Opinión: El plan maestro de Daniel Ortega

LOS HECHOS NIEGAN QUE SE PUEDA HABLAR DE ELECCIONES LIBRES Y TRANSPARENTES EN NICARAGUA.

MANAGUA — Los procesos electorales en América Latina se dan de manera más o menos imperfecta, pero se dan; y, salvo pocas excepciones, los votos de los ciudadanos se cuentan de manera transparente. Son sistemas democráticos que aún no logran resolver problemas de fondo en nuestras sociedades, y en algunos países la credibilidad de las instituciones se ha deteriorado, pero los electores pueden corregir el rumbo. No es el caso de Nicaragua.

En noviembre de este año se celebran elecciones para presidente y vicepresidente, y para renovar el total de los asientos de la Asamblea Nacional. La decisión cerrada de Daniel Ortega, quien llegó por segunda vez a la presidencia en 2007, es reelegirse una vez más, junto con su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo. Así alcanzaría veinte años consecutivos de mando, sin contar los diez que gobernó en el periodo de la revolución en los años ochenta, con lo que superaría con creces a cualquier miembro de la familia Somoza, que gobernó el país directa o indirectamente entre 1937 y 1979.

En las últimas semanas, el plan maestro fraguado para impedir unas elecciones democráticas se ha echado a andar, y sus resultados empiezan a ser palpables.

¿Se puede hablar de elecciones justas, libres y transparentes en Nicaragua? Los hechos lo niegan.

La rebelión cívica iniciada en abril de 2018, con un saldo de al menos 328 asesinados, principalmente jóvenes, fue dominada por medio de la represión violenta, de acuerdo con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Ahora toca el turno de actuar a la maquinaria política. Estas elecciones están orquestadas para anular la participación de las fuerzas que representen un riesgo real de cambio político, apartar a los candidatos que verdaderamente sean un desafío a la continuidad de Ortega e impedir el derecho de la ciudadanía al voto libre y secreto.

La Asamblea Nacional, dominada por la aplanadora orteguista, aprobó en enero una reforma a la Constitución que impone la cadena perpetua por “delitos de odio”. Pero no busca castigar el odio racial o contra las minorías, sino a quienes adversan al régimen. También una ley de ciberdelitos, destinada a mantener bajo control a las redes sociales, y otra que impide presentarse como candidatos a cargos públicos a quienes caigan bajo la calificación de “agentes extranjeros”. Las causales son tantas, que resulta imposible librarse de algunas de ellas.

La Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independencia, la Soberanía y Autodeterminación para la Paz, pena con cárcel y despoja del derecho de ejercer cargos públicos a quienes, entre otros delitos antipatrióticos, “exalten y aplaudan sanciones contra el Estado de Nicaragua”. Es la única ley en el mundo que castiga los aplausos.

En octubre del año pasado, una resolución votada por la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos advierte que deben darse negociaciones “incluyentes y oportunas” entre el gobierno y la oposición para acordar reformas electorales “significativas y coherentes con las normas internacionales”; modernización y reestructuración del Consejo Supremo Electoral para garantizar que funcione de manera “totalmente independiente, transparente y responsable”; actualización del registro de votantes; y, entre otras medidas, observación electoral nacional e internacional.

Hace pocas semanas, al abrirse formalmente el periodo electoral, Ortega hizo todo lo contrario: copó la totalidad de los cargos de magistrados del Consejo Supremo Electoral con leales partidarios suyos; e introdujo una serie de reformas a la Ley Electoral que establecen aún mayores restricciones a los partidos. En estas decisiones no hubo ninguna clase de negociación con las fuerzas de la oposición.

Muy recientemente, fue despojado de su personería jurídica el Partido de Restauración Democrática, bajo cuya bandera participaría una amplia gama de organizaciones de oposición agrupadas en la Coalición Nacional, varias de ellas formadas a raíz de los sucesos de abril de 2018. Igual pasó con el Partido Conservador.

Ahora mismo, el Ministerio Público, obediente también, levanta cargos de lavado de dinero, bienes y activos en contra de Cristiana Chamorro Barrios, hasta hace poco presidenta de la Fundación Violeta Barrios, que lleva el nombre de su madre, expresidenta de Nicaragua. A la cabeza de las encuestas entre los candidatos presidenciales, la acusación contra Chamorro Barrios busca inhabilitarla.

Al mismo tiempo, esta semana los estudios de grabación de los programas de televisión de su hermano, el periodista Carlos Fernando Chamorro, que se transmiten a través de las redes sociales, fueron allanados por segunda vez por la policía, y sus equipos y archivos confiscados. Nada parece indicar que la persecución contra los medios independientes de comunicación vaya a detenerse.

En medio de estas condiciones adversas, que tienden a empeorar, permanece en la contienda la Alianza Ciudadanos por la Libertad, hasta ahora con su personería en regla. Aún debe escoger a sus candidatos, pero Ortega se ha arrogado, mediante diversos mecanismos y estratagemas, una especie de derecho de veto sobre quienes pueden competir contra él, y quienes no.

El aparato electoral es fiel a Ortega en sus distintos niveles, y en las mesas de votación, las papeletas y las actas estarán bajo el control mayoritario de sus partidarios. No existe a la fecha ningún organismo independiente, nacional o internacional, involucrado en la observación electoral.

Bajo un estado policial como el presente, no es posible imaginar ninguna actividad proselitista electoral en plazas o calles. El régimen no las permitirá, porque teme un desborde popular como el de hace tres años. Y la policía impide a los candidatos, de manera arbitraria, salir de sus domicilios. Se tratará entonces de unas elecciones donde, por lo visto, la campaña electoral se haría desde la cárcel, o con la casa por cárcel.

Una resolución del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en marzo manda que se deje de acosar y asediar a los opositores y disidentes políticos en Nicaragua, y que cesen las detenciones arbitrarias, las amenazas y otras formas de intimidación como método para reprimir la crítica; y pide, además, “liberar a todos aquellos arrestados ilegal o arbitrariamente”. Pero todas las demandas y censuras de los organismos internaciones son papel mojado para Ortega. Más de cien prisioneros políticos permanecen en las cárceles.

Mientras algún partido esté dispuesto a apañar el fraude, aceptando los escaños que le asignen como segunda fuerza en la Asamblea Nacional; y mientras su reelección sea reconocida diplomáticamente por los países occidentales una vez consumada, considerará que tiene la legitimidad que necesita.

Y como en las viejas historias de los dictadores latinoamericanos, algún subalterno le preguntará antes de abrir las urnas: ¿Con cuántos votos quiere ganar, Su Excelencia?

This article originally appeared in The New York Times.

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