El desastre de la política fiscal


Entender exclusivamente que las finanzas públicas son solo impuestos para entregarle dinero a los gobiernos ha sido un error histórico en nuestro país. Este error ha persistido a lo largo del tiempo y se ha asentado en la opinión pública la idea del impuesto como centro para la operación gubernamental.
La clase política, antaño como ahora, funciona dentro de la dinámica que trata de obtener la mayor cantidad de recursos de los ciudadanos en la formalidad, sin retribuirles lo mínimo indispensable en términos de seguridad, salud y educación. Conforme pasan los años solo observamos cómo la inseguridad crece al tiempo que los servicios educativos y de salud se deterioran de manera significativa.

Lo anterior nos ha llevado a la preocupante realidad de un gasto público creciente e ineficiente, la interminable escalada de programas sociales, el decaimiento de la infraestructura al tiempo que crece la deuda, y solo el 40 por ciento de la economía contribuye con impuestos.

Los cambios fiscales han sido impulsados únicamente cuando los gobiernos se ven apretados de recursos omitiendo que, por una parte, existe el lado presupuestal, en donde se pueden lograr importantes ahorros y, por la otra, que existe una cantidad considerable de agentes económicos que no aportan a las finanzas públicas, pero que, por su cantidad, no se le exige a cambio de su voto.

ECONOMÍA INFORMAL

Un ejemplo son los estados del sur del país, donde el 80 por ciento de la economía está en la informalidad cuando precisamente esta zona es la que más recibe del gasto de gobierno. Al final las finanzas públicas son un tema político, en ellas juegan los partidos políticos, la agenda electoral y los equilibrios de fuerzas políticas más que el balance contable o el impacto de sus medidas en la economía real.

Esto explica el porqué tenemos a la mayor parte de la economía en la informalidad, una reducida comunidad de contribuyentes cautivos en los que reposa toda la operación del Estado y un gasto público que invierte cada vez menos en infraestructura y cada vez más en programas sociales. En este contexto podemos deducir que la política fiscal sugiere solo ingresar recursos de parte de unos cuantos, con un gasto público orientado a los intereses político–electorales y una deuda cada vez más abultada.

La caída en la producción de petróleo nos ha llevado de 3 millones de barriles diarios a 1.6 en menos de 20 años, lo que ha provocado que los últimos gobiernos busquen ingresos por dónde puedan, siempre dejando intocable a la informalidad. Lo anterior se ha hecho más evidente con la desmedida carrera por crear programas sociales, en donde los nuevos gobiernos se encargan de aumentar los gastos sociales del anterior sin que ello se haya traducido en un incremento real en el nivel de vida de las personas.

FINANZAS DESHIDRATADAS

Así, hemos alcanzado un país cuya economía se viene deshidratando bajo la constante lucha entre el Estado y una parte del sector privado que busca una tajada del presupuesto, desplazando a millones de empresarios que solo quieren tener paz para generar empleos y una clase media cada vez más agobiada por tener que soportar financieramente al Estado.

Las claras deficiencias que los países han mostrado en sus sistemas de salud como consecuencia del covid-19 de nueva cuenta han abierto la puerta para el debate con relación a cómo dotar de más dinero a los gobiernos. Entre tanto, las clases medias observan de manera preocupante cómo los políticos siguen apuntando hacia ellas para sostener un gasto público improductivo mientras se invierte poco para generar dinero fresco por la vía del crecimiento.

Tenemos sistemas fiscales con grandes empresas que pagan menos de lo que deben, clases bajas impedidas de contribuir y profesionistas y pequeñas empresas sosteniendo a sus gobiernos cada vez más distraídos en temas que nada tienen que ver con su responsabilidad primaria como la seguridad, educación y salud. El caso de México no es ajeno a esta realidad.

DINERO PÚBLICO

No obstante, hay que entender que el dinero público no es de los gobernantes, sino de los contribuyentes. En este gobierno hemos pasado de 10 billones de pesos de deuda en 2018 a más de 13.5 con 1 billón solicitado para el siguiente año. Es recomendable que el gobierno comience a adoptar un mejor manejo de la deuda pública para disminuir el ritmo de su crecimiento y que este, en su caso, sirva para detonar el desarrollo.

Hoy día nos encontramos con intereses de la deuda que suman el 16 por ciento del presupuesto cuando en el resto de los países de la OCDE es del 4 por ciento. Con un sistema fiscal plagado de intereses político–electorales, en el que no se le pide lo mismo a toda la población en términos de recaudación, y una deuda en aumento ningún gobierno podrá hacerles frente a los desafíos que se nos irán presentando en los siguientes años. N
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Carlos Alberto Martínez Castillo es doctor en Desarrollo Económico, Derecho y Filosofía y profesor en la UP e Ibero. Ha colaborado en el Banco de México, Washington, Secretaría de Hacienda y Presidencia de la República. Correo: drcamartínez@hotmail.com Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.

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