Opinión: El juicio de Trump puede enmendar un error de hace 50 años

AQUÍ ESTAMOS, ANTE LA VERSIÓN ESTRECHA Y CHABACANA DEL JUICIO QUE LA NACIÓN DEBERÍA HABER TENIDO HACE 50 AÑO.

Por consenso general, de los cuatro casos penales a los que se enfrenta Donald Trump, el que se está desarrollando ahora en Manhattan se considera el más débil. Su fundamento jurídico es complejo. Su testigo clave es un delincuente. Sus detalles son el tipo de cosas que los tabloides suelen poner en primera plana.

Lo peor de todo es que no se refiere a las acciones de Trump como presidente, como los demás casos. Pero como dejaron claro los argumentos orales de la Corte Suprema sobre la inmunidad la semana pasada, es probable que sea el único que el país vea resuelto antes del día de las elecciones.

Como historiador que ha escrito sobre los desgarradores acontecimientos de los años sesenta y principios de los setenta, no puedo evitar ver los problemas legales de Trump a través de la lente de un presidente republicano anterior. Richard Nixon pasó más de dos años, desde el verano de 1972 hasta el verano de 1974, tratando de impedir que los investigadores descubrieran la maraña de delitos que conformaban el caso Watergate. Pero a diferencia de Trump, Nixon nunca enfrentó cargos penales. A causa de eso, la justicia sufrió, y la nación también.

Así que aquí estamos, viendo desarrollarse en la sala utilitaria del juez Juan Merchan la versión estrecha y chabacana de los juicios que la nación debería haber tenido este año y el juicio que la nación debería haber tenido hace 50 años.

Nixon ganó la presidencia en 1968 con la promesa de ser implacable contra la delincuencia. Y lo fue. Entre 1961 y 1968 la población carcelaria del país disminuyó en un 15 por ciento. Para cuando Nixon dejó el cargo en 1974 casi había vuelto al nivel de 1962, el comienzo de una espiral alimentada por la furiosa política de la ley y el orden que su gobierno había contribuido a desencadenar.

El giro punitivo golpeó con especial fuerza a las personas más pobres y a las comunidades de color, un resultado que no pareció importarle a la mayoría de los estadounidenses. Pero cuando la investigación del Watergate puso al descubierto la posible criminalidad del propio Nixon, pensaron que el presidente no podía estar por encima de la ley. Cuando la crisis alcanzó su punto álgido en el verano de 1974, esa creencia se afianzó: por casi dos a uno, los estadounidenses querían que la Cámara de Representantes sometiera a un juicio político al presidente, que el Senado lo juzgara y que los fiscales garantizaran su acusación formal, de modo que su caso pudiera enviarse a un tribunal público.

Nada de eso ocurrió. A principios de julio de 1974, el abogado de Nixon presentó ante la Corte Suprema la demanda de inmunidad presidencial de su cliente. Los jueces tardaron tan solo dos semanas en emitir su fallo en contra de la postura del presidente, con una votación unánime de 8 votos a favor.

A la luz de la conducta de la Corte Suprema este año, vale la pena subrayar este tiempo: los argumentos del caso se presentaron el 8 de julio. Los magistrados emitieron un fallo el 24 de julio.

Entre el 27 y el 30 de julio, la Comisión Judicial de la Cámara de Representantes aprobó los artículos de destitución. Nixon renunció nueve días después, cuando los artículos de destitución aún no se aprobaban. El presidente Ford esperó un mes y luego le dio a su predecesor “un indulto total, libre y absoluto” por los delitos de los cuales ya había sido acusado de cometer. Y algo comenzó a cambiar para los estadounidenses.

En abril de 1974, el mes en que empezó a hacerse público el encubrimiento del Watergate, el 71 por ciento de los estadounidenses tenía al menos bastante confianza en el sistema judicial. En las semanas posteriores al indulto de Nixon, el porcentaje de personas que se sentían así cayó al 67 por ciento. Un año después bajó al 64 por ciento. Ese creciente sentimiento de desilusión no puede explicarse únicamente por el hecho de que no se juzgara a Nixon. Pero un revelador conjunto de encuestas olvidadas hace tiempo sugiere que tuvo algo que ver.

En 1971, Roper Organization, entonces una de las principales encuestadoras del país, preguntó a una muestra aleatoria de adultos elegidos a qué grupos trataban los tribunales con demasiada indulgencia. Los encuestados pusieron a los “traficantes de droga” a la cabeza de la lista, seguidos de los “consumidores de heroína”, los “consumidores de marihuana” y los “revolucionarios, anarquistas, agitadores”, que eran justamente las personas a las que Nixon había prometido llevar ante la justicia para restaurar la ley y el orden. Roper hizo la misma pregunta dos años después del indulto a Nixon. Los “traficantes de droga” volvieron a ser los primeros. “Funcionarios del gobierno” quedó en segundo lugar.

La opinión de los estadounidenses sobre el indulto a Nixon se fue suavizando poco a poco, al tiempo que se consolidaba su desconfianza subyacente en el sistema legal, una dinámica sin duda impulsada por el rápido aumento de los niveles de desigualdad económica de la nación. Cuando Roper volvió a plantear su pregunta en 1987, los funcionarios del gobierno seguían estando justo detrás de los traficantes de drogas como el grupo con más probabilidades de recibir un trato especial en los tribunales. Esta vez, los “altos ejecutivos de empresas” quedaron en cuarto lugar (empatados con los “consumidores de marihuana” y los “delincuentes frecuentes”), apenas por debajo de los “consumidores de heroína”. Ahí se mantuvo la percepción del público, a medida que aumentaba la brecha de riqueza y la aparentemente interminable guerra contra la delincuencia encerraba a una parte cada vez mayor de los pobres de la nación.

Para 2001, como indica una encuesta de Greenberg Quinlan Rosner Research/American Viewpoint, el 62 por ciento de los estadounidenses habían llegado a creer que había dos sistemas de justicia en Estados Unidos, uno para los ricos y poderosos, y otro para todos los demás. En 2019, en una pregunta de redacción similar de una encuesta de Willow, esa cifra había alcanzado el 70 por ciento, para quedar solo un punto por debajo del porcentaje de la ciudadanía que confiaba en los tribunales allá por la primavera de 1974.

Desde entonces, las tensiones que recorren el sistema se han abierto de par en par por las protestas de 2020 contra la brutalidad policial y la feroz respuesta de la ley y el orden que el gobierno de Trump montó contra ellas: agentes federales listos para el combate en las calles de Portland, Oregón, gas lacrimógeno en Lafayette Square en Washington. A eso hay que añadir la subversión maníaca del proceso electoral y el traspaso pacífico y efectivo del poder por parte de Trump, que ha dado lugar a tres de las cuatro causas penales que enfrenta.

Trump ha respondido a las acusaciones en su contra con una flagrante exhibición de los privilegios que crean la riqueza y el poder. En los últimos dos años, ha gastado alrededor de 76 millones de dólares de dinero de otras personas en honorarios legales, gran parte de ellos para pagar las mociones y apelaciones que han paralizado los tres casos que más daño podrían causar si llegaran a juicio. Convenció a la Corte Suprema para que analizara su demanda de inmunidad (mucho más extensa que la de Nixon) con una deferencia, al menos en los argumentos orales, muy alejada de los precedentes que habían seguido los tribunales inferiores.

Tal vez lo más sorprendente es que Trump ignoró en varias ocasiones las órdenes de mordaza que le prohíben atacar públicamente a jueces, secretarios, fiscales y testigos, así como a sus familias, porque parece cree que puede hacer lo que quiera sin temor a las consecuencias (el martes, el juez Merchan declaró que estaba en desacato en nueve violaciones y le impuso una multa de 9000 dólares). Mientras tanto, el expresidente ha ido avanzando en el proceso de nominación a la candidatura presidencial republicana con una campaña imbuida de una versión más de la política de la ley y el orden, pero centrada en los inmigrantes indocumentados y los solicitantes de asilo en lugar de en los traficantes de droga y los drogadictos.

Ahora pasa sus días en el banquillo de los acusados, mirando con desprecio al juez cuya hija puso en peligro, mientras el fiscal del distrito, al que ha llamado “animal” y “criminal”, expone el escabroso caso contra él. Sea cual sea el desarrollo del juicio, es poco probable que cambie la opinión de mucha gente sobre Trump o sobre el sistema judicial.

Ya casi la mitad de los votantes registrados piensan que los cargos a los que se enfrenta tienen una motivación política, mientras que más de dos terceras partes dicen que el resultado no cambiará su voto o que sería más probable que votaran por Trump si fuera condenado.

Ningún veredicto en el caso que Trump enfrenta en Manhattan puede revertir la desilusión con el sistema de justicia derivado del indulto del presidente Gerald Ford a Nixon. Pero el juicio puede, a su manera imperfecta, corregir el error de hace medio siglo, cuando el sistema tuvo por última vez la oportunidad de demostrar que ni el hombre más poderoso de Estados Unidos está por encima de la ley, en particular cuando ese hombre está tan ansioso por aprovecharse de la política de la ley y el orden. Y hay algo de justicia en ello.

This article originally appeared in The New York Times.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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