Está bien llamarlo ‘soccer’

A finales de la década de 1960, el currículum de George Best era casi impecable. Era un extremo deslumbrante que ponía a la gente al borde del asiento, sin duda uno de los mejores jugadores del planeta. Durante un tiempo, tal vez ni siquiera necesitó el calificativo. Fue campeón de Inglaterra y Europa. Junto con Bobby Charlton y Denis Law, fue un miembro consagrado de la Santísima Trinidad del Manchester United.

Más que eso, fue una verdadera estrella multifacética. Fue un apasionado de la moda. Fue un rompecorazones. Salió con modelos. Honró con su presencia a los clubes nocturnos más populares. Fue dueño de una tienda de ropa de moda. Fue uno de los consentidos en los libertinos años sesenta, una auténtica celebridad. Tenía tal caché cultural que en España se le conocía como “El Beatle”.

Por supuesto que todo eso debería haberle otorgado una autoridad incuestionable en el juego que le hizo famoso. Por desgracia, las cosas no funcionan así.

Hay reglas en juego, las consideres justas o no, y Best las transgredió. En 1968, un par de meses después de ayudar al United a ganar la Copa de Europa, Best fue invitado a escribir un libro… o estaba determinado a hacerlo. Sería la primera de varias versiones a lo largo de los años siguientes.

Su título condenó a Best. Lo llamó “George Best’s Soccer Annual”. Y, como lo sabemos, nadie que lo llame “soccer” puede ser tomado en serio.

En los siete, ya casi ocho, años que llevo en The New York Times, ninguna crítica se ha repetido con tanta frecuencia —ni con tanta convicción— como la idea de que cualquiera que utilice esa palabra pierde en automático cualquier derecho de legitimidad o autenticidad. Los verdaderos aficionados lo llaman fútbol. Utilizar “soccer” te identifica de inmediato como un intruso: en el mejor de los casos, un neófito; en el peor, un fraude. O un estadounidense.

Por supuesto que, en mi caso, está bien. Hay muchas razones para desestimar mis opiniones sobre casi todo. Sin embargo, es una pena que las mismas normas hayan hecho caer en desgracia a Best.

No obstante, al menos estaba en buena compañía. Matt Busby, un entrenador totémico del gran Manchester United de Best, publicó su autobiografía en 1974 con un título triangulado con pericia: “Soccer at the Top: My Life in Football”. En 1952, Walter Winterbottom —un pionero olvidado de la idea de que, si a los jugadores se les permitía practicar con un balón, podrían mejorar en su uso— elaboró un manual de instrucciones titulado “Soccer Coaching”.

Ese mismo año, Raich Carter, una de las figuras determinantes del primer medio siglo del deporte, inició una revista dedicada al juego. La llamó Soccer Star. Unos años más tarde, surgiría una publicación hermana. Se llamaba, y se sigue llamando, World Soccer.

Por supuesto, la verdad es que la dicotomía fútbol/soccer en realidad es bastante nueva. Es extraño que una proporción relativamente pequeña de personas no parezca saber que la palabra “soccer” es —como los frijoles sobre pan tostado, Sam Allardyce y robarles estatuas a los griegos— británica. Lo más probable es que provenga de la abreviatura de “association” (asociación) en “association football” (fútbol asociación), una manera abreviada de distinguir este deporte de su primo arcano y absurdo, el rugby.

Y, durante años, fue una palabra que utilizaron los británicos. En su libro de 2014, “It's Football, Not Soccer (And Vice Versa)”, los académicos Stefan Szymanski y Silke-Maria Weineck proponen que el Reino Unido utilizó “soccer” casi de manera intercambiable con “fútbol” durante buena parte del siglo XX. Según su teoría, apenas se convirtió en “anatema” cuando los estadounidenses “empezaron a interesarse” en un juego que, hasta entonces, en esencia habían ignorado.

Yo discreparía con un par de los detalles más importantes de esta línea argumental. En mi experiencia como hijo de la década de 1980, puedo decir que la idea de que “soccer” tuviera un valor neutro es imprecisa. Como término, estaba muy codificado en la clase media: después de todo, tan solo las clases que jugaban rugby necesitaban una manera de diferenciar los dos deportes. (Es distinto en Irlanda y Australia, donde otras versiones de “fútbol” tenían un atractivo popular similar).

De algún modo, también era futurista. Después de todo, los años ochenta habían sido una década oscura, bajo la sombra de los desastres de Heysel, Bradford y Hillsborough. El fútbol, como escribió The Sunday Times en 1985, era un “deporte de barrio bajo que jugaba gente de barrio bajo en estadios de barrio”. “Soccer” sonaba más limpio, más fresco, más moderno. En cierto modo, tal vez se haya utilizado como una manera de renovar la marca.

Esto encaja con el otro asunto polémico del planteamiento de Szymanski y Weineck: la cronología. Ellos sugieren que la reacción británica contra el término comenzó en la década de 1970, con la llegada de la North American Soccer League y, en particular, la llegada de Pelé al Cosmos de Nueva York en 1975. En su opinión, el soccer se convirtió en un indicador del expansionismo cultural estadounidense.

Por supuesto que precisar una fecha exacta es imposible, pero parece un poco anticipado. En los años noventa, la cadena de televisión por satélite Sky —benefactora y beneficiaria de la Liga Premier de Inglaterra— puso en marcha programas titulados “Soccer A.M.” (1994) y “Soccer Saturday” (1998). Es razonable suponer que los ejecutivos que crearon los formatos habrían tomado otra dirección si hubieran sido conscientes de que la palabra era tabú.

En Inglaterra, hay un deseo de que a Estados Unidos le guste nuestro juego, de que apruebe nuestro gusto, de que en cierto modo demuestre que siempre tuvimos la razón.

Sin embargo, debe quedar claro, en todo momento, que es nuestro balón. Jueguen todo lo que quieran con él, pero no lo confundan con propiedad. Nos pertenece y nosotros decidiremos cómo se estructura, cómo se juega y —de manera más importante, con rabia, en contra de toda lógica y razón, a pesar del hecho de que nosotros inventamos la palabra primero— cómo se le dice.

c.2023 The New York Times Company