Tras una quema de sustancias químicas, a los propietarios de las granjas les preocupa su preciado estilo de vida
ENON VALLEY, Pensilvania — Incluso cuando los árboles seguían secos, Pam Mibuck podía imaginarse cómo transcurrirían las estaciones en los terrenos que había comprado su tío hacía varias décadas: un campo de girasoles en el verano, manzanas nuevas para los caballos y el pastel en el otoño, y un lugar tranquilo para recibir a sus hijos en cualquier época del año.
Pero cuando las autoridades decidieron, hace dos semanas, quemar el cargamento de sustancias químicas tóxicas que traía un tren carguero descarrilado a unos cuantos kilómetros de ahí y con ello producir una enorme nube de humo que envolvió su granja y muchas otras más a lo largo de la franja que divide los estados de Ohio y Pensilvania, la sensación de seguridad que Mibuk había disfrutado durante mucho tiempo cambió por completo.
Después de que se liberaron las sustancias químicas, a Tina, el amistoso pavo blanco que compró hace menos de un año por 3 dólares, tuvieron que recetarle antibióticos para tratar problemas respiratorios y sus gallinas comenzaron a poner huevos de un desconcertante tono púrpura, comentó Mibuck. Su hijo que vive en California la está convenciendo de irse para allá ofreciéndole construir un establo para sus dos caballos, Samuel y Razor, en su terreno. Y Mibuck, de 54 años, quien trabaja como conserje en una universidad, está pensando seriamente en dejar las 5,6 hectáreas que ella considera un pedacito de cielo.
“No quiero darme por vencida, no quiero irme”, afirmó hace poco mientras vigilaba un recipiente burbujeante de jarabe de arce que había en su jardín. Pero cuando repasó las dudas que tenía sobre plantar un huerto, comer la fruta de sus árboles y dejar que los caballos bebieran agua del arroyo cercano después de la quema de las sustancias químicas, Mibuck admitió: “No me siento totalmente segura de hacer eso y no lo soporto”.
Cuando el tren carguero Norfolk Southern se descarriló este mes y dejó una montaña de despojos en llamas en las faldas de East Palestine, Ohio, un pueblo de unos 4700 habitantes, trastornó un área donde varias generaciones de familias pudieron comprar hectáreas de terrenos, criar caballos, plantar huertos, cazar venados y aves y construir vidas ajenas al caos de las ciudades más grandes que había cerca. A pesar de que la agricultura no ofrece tantos empleos en las inmediaciones, muchos residentes afirman que criar ganado y trabajar la tierra es muy importante para su estilo de vida.
En medio de una larga pandemia a nivel mundial, tensiones políticas a nivel nacional y el estrés relacionado con la inflación, la tierra, el agua y el aire puro habían sido una fuente de tranquilidad y seguridad. Pero la amenaza de las sustancias químicas que se propagan por esa región ha destruido la confianza de muchos terratenientes. De acuerdo con la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por su sigla en inglés), entre las sustancias que se liberaron en el aire, la superficie del agua y la superficie del suelo están el cloruro de vinilo, el acrilato de butilo, el acrilato de etilhexilo y el éter monobutílico de etilenglicol.
Las autoridades dijeron que para evitar una explosión que resultara más perjudicial, fue necesaria la quema de las sustancias químicas y que, hasta ahora, las pruebas iniciales habían revelado que el aire y el agua eran seguros. El gobierno de Biden señaló que el Departamento de Salud y Servicios Humanos y sus Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades seguirían monitoreando la salud de la población y realizando análisis en la zona.
Michael S. Regan, el administrador de la EPA, ha visitado East Palestine dos veces y el martes anunció que obligarían a Norfolk Southern no solo a detectar y limpiar el suelo y el agua contaminados, sino también a rembolsar a la EPA los costos de la limpieza de los negocios y las casas particulares. Se esperaba que el expresidente Donald Trump, quien criticó al presidente Joe Biden por ir a Ucrania y no a ese pueblo de Ohio, visitara esa zona el miércoles.
Pese a la respuesta federal, hasta los agricultores decididos a enfrentar lo desconocido siguen temerosos de que sus clientes ya no confíen en sus productos.
Tal es el caso de Sutherin Greenhouse, construida en un principio cerca de los limites exteriores de East Palestine en 1947 para la venta de geranios y cuyos propietarios actuales son Dianna y Don Elzer. El primer año fue accidentado y con muchas curvas de aprendizaje, como sucede con la mayoría de los nuevos negocios; durante los siguientes tres años, la pareja tuvo que enfrentarse a la pandemia y a la inoperante cadena de suministros que demoraba los envíos de plantas y macetas.
Los Elzer habían previsto que este sería su primer Día de San Valentín normal. Incluso cuando les pidieron que desalojaran la zona por unos días y se fueron a Pittsburgh, volvían todos los días a regar y a cuidar sus plantas —las palmeras, las hierbas, las suculentas— y regresaron tan pronto como les fue posible.
El 14 de febrero llegó un cliente: un hombre que compró una sola planta de hibisco.
“Nadie quiere venir”, comentó Don Elzer, de 67 años, y añadió que estaba decidiendo qué cambios hacerles a sus existencias en previsión de más alteraciones medioambientales a largo plazo. “No hay manera de contrarrestar la publicidad y la percepción”.
Dianna Elzer, de 55 años, se sumó a las inquietudes de su marido mientras nos mostraba la higuera de hoja de violín y las plantas monstera que acababan de llegar. “Estamos luchando contra una apreciación y, en diez años, esa apreciación podría ser una realidad”, comentó.
Algunos propietarios de negocios y granjas han comenzado a difundir una consigna: “East Palestine: el mejor regreso que el mundo haya atestiguado”. Tienen la esperanza de que tal vez la atención de la nación en la difícil situación de ese pueblo aliente las inversiones financieras, lo cual sería un rayito de esperanza en medio de lo que ha sido una tragedia abrumadora.
Pero cuesta trabajo imaginar que eso suceda sin que los residentes y la región en general confíen en que su tierra y su agua son seguras. Por el momento, esa esperanza de que haya confianza ha desaparecido en medio de todas las preguntas sin respuesta, los síntomas médicos persistentes y el temor a lo desconocido.
Cuando era niño, Michael McKim, quien ahora tiene 43 años, tuvo un encuentro poco afortunado con un panal de abejas que tenía su tío, cosa que lo hizo decepcionarse un poco de estas polinizadoras con aguijón. Pero cuando creció, se arrepintió de haber perdido la oportunidad de seguir con un negocio familiar y se capacitó como apicultor. Ahora comparte la admiración que siente por el ingenio de las abejas reina y la lealtad de sus zánganos con cualquiera que le pregunte al respecto; ahueca las manos para mostrar cómo hibernan las abejas y le enseña a su hija, quien lleva la indumentaria adecuada, cómo sacar el panal de la colmena sin correr ningún riesgo.
La apicultura también se convirtió en un elemento primordial de un sueño empresarial que compartió con su esposa: una bodega de vinos asequibles abierta al público en East Palestine, donde una parte del vino es endulzado con la miel que recoge. También había estado jugando con la idea de hacer aguamiel. La gran inauguración de la bodega sigue estando prevista para el Día de San Patricio.
Sin embargo, el descarrilamiento ha alterado el negocio familiar: la mayoría de las despedidas de soltera, recepciones de boda y eventos programados para este año han sido cancelados. McKim todavía tiene que examinar a sus queridísimas abejas en 30 colmenas y no sabe si las pruebas revelarán que están bien y que su miel es aprovechable.
“Esto es una tragedia”, se quejó sentado en el vestíbulo principal vacío, desde cuyo escaparate ahora se veía una hilera de camiones de volteo. “Yo podría hacer el mejor vino de Estados Unidos o del mundo, pero alguien podría decir: ‘¿No es ahí donde se descarriló el tren?’”.
McKim, al igual que otros padres de familia de la zona, también estaba orgulloso de haber construido una vida que les proporcionara a sus hijos la libertad de estar al aire libre disfrutando del sol, llenándose de tierra las uñas, alimentándose de champiñones y pescando con él. Ahora, a unas cuantas calles de su bodega, hay dispositivos del gobierno que monitorean la calidad del aire colgados debajo de un semáforo y un letrero amarillo que les advierte a los conductores la presencia de niños jugando.
“Está un poco contaminado”, comentó McKim, e hizo referencia a “una cicatriz permanente”.
c.2023 The New York Times Company