De rabino ultraortodoxo a mujer transgénero: "Rezaba a Dios para que me convirtiera en una niña"
Cuando Abby Stay se declaró transgénero, causó conmoción en la comunidad jasídica ultraortoxa. Descendientes directos de Baal Shem Tov, fundador del judaísmo jasídico, los padres de Abby la consideraban su hijo primogénito y un futuro rabino, pero ella insistía con firmeza en que era una niña.
Mi papá es rabino y tener un hijo fue algo muy importante para él. Siempre me decía que después de haber tenido cinco hijas prácticamente había renunciado a tener un niño.
Me sentí mal por él durante toda mi infancia. Era un sentimiento de: “Lo siento mucho, pero no puedo darte lo que quieres”.
Yo no sabía que había otras personas como yo, pero sabía lo que sentía, que me veía como una niña.
A veces deseaba haber tenido un profesor que no fuera transfóbico porque así habría sabido que existen las personas transgénero. En la comunidad jasídica nunca se habla sobre eso.
Lo que me mantuvo cuerda durante mi infancia fue mi imaginación.
Cuando tenía 6 años, comencé a coleccionar recortes de prensa sobre trasplantes de órganos: de pulmón, riñón, corazón… En mi cabeza el plan era sencillo: un día iría a un médico, le mostraría mi impresionante colección de recortes de periódicos y me harían un trasplante completo de cuerpo para convertirme en una niña.
Al crecer me di cuenta de que eso no era realista, así que se me ocurrió una nueva idea: pedírselo a Dios. Crecí en una familia muy religiosa, y nos decían que Dios podía hacer cualquier cosa.
Así que cuando cumplí 9 años, escribí esta plegaria que repetía cada noche: “Divino creador, ahora me voy a dormir y me veo como un niño. Te lo ruego, cuando me despierte en la mañana quiero ser una niña. Sé que Tú puedes hacer cualquier cosa y que nada es demasiado difícil para ti…”.
“Si haces eso, te prometo que seré una buena niña. Me vestiré con la ropa más modesta. Seguiré todos los mandatos que las chicas deben seguir”.
“Cuando sea mayor, seré la mejor esposa. Ayudaré a mi marido a estudiar la Torá durante todo el día y toda la noche. Cocinaré los mejores platos para él y para mis niños. ¡Oh, Dios mío, ayúdame!”.
La comunidad jasídica es la sociedad más segregada por género que jamás he conocido o de la que haya sabido, y llevo bastante tiempo investigando comunidades segregadas por género.
Hay incluso algunas comunidades jasídicas en el norte de Nueva York en las que se les dice a los hombres y a las mujeres que caminen por lados distintos de las aceras. Eso es lo más cercano que existe hoy día a un shtetl (pueblo) judío de la Europa del Este del siglo XIX.
Desde el minuto en que empiezas el preescolar, los sexos están totalmente separados. Los niños y las niñas no pueden jugar juntos.
Pese a que no hay ley judía que prohíba abrazar o darle la mano a tu hermana o a tu madre, cuando yo crecí eso todavía se consideraba algo que los niños jasídicos no debían hacer.
Nunca vi a nadie desnudo. No sabía que mis hermanas tenían partes del cuerpo distintas ahí abajo. Nunca se hablaba de eso.
Aún así, cuando tenía 4 años sentía una ira intensa hacia mis partes privadas. No las sentía como parte de mí. Era un sentimiento muy fuerte que todavía hoy no puedo explicar.
En esa época, mi mamá me preparaba el baño y me dejaba jugar con mis juguetes en la bañera.
Ella guardaba una pequeña bandeja con imperdibles en el armario bajo el lavabo, y yo me escabullía y los cogía y me los ponía en una parte muy específica de mi cuerpo…
No es algo que animaría a hacer a cualquiera, pero quería sentir dolor, era casi como un castigo.
Un día mi mamá entró en el baño mientras yo hacía eso y se asustó mucho. No recuerdo qué dijo exactamente, pero el mensaje estaba claro: “Eres un niño y se supone que debes actuar como tal, y jamás digas algo que pueda contradecir eso”.
A los 3 años, a los niños jasídicos les cortan el pelo por primera vez. Es una práctica que se llama upsherin, y es cuando te dejan los rizos laterales, o payos. Es la primera forma de manifestación física que le indica al mundo —y a ti mismo— que eres un niño.
Yo no quería ese corte de pelo. El berrinche me duró horas. “¡Quiero tener el pelo largo! ¿Por qué mis hermanas pueden y yo no?”.
A los 13 años hice mi bar mitzvah, que es cuando un chico pasa a ser un hombre. Eso fue muy duro.
Conservo algunos recuerdos positivos, como tener una fiesta en la que recibí muchos regalos, pero el concepto de “ahora eres un hombre” era un verdadero desafío. Era una celebración que yo sentía que no debería estar ocurriendo.
Para que se hagan una idea del nivel de aislamiento de la comunidad jasídica, hasta los 12 años yo pensaba que la mayoría de las personas del mundo eran judíos y que la mayoría de esos judíos eran ultraortodoxos (nada de lo cual es cierto).
Piensen en cualquier cosa de la cultura pop de los años 90 –como Britney Spears o Seinfeld– yo ni siquiera sabía que existían.
No comencé a hablar inglés hasta los 20 años. Hasta entonces, solo hablaba yiddishy hebreo.
En la escuela solo aprendimos lo básico para escribir nuestros nombres y direcciones, solamente de cuarto a octavo grado (de los 10 a los 14 años) durante una hora al día, que se dividía entre inglés y matemáticas. Y en matemáticas solo llegábamos a las divisiones largas, nunca dimos nada de ciencia o historia, más allá de algo de historia judía.
La expectativa a medida que crecía era que terminaría siendo maestro o juez rabínico.
En la comunidad jasídica, si lideras una sinagoga o enseñas en una escuela también eres considerado un rabino, independientemente de si fuiste ordenado o no. Pero, de hecho, yo quería ser ordenado rabino por muchos motivos.
En parte, quería saber exactamente contra qué me estaba rebelando. Mi lucha con mi identidad hacía que me cuestionara todo lo que me decían sobre la religión y sobre Dios. En el colegio, me llamaban el “kosher rebelde”.
Al mismo tiempo, otra parte de mí esperaba que si realmente me entregaba a ello, todos mis sentimientos sobre quién era desaparecerían mágicamente.
Cuando tenía 16 años me involucré en el misticismo judío, la cábala (kabbalah). Esa fue la primera vez en la que me encontré un texto religioso que justificaba mi existencia.
En un estudio del siglo XVI de almas humanas llamado “La puerta de la reencarnación” leí: “A veces, un hombre se reencarna en el cuerpo de una mujer, y una mujer habitará en un cuerpo masculino”.
Me dio la esperanza de que no estaba loca.
Aunque yo sabía que en verdad era una mujer, tenía un matrimonio pactado, como todo el mundo en la comunidad jasídica. Naces, comes, respiras, te casas a los 18.
Mis padres lo arreglaron. Mi mujer tenía que provenir de una dinastía rabínica y adherirse a los mismos códigos de vestimenta, que en mi familia son extremadamente inusuales. Tanto es así, que solo había de 20 a 50 chicas en todo el mundo que fueran parejas aceptables.
Fraidy y yo nos conocimos durante 15 o 20 minutos, y después ya estábamos comprometidos. No nos vimos de nuevo hasta el día de nuestra boda, un año más tarde.
Al principio, las cosas no salieron bien. Ella me gustaba, es una mujer increíble, muy inteligente y cariñosa. Teníamos conversaciones fantásticas, nunca discutíamos. Teniendo en cuenta cómo son los matrimonios arreglados, eso era perfecto.
Era la primera vez que vivía con una mujer y me sentía bien. Ella era muy estilosa y cuando se iba de compras era mi oportunidad de ponerme en su lugar y pensar: '¡Oh! ¿Qué me compraría?'”.
Los hombres jasídicos visten de blanco y negro y no hay muchas opciones. Las mujeres pueden explorar un poco más, aunque deben vestir con modestia y ciertos colores, como el rojo o el rosa, están prohibidos.
Pero cuando Fraidy se quedó embarazada, lo pasé muy mal. Era como si todo –el género, la religión, mi familia, mi hijo—estuviera colapsando sobre mí y golpeándome.
Era como si el género me estuviera abofeteando en la cara, estaba tan presente: el tipo de ropa que le iba a comprar al bebé, si le íbamos a circuncidar en el octavo día... Era imposible no enfrentarme a eso cada segundo.
El nacimiento de mi hijo fue el golpe definitivo. Quería darle a mi hijo la mejor vida posible, pero ¿cómo podría hacerlo yo, a los 20 años, si ni siquiera sabía lo que era una “buena vida”?
Así que me conecté a internet.
Sabía que había un lugar llamado internet en el que podías conectarte con otras personas y encontrar información. Había un énfasis tan fuerte en decirnos cómo no conectarnos a internet por error, que había aprendido lo que era una wifi o Google.
Le pedí prestada su tableta a un amigo y me escondí en el baño de un centro comercial en el que había wifi pública.
Mi primera búsqueda fue si un niño podía convertirse en una niña… en hebreo. Por aquel entonces no hablaba inglés y en la primera o segunda página de resultados apareció la página de Wikipedia sobre personas transgénero.
Era la primera vez que escuchaba ese término y me di cuenta de que había otras personas que se sentían como yo.
Imagina estar luchando contra algo, ya sea físico o emocional, e ir a un doctor o terapeuta por primera vez en tu vida que te dice: “Lo que estás sintiendo se llama XYZ, y esto es lo que puedes hacer para sentirte mejor: encontrar tu lugar en el mundo”.
Otro descubrimiento increíble fue que había una comunidad de gente en línea que había dejado las comunidades ultraortodoxas y jasídicas y que no solo habían sobrevivido, sino que además habían prosperado.
Unas semanas más tarde, dejé de ser religiosa. No creo que eso fuera obvio para muchos porque seguía llevando una vida religiosa de puertas afuera, pero dejé de observar los preceptos. Por ejemplo, comencé a usar mi celular en Shabbat (el día sagrado de la semana judía)… algo que nadie podría ver.
Mi esposa fue la primera persona en la comunidad a la que le hablé sobre ello, unos seis meses después de la circuncisión de nuestro hijo.
No abandoné mi matrimonio. Durante un año tratamos de salvarlo, pero su familia la obligó a dejarme. Se la llevaron, literalmente. Viví en nuestro apartamento durante las semanas que siguieron, esperando que ella y mi hijo regresaran.
Después, durante un tiempo, volví a la casa de mis padres. Cuando le dije a mi padre que era ateo, él me respondió: “No importa lo que suceda, tú siempre serás mi hijo”.
Cuando me di cuenta de que no había forma de que pudiera vivir con mi hijo todo el tiempo, decidí que la comunidad no tenía nada más que ofrecerme.
Dejarla es como emigrar, no solo a un nuevo país, sino a un nuevo continente. Es un nuevo siglo, ¡es viajar en el tiempo!
De repente, estaba en un mundo en que había opciones ilimitadas de comida y ropa. Me compré mi primer par de jeans y una camiseta a cuadros roja y blanca. Nunca se me dio muy bien la moda masculina.
El idioma fue el primer gran obstáculo que superar porque cuando creces en Nueva York, la gente espera que hables inglés.
Durante tres años no le dije a nadie de mi familia nada sobre mi género. El 11 de noviembre de 2015 se lo conté a mi padre, pocos meses después de haber comenzado una terapia hormonal.
A mi padre le costó como una hora incluso entender lo que le estaba diciendo, y fue gracias a ciertos textos religiosos que yo le mostré. Uno de ellos era un pasaje sobre almas masculinas y femeninas que había descubierto cuando estudiaba la cábala.
Mi padre admitió que las personas trans existen, lo cual era bastante impresionante porque muchas comunidades religiosas fundamentalistas no lo aceptan.
Entonces me dijo: “Necesitas a una persona con Espíritu Santo para que te diga si realmente eres transgénero”.
Mi reacción fue: “Creo que dos terapeutas y un médico son suficientes”.
Pero obviamente él no estuvo de acuerdo, y minutos después me dijo que nunca más volvería a dirigirme la palabra.
Ese momento me dolió mucho.
Pero la verdad es que cuando me declaré trans, ya hacía tres años que había dejado la comunidad jasídica. Me había inscrito en la universidad y en algunas comunidades judías y queer muy progresistas y sorprendentes. Así que no perdí a ningún amigo y mi vida no se derrumbó por la ruptura con mi familia.
Todavía le escribo a mis padres cada semana (a mi padre, porque mi madre ni siquiera recibe mensajes de texto) y el día en el que estén listos, hablaré con ellos.
A mi exesposa no le permiten hablarme desde que nos divorciamos. Mi hijo es el amor de mi vida.
Me gusta pensar en el lado positivo: en lugar de estar pensando en las 10 hermanas que no me hablan, me centro en las dos que sí lo hacen. De todos modos, la mayoría de las personas que conozco fuera de la comunidad jasídica solo tienen dos hermanos, si acaso.
La vida es mejor de lo que habría podido imaginar. Antes siempre tenía depresión, pero desde que soy transgénero, no ha habido un día en que me haya despertado sintiendo que no tenía una razón para hacerlo.
Ser nosotros mismos, tanto trans como LGBTQ, es algo que hace que la vida merezca celebrarse, no solo vivirse. Es hermoso.
Fui la primera persona en la comunidad jasídica en declararme transgénero, pero desde entonces ha habido varias personas, y obviamente me culpan de ello.
Sin duda, creo que merezco algo de crédito por ello. La comunidad jasídica nunca volverá a ser la misma.
La biografía de Abby Stein se llama ‘Becoming Eve:my Journey from Uultra-Orthodox Rabbi to transgender woman’ (Convertirse en Eva: mi camino de rabino ultraortodoxo a mujer transgénero).
Fotografías cortesía de Abby Stein.Ilustraciones de Naomi Goddard.
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