Opinión: Mi historia se contó en ‘Hotel Ruanda’, pero ahora quiero que el mundo sepa esto

PARA MÍ, Y MUCHOS RUANDESES, EL GENOCIDIO DE 1994 SIGUE SIENDO EL PUNTO CENTRAL DE MI VIDA.

Esta semana, el mundo volverá a centrar de nuevo sus ojos en Ruanda. El 6 de abril se cumplen 30 años del inicio de uno de los acontecimientos más horribles de la historia moderna, el genocidio ruandés de 1994. Más cerca en el tiempo, pero no sin relación, hace poco más de un año dejé Ruanda y regresé a Estados Unidos, después de salir de la cárcel donde pasé 939 días en cautiverio.

Todavía no he hablado a detalle sobre mi experiencia durante esos años en una cárcel ruandesa ni sobre la realidad cotidiana de los presos políticos ruandeses que, como yo, se encontraron tras las rejas por ejercer su libertad de expresión. Ha sido un largo año de recuperación física y emocional que me ha permitido por fin volver a poner la pluma sobre papel y espero que el proceso de sanación dure el resto de mi vida.

Es difícil describir la experiencia de cómo me secuestró, torturó, encarceló y silenció la gente a la que critiqué cuando alcé mi voz. Muchas veces durante mi cautiverio creí que me silenciarían para siempre y que no volvería a ver a mi esposa, mis hijos y mis nietos. Sin embargo, hoy soy un hombre libre. Y ahora que nos enfrentamos a este hito importante y difícil, me siento agradecido de poder unirme a mis compatriotas ruandeses y reflexionar sobre lo que, en todo caso, podemos sacar de este terrible capítulo de nuestra historia común.

Para mí, y para muchos ruandeses, el genocidio de 1994 sigue siendo el punto central de mi vida. Los meses de abril a julio de 1994 fueron una época de horror incomprensible, en la que una ola de violencia brutal y asesinatos a una escala hasta entonces inimaginable arrastró a nuestro hermoso país al infierno. En algunos momentos de la crisis, hasta 10.000 personas fueron masacradas en un día, principalmente con machetes y otras armas rudimentarias. Incluso ahora, tres décadas después, y hasta para aquellos de nosotros que vimos las matanzas de primera mano, es imposible procesar la depravación y la gravedad de la pérdida.

En esa época, yo era el gerente del Hôtel des Mille Collines en Kigali, la capital de Ruanda, donde intenté proteger no solo a mi joven familia, sino también a las 1268 personas que buscaron refugio dentro de los muros del hotel. Su valentía y nuestra macabra danza diaria con la muerte se convirtieron en el telón de fondo de la película de 2004 “Hotel Ruanda”. Esta película llevó a la pantalla los compromisos, negociaciones y súplicas con nuestros potenciales verdugos para intentar mantener a raya a la milicia que nos esperaba.

Para cada uno de nosotros sigue siendo difícil revivir esta experiencia. Estoy agradecido por haber sobrevivido. También estoy agradecido por las dos lecciones personales que decidí llevarme tras vivir esta atrocidad. La primera: nunca, nunca, nunca te rindas. Esto me sostuvo cuando un operativo de los servicios de inteligencia ruandeses me secuestró en agosto de 2020 y me mantuvieron detenido injustamente en Ruanda acusado de terrorismo y otros delitos, junto con otras personas que habían criticado al gobierno actual. La segunda: las palabras son nuestras armas más eficaces cuando nos enfrentamos a quienes buscan oprimir y victimizar a otros.

Hoy tengo estas dos lecciones en mi mente, mientras el mundo observa al Estado de Ruanda 30 años después de que el genocidio nos puso de rodillas.

Para muchas naciones, ahora Ruanda es un importante aliado, uno que se ha reconstruido con valentía hasta convertirse en una sociedad moderna próspera e inclusiva. Sin embargo, cada vez es más difícil permanecer ciego ante el encarcelamiento —e incluso la desaparición y los asesinatos— de quienes critican o desafían el poder del gobierno ruandés. Los periodistas independientes, los defensores de los derechos humanos y los partidos políticos de la oposición están casi ausentes del panorama de la sociedad civil actual de Ruanda. Esta no es una sociedad reconciliada ni inclusiva; es un Estado autoritario.

El resto del mundo debería dejar de ignorar esta situación. Como comunidad global, nos enfrentamos al auge del autoritarismo y a la cooptación de instituciones destinadas a apoyar las libertades básicas, como la libertad de prensa, expresión y asociación. En todo el mundo, se está utilizando la política como herramienta para promover la división y, en algunos casos, la violencia, para obtener o mantener el poder. Seguimos viendo que los derechos humanos fundamentales por los que tanto hemos luchado se defienden para determinadas personas en determinadas circunstancias. Y, como suele ocurrir, los miembros vulnerables de la sociedad son los que pagan el precio más alto. Ruanda, país que hoy carece de instituciones democráticas fuertes y de elecciones libres y justas, no es inmune a estos problemas.

Creo que quienes fuimos empoderados por nuestras circunstancias debemos alzar la voz, actuar como un control de los abusos de poder y resistirnos a la erosión de nuestros derechos fundamentales. Es imperativo criticar a quienes buscan reducir el espacio cívico y las libertades básicas para su propio beneficio político, deciden alimentar la violencia para ganar dinero y participan abiertamente en guerras brutales por la riqueza material. Esta es nuestra labor, aunque alzar la voz nos ponga en la línea directa de fuego, como nos ha ocurrido a mí y a mi familia.

Treinta años después del genocidio ruandés, todavía hay motivos para tener esperanza. Podemos ver a jóvenes ruandeses en todo el mundo que siguen abogando por una reconciliación genuina y por la construcción de una Ruanda democrática, a pesar de los riesgos manifiestos de hacerlo. Podemos ver la valentía y la determinación inquebrantable de las mujeres de Irán y Afganistán y de quienes las apoyan. Podemos ver la resistencia abierta de la gente de Birmania, Ucrania, Siria y Sudán frente a la tiranía y la opresión. Su valentía nos recuerda que nuestro deber colectivo es oponernos a los regímenes y políticas autocráticos y promover la igualdad y, sobre todo, la paz.

Esta es mi oración y mi esperanza para los próximos 30 años, para Ruanda y más allá.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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