Tragedia de los Andes. Las crónicas más angustiantes de la época y la devastadora confesión que se filtró a la prensa
El mundo sabía del accidente. Pero los sobrevivientes aportaron los detalles escalofriantes más tarde. La niebla espesa cubría todo el 13 de octubre de 1972, hace exactamente 50 años. Roberto Canessa, que por entonces tenía 20 años y estaba en tercer año de la carrera de medicina, contó lo que pasó apenas llegó a Santiago de Chile: “Volábamos a ciegas. De pronto miré por la ventana y vi unos picachos a pocos metros. Me dije: ‘acá vamos a chocar’. Sentí el golpe y esperé morir…”.
Todos saben de qué se habla cuando se menciona el “milagro de los Andes”. Releer las páginas de los diarios de la época permite recuperar situaciones olvidadas. Cada párrafo resulta estremecedor. El Fairchild 571 F227, alquilado por la Fuerza Aérea uruguaya, había partido desde Montevideo y se dirigía a Santiago luego de una escala en Mendoza. Se estrelló en la Cordillera con 45 pasajeros a bordo. La mayoría eran integrantes del equipo de rugby Old Christian, que iban a jugar una serie de tests tras consagrarse subcampeones en el torneo en su país. El relato es trágico: murieron 29 personas. Pero también es mágico, porque otras 16 sobrevivieron. Durante 72 días, resistieron en las condiciones más extremas que puede soportar un ser humano, a 3500 metros sobre el nivel del mar. Y escribieron una de las historias de supervivencia más impactantes que se recuerden.
Un suceso que puede ser visto desde dos ángulos. Ninguno será más crudo que el relataron desde la soledad y el sufrimiento los que lograron vivir. Aunque también se pueden recoger los registros desesperantes de la búsqueda impotente en la inmensidad de las montañas.
Búsqueda desesperante
El primer día fue el del trabajo más intenso: “Un minucioso rastreo aéreo abarcó una zona cordillerana de 300 kilómetros, que va desde Los Andes hasta Curicó, donde se presume que el aparato pudo haberse estrellado tras agotar su combustible sin informar a ninguna base”, decían los reportes.
Por el lado chileno, intervinieron hasta ocho aviones DC-6 y C-47, además de helicópteros militares. Se sumaron aparatos civiles del Club Aéreo. También patrullas integradas por tierra: carabineros de Curicó, andinistas civiles del Club de Socorro Rancagua… Pero nada. “Negativo. No hemos encontrado el avión. Parece habérselo tragado la tierra”, manifestó un vocero en Chile por aquellos días.
Nuestro país aportó aviones Morane Saulnier de la Cuarta Brigada Aérea y una máquina especial de reconocimiento de la Séptima brigada de Morón, un Albatros turbohélice. Tras las primeras 48 horas de búsqueda, los pilotos mendocinos involucrados en el rescate informaron: “La zona estaba cubierta por un manto de nieve muy blanda y caída por esos días, lo que dificultaba aún más todo”.
La tercera jornada de búsqueda se concentró en los pasos andinos El Tiburcio y El Planchón, 200 kilómetros al sur de Santiago. Un lugareño se acercó a la policía y dijo haber visto pasar el avión por esa zona. Se trabajó en un radio de 70 kilómetros sin suerte.
Al día siguiente, una pequeña esperanza surgió por una columna de humo avistada cerca del cerro El Palomo. Pero se trataba de una mina de carbón. Otra mala noticia fue que el Albatros argentino apenas pudo volar 40 minutos y tuvo que volver al aeropuerto de El Plumerillo, en Mendoza, por desperfectos mecánicos.
Todos concluían en la misma hipótesis: “El terreno es demasiado escarpado, no hay posibilidades de hacer un aterrizaje de emergencia exitoso”. El pesimismo se apoderó de todas las misiones y se trazó un rango de seis días más para la búsqueda, según la planificación y los protocolos del Servicio Aéreo de Rescate (SAR). Los familiares, entre los que se encontraba el pintor Carlos Páez Vilaró, indicaron que ellos organizarían expediciones cuando el SAR abandonara los intentos.
Las condiciones eran casi imposibles y, además, el interés de los gobiernos por el tema se mezcló con un detalle que con el tiempo quedó algo perdido... Mientras los seres queridos de los pasajeros exigían que no cesaran los trabajos de salvataje, tanto en Chile como en Uruguay se vivían crisis sociales e institucionales que muy rápidamente desplazaron la noticia de la tragedia de los principales titulares.
Del lado chileno, estaban ocupados en la huelga en los servicios de transporte y comercio, apoyada firmemente por la oposición demócrata cristiana y la derecha. Salvador Allende se vio obligado a decretar el estado de emergencia en 17 de las 25 provincias del país y el ejército impuso un toque de queda. También había una serie de huelgas en Uruguay, donde el panorama político y social se agravaba por el acuartelamiento de tropas ante una crisis en el gabinete del presidente Juan María Bordaberry. Denuncias de torturas a cuatro médicos detenidos por supuestos vínculos guerrilleros paralizaron esos días el servicio de salud.
Cuando la situación comenzó a estabilizarse en ambos gobiernos, las noticias sobre el desastre aéreo volvieron a tomar fuerza. Los expertos presagiaban un desenlace desolador: “Si el bimotor chocó contra una montaña y cayó ladera abajo envuelto en nieve no veremos sus restos hasta dentro de dos meses”.
El 21 de octubre la búsqueda se canceló. Las autoridades dieron por muertos a todos los tripulantes de la nave. El mismo día, el gobierno uruguayo agradeció públicamente a Chile y a la Argentina por los esfuerzos realizados. El siguiente paso sería recuperar los restos, si es que aún permanecían allí, cuando el deshielo permitiera recuperar algo de visibilidad.
La historia del padecimiento de esos días fue largamente documentada. El destino parecía ensañado. Un alud se llevó la vidas de ocho pasajeros que soportaban hacinados en un fuselaje para evitar el congelamiento. Al final, fueron 16 los que volvieron a Uruguay.
Cuando el clima comenzó a mejorar, Fernando Parrado y Roberto Canessa cruzaron los Andes para buscar ayuda. Nadie puede explicarse cómo, pero lo lograron. Fue el 20 de diciembre, cuando se toparon con el arriero Sergio Catalán, el primer hombre al que vieron después de la pesadilla. Fue él quien dio aviso a la policía y así puso en marcha el operativo de rescate.
La pregunta más dura de responder
El rescate se hizo en dos partes. Los que se encontraban en peor estado partieron en helicópteros el 22 de diciembre. Las restantes debieron permanecer una noche más. Un grupo de rescatistas se quedó a acompañarlos. En ese momento, algunos de los sobrevivientes respondieron la pregunta más frecuente y, a la vez, la más dura de contestar: “¿Qué comieron en estos dos meses?”.
Ciertos sectores de la prensa chilena comenzaron a hablar de canibalismo. Parrado, sin querer profundizar, cuestionó las publicaciones. “Las versiones se apartan enormemente de la realidad”, afirmó.
La primera mención en LA NACION respecto al tema fue el 26 de diciembre, con el título “Una versión sobre la supervivencia”. El cable de Reuters de esa fecha consignaba: “SANTIAGO DE CHILE.- Los 16 jóvenes uruguayos rescatados el viernes del lugar donde cayó el avión de la Fuerza Aérea de su país que los traía a Chile tuvieron que recurrir a los cuerpos de sus compañeros muertos para subsistir”. Y agregaba que al menos ocho de los sobrevivientes habían ofrecido esa explicación a tres miembros de la patrulla de rescate, con los que durmieron entre el viernes 22 y el sábado 23 de diciembre.
Uno de los rescatistas narró que cuando llegó al refugio armado con el destruido fuselaje halló en su interior restos humanos colgados. En simultáneo, un cable de AFP publicaba otra versión: “La policía chilena desmintió que sobrevivientes del avión estrellado en los Andes hayan practicado canibalismo. Se alimentaron durante más de dos meses con raíces que encontraron bajo la nieve”.
Sin embargo, el entonces encargado de negocios uruguayo, César Charlone Ortega, comenzaba a confirmar algunas informaciones: “Hicieron un pacto solemne para no decir una palabra al respecto mientras permanecieran en Chile. Fue una decisión dramática y adoptada en forma colectiva”.
El mismo Charlone Ortega había sido cuestionado por familiares de las víctimas porque había dicho que nada más se podía hacer para rescatar a los viajeros. Estela Ferreira de Pérez del Castillo, mamá de Marcelo, uno de los fallecidos en el accidente, lo insultó cuando llegó a Uruguay.
El regreso al país se produjo el 28 de diciembre. Una multitud los esperó en el aeropuerto. Durante una conferencia de prensa, las palabras de Alfredo Delgado Salaverry se escucharon con enorme respeto: “Fue un acto íntimo, personal y muy privado. Espero que no sea interpretado de forma indebida. Así como Cristo brindó su cuerpo y su sangre por la salvación del prójimo, algunos compañeros nuestros lo entendieron para poder sobrevivir. No queremos que esto que para nosotros es una cosa íntima, íntima, íntima, sea manoseada”. Ningún periodista se animó a repreguntar.
Helios Valeta, padre de uno de los jóvenes muertos, les dio el respaldo que necesitaban ese mismo día. “Compartimos todo lo que hicieron y dijeron estos muchachos, a quienes comprendemos en todas sus actitudes –avaló-. Lo que hoy se ha confirmado lo supuse desde un primer momento. Como médico comprendí inmediatamente que más de dos meses no se puede sobrevivir en aquel medio, con aquellas carencias, si no se recurre a valerosas resoluciones. Hoy que tengo la certeza de que así ocurrió, repito, gracias a Dios que los 45 estuvieron allí, hay de esa forma 16 hogares que han recuperado a sus hijos. No puedo hacerme portavoz de todos los padres que se encuentran en la misma situación que la mía, pero sé positivamente que todos piensan igual. Todos estamos completamente de acuerdo con lo que hicieron”.
El obispo auxiliar de Montevideo en aquel momento, monseñor Andrés Rubio, lo acompañó: “No se puede condenar a un ser desesperado que hace lo único que puede para salvarse. La luz inconfundible de los cristianos nos permite llegar con certeza a esa conclusión. ¿Qué haríamos nosotros en una situación semejante?”.
Con el tiempo, se sumaron referencias de otros sobrevivientes, pero siempre bajo el mismo concepto. “Cuando nos rescataron, nos pidieron que negáramos que habíamos comido los cuerpos de los muertos. Nosotros éramos jovencitos y se arrimó gente prestigiosa, con mucho peso, que nos dijo: ‘Escóndanlo’. Pero, ¿por qué? Si lo que había aflorado allí arriba era el respeto a la vida, el respeto a la muerte; si lo que afloró en ese infierno fue el afecto, el único antídoto que conseguía disolver parte de ese dolor. ¿Cómo íbamos a bajar a la vida y lo primero que diríamos sería una mentira?”, argumentó Gustavo Zerbino en el libro La sociedad de la nieve.
El accidente, según concluyeron las pericias, fue un error humano. La Fuerza Aérea de Uruguay había informado desde el primer día que el avión estaba en condiciones óptimas. Que el coronel Julio César Ferradas, el piloto, había sido el mismo que había trasladado la nave desde Estados Unidos un año antes. Que tenía una experiencia de 5117 horas de vuelo y había cruzado la Cordillera en 29 oportunidades.
Pero ese día se equivocó. Intentó hacer un vuelo controlado sobre el terreno y cayó en el glaciar de las Lágrimas, en el departamento de Malargüe, en Mendoza. Murió en el momento del impacto. Y a partir de ese instante comenzó la experiencia más traumática de la vida de un grupo de personas que quedó hermanado para siempre.