, cestas en Pascua y disfraces en Halloween. Y cuando íbamos a las tiendas de segunda mano salíamos con bolsas de basura repletas de artículos vintage.

Al colmarnos de regalos, su compulsión se convirtió en una extensión de sus emociones. Por eso tenía, y aún sigue teniendo, sentimientos esparcidos por todas partes.

Cada rincón atesora una parte de su historia. Mis zapatitos de bebé viven al lado de la tostadora. Han pasado 20 años desde mi graduación del instituto y los títulos de honor siguen colgados orgullosamente en la nevera, que ya está un poco vieja y manchada. Al pensar en esas cosas no puedo evitar sonreír. Eso sí es amor. Mi madre no quiere dejar atrás las cosas que una vez tuvieron un significado especial para ella. Ama tanto sus posesiones que estas aumentan sin parar.

Dado que soy hija de mi madre, me sentía a gusto en el desorden. Lo veía como algo normal. La estrecha vida urbana también reforzaba esa sensación. De hecho, el pequeño apartamento-estudio que compartía con mi novio en Bushwick, Brooklyn, estaba repleto de cosas. Las paredes estaban llenas de ganchos y percheros que, a su vez, tenían colgadas prendas que nadie jamás usaba. Las cajas de zapatos amontonadas eran como rascacielos que se elevaban casi hasta el techo. Las joyas estaban desparramadas en cofres y en cajas de discos de vinilo. Los equipos de música, las pelucas y cada ensayo que escribí desde el instituto se apilaban unos sobre otros. Había arte por todas partes.

Sin embargo, después de 13 años viviendo en Nueva York, comenzamos a pensar en la posibilidad de irnos lejos, viajar por el mundo y comenzar de nuevo, lo cual me motivó a deshacerme de todas las cosas. Recoger todas esas experiencias fue más interesante que coleccionar objetos tangibles.

Mi novio y yo decidimos mudarnos a Centroamérica. Por tanto, dejé mi trabajo y empecé a vender mis posesiones. Durante tres semanas, cada dos días, estuve llevando bolsas de ropa a tiendas de compra-venta, publiqué anuncios en Craigslist, envié mensajes a través de Internet e hice una venta virtual en Instagram y Facebook. Vendí todo, cosas grandes y pequeñas, mi vieja papelera por 10 dólares, toda mi colección de discos por 500 dólares, un montón de ropa, billetes viejos por 30 dólares y una caja de botellas de vino vacías por 12 dólares.

Mientras tiraba todo por la borda, de vez en cuando bebía un trago de tequila para lidiar con las emociones que brotaban de mí.

Los artículos que no pude vender se los regalé a amigos y vecinos, otros los doné a un centro de caridad. Seguí deshaciéndome de todo hasta que lo único que me quedó fueron dos maletas. Todo lo que teníamos cabía en un Kia Amanti. En total, ganamos unos 7.000 dólares con la venta de nuestras posesiones, antes de partir para Nicaragua.

Cuando llegué di un paseo en bicicleta por la playa mientras buscaba a los monos aulladores. Contemplé la luna llena y de color rojo en medio del océano a medianoche. Todo era mágico y fascinante, el simple hecho de pensar en volver a tener tantas cosas me causaba pavor.

Pensar en tener tantas cosas me causaba pavor.

Excepto algún que otro objeto, prácticamente no echaba de menos nada. De hecho, quería deshacerme de más cosas. Mi maleta estaba llena de bikinis, pues hay algunos hábitos que tardan más en desaparecer. Me tuve que sentar encima de ella para poder cerrarla. Teníamos todo lo que necesitábamos y nos sentíamos agradecidos por ello: nos teníamos el uno al otro, frutas y verduras frescas y un techo sobre nuestras cabezas. Nos tentaba la idea de quedarnos para siempre, por lo que nos comenzamos a preparar para ello.

Sin embargo, esa sensación de seguridad se fue transformando poco a poco en preocupación a medida que el plan del gobierno para construir un canal de 278 kilómetros a través del Gran Lago de Nicaragua disgustaba cada vez más a los lugareños. Después de siete meses regresamos a nuestra tierra natal para seguir con nuestra vida. Me sentía feliz por no tener cosas aguardándonos. De hecho, eso nos permitió viajar por Estados Unidos con mayor facilidad durante los tres meses siguientes. Encontramos un apartamento amueblado en Cayo Siesta (Florida), y allí vivimos durante un tiempo antes de regresar a Oregón.

Cuando llegó el momento de asentarse, me abrumaba la idea de tener que comprar objetos nuevos. Necesitábamos un lugar donde vivir y un sitio para dormir. Pero eso implicaba que tendríamos que comprar cosas para equipar la casa: ollas, sartenes, platos, un sofá, una cama y una mesa. Y como mi armario estaba lleno de ropa de playa, que no era la más adecuada para el clima del noroeste del Pacífico, compré unas botas, un par de pantalones vaqueros y unos suéteres para mantenerme abrigada.

Desde entonces, he pasado casi un año en el nuevo apartamento y todavía las paredes están vacías. Nos gusta así. Siempre mantengo todo en orden y compro de una manera muy diferente a como lo hacía antes de salir de Nueva York. Me gusta mucho el minimalismo. También he encontrado un nuevo equilibrio: poseo las cosas, estas ya no me poseen.

Y volvería a hacer todo de nuevo. De hecho, la próxima vez que quiera abandonar el barco y explorar un continente nuevo, ya sabré cómo hacerlo rápidamente. Ahora me alegra cambiar objetos por nuevas aventuras.

Cosmopolitan