Una noche de pánico en las puertas del Maracaná: cuerpo a tierra y 15 balas que pasaron cerca en un intento de robo

Tiroteo en Río de Janeiro, en la previa de la final entre Boca y Fluminense
Tiroteo en Río de Janeiro, en la previa de la final entre Boca y Fluminense - Créditos: @@_rodrigomattos_

Son las 20.30 del viernes 3 en el Maracaná. La sala de prensa de este templo del fútbol comienza a desagotarse. El hervidero quedó atrás. Hay que caminar unos 100 metros para llegar hasta la avenida Profesor Eurico Rabelo, que bordea la parte sur de la cancha, una mole de cemento que tiene un hijo pequeño llamado Maracanazinho, un gimnasio multiuso que suele ser sede de los partidos de básquet de Flamengo. Sobre la vereda hay un par de cámaras prendidas; periodistas que salen en vivo desde allí porque es el último punto permitido para los que no tienen derechos de transmisión.

De repente, ¡pum! Una detonación. Y otra, y una tercera. Otra más. El recuerdo auditivo de lo ocurrido en Copacabana nos remite a los petardos. “Tranquilidad, es pirotecnia”. Pero no. Siguen, cinco, seis, siete. A la distancia, una imagen comprueba que la escena no tiene nada de pacífica. Un hombre en cuclillas se guarece detrás de un auto. Empuña un arma. No hay dudas: son tiros. Seis, siete, ocho...nueve. ¡Cuerpo a tierra!

La dirección exacta del tiroteo

“¡Todos abajo, abajo!”, grita un colega brasileño que también estaba grabando. Él y su compañero se agachan junto a una valla, de esas que antes del partido (porque aquí mismo se decidirá al próximo campeón de América) servirán para ordenar a la gente que llegará al estadio. Somos alrededor de diez. Todos al suelo, como podemos. Mirar para atrás puede ser sinónimo de recibir un tiro; una bala perdida. Diez, once...las detonaciones siguen. Tiran hacia ninguna parte, por ahora.

“¡Por aquí, por aquí!”, señala alguien, que encontró un sendero entre las vallas para llegar más rápido al portón de prensa. El portón 10. Es lejos. Seguimos gateando, sin pararnos. Nuestras credenciales vuelan por el aire, igual que algún teléfono celular. Vimos muchas veces por televisión las imágenes de gente temiendo por su vida, echada en el suelo para evitar que un tiro los arranque del mapa. Una bala perdida. Ahora, por primera vez, lo vivimos en carne propia.

Doce, trece, catorce. “¡Clank!”, una bala en una columna. Siguen los tiros, con la misma velocidad con la que sube la concentración de adrenalina. No duelen ni dos cortes en una rodilla ni una mano ensangrentada por la caída abrupta sobre el pavimento. Lo único importante es que la ráfaga termine. Quince. Y de golpe, silencio. “¡Brooooommmmm!”. El que estaba en cuclillas, el único tirador que se divisaba desde el lugar donde estábamos los periodistas, sale a toda velocidad. Abandona la escena. “¡Ele fugiu! ¡Ele fugiu!”. Quiere decir “se escapó”, en portugués.

Impactos de bala sobre un auto, tras el tiroteo entre un motochorro y un policía que estaba de franco frente al Maracaná
Impactos de bala sobre un auto, tras el tiroteo entre un motochorro y un policía que estaba de franco frente al Maracaná

En la puerta de prensa hay dos empleados de seguridad privada con su atuendo correspondiente: gorrita y chaleco fosforescente. Su trabajo no es salvarle la vida a nadie, sino controlar que tengamos las credenciales para poder ingresar. Los que no, afuera. Hasta ahí llegan. Uno de ellos grita bien fuerte: “¡Acabou! ¡Acabou!”. “¡Terminó! ¡Terminó!”, en portugués. Por suerte, tiene razón. La balacera da paso al silencio. De a poco, muy de a poco, nos incorporamos. Asustados. Llenos de miedo. Vivos.

Uno de los colegas brasileños pide ayuda. Tiene un golpe en una mano: puede que se haya fracturado un dedo en la caída para hacer cuerpo a tierra. Los estruendos nos tomaron a todos desprevenidos. Empezamos a preguntar qué pasó porque, una vez que el miedo mengua, nos guiamos por el instinto. La curiosidad. Estamos entrenados para indagar, para saber qué pasó. “Hubo un asalto. Un ladrón baleó a una persona que salía de una casa justo cuando estaba subiéndose a su auto. Pero el dueño de esa casa era policía. Se tirotearon y de ahí los disparos”, fue la primera explicación. Luego vendría el parte oficial de la policía de Río: un asalto sin heridos ni muertos. Pero en las narices del estadio elegido para jugar la final de la Libertadores.

Vista aérea del estadio Maracaná, sede de la final de la Copa Libertadores entre Boca y Fluminense
Vista aérea del estadio Maracaná, sede de la final de la Copa Libertadores entre Boca y Fluminense - Créditos: @Buda Mendes

No hay ningún efectivo de los responsables de velar por la seguridad de todos los que asisten al evento. Del portón para afuera es jurisdicción de la Policía Militar. Estamos a 50 metros del Maracaná. Del lado de afuera. De a poco, la respiración vuelve a su ritmo normal. “¿Estás bien?”. La pregunta se repite una y otra vez. “¡Qué bárbaro!”, es el grito-exclamación. La incredulidad domina la escena. Cuatro o cinco minutos después, un móvil policial hace su entrada triunfal. Sirena para sordos. Luz multicolor. Parece carnaval, pero no. Es tiempo de las pericias, de saber qué pasó.

También, de respirar hondo. Contar hasta mil y agradecer que no hay heridos. De a poco, el ritmo cardíaco vuelve a la normalidad. ¿Normalidad? “No se asusten, esto es cosa de todos los días en Río”, nos dice un brasileño. Puede que así sea. Lo anormal es que acontezca en las entrañas mismas de un estadio que pondrá en juego la “gloria eterna” del fútbol sudamericano. Y que no haya ni siquiera un policía en los accesos a la cancha. El estadio nos despide con la noche cerrada. Un rato después, el cielo rompe en llanto. Las nubes se descargan. Nosotros también.