Isabel I y Victoria: la historia de las otras dos reinas que marcaron época como monarcas británicas
Muchas listas mencionan solo seis mujeres, pues a una de ellas, Juana Grey o Juana I, le quitaron la corona nueve días después de ponérsela.
Quien se la arrebató fue otra mujer: María I, la única hija de Enrique VIII con Catalina de Aragón, a quien sus opositores apodaron “María la Sanguinaria”.
María I tuvo que redefinir la monarquía, aprobando leyes que aclararan que su poder y derechos eran iguales a los de sus predecesores masculinos.
Reinó durante cinco años, pero si sus súbditos aún no se habían acostumbrado a que su monarca fuera mujer, tendrían 45 años más para hacerlo, pues le sucedió su media hermana Isabel I, quien famosamente declaró:
“Sé que tengo el cuerpo de una mujer débil y frágil, pero tengo el corazón y el estómago de un rey, más aún, de un rey de Inglaterra”.
86 años después de su muerte, María II ciñó la corona.
Había llegado de la República de los Siete Países Bajos Unidos después de que el Parlamento la invitara junto con su esposo Guillermo a invadir Inglaterra y tomar el trono como los únicos gobernantes conjuntos en la historia británica.
Su reinado sentó las bases para las Actas de Unión que unieron a Inglaterra y Escocia y convirtieron a su sucesora y hermana Ana en la primera soberana de Gran Bretaña en 1707.
Desde ese momento todos los monarcas posteriores gobernaron Inglaterra, Gales y Escocia, y algunas islas del Canal, en lugar de solo Inglaterra.
Irlanda fue incluida en 1801, cuando se creó el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, y en 1921 se restringió a Irlanda del Norte.
Ninguno de esos monarcas fue mujer hasta 1837, cuando a los 18 años de edad Victoria empezó su reinado de 63 años y 216 días, un récord solo superado por la más reciente de las reinas de esta historia, su tataranieta Isabel II, quien reinó por 70 años y 214 días.
Pero entre esas mujeres, que sirvieron no solo como jefas del Estado sino también del ejército británico y actuaron como cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra, hay dos que destacan.
Más que eso: sobresalen entre todos los 61 monarcas británicos.
Tanto que hay debates sobre cuál de las dos es más grandiosa, algo que no ocurre con los Jorges o Eduardos y demás.
Isabel I y Victoria
La comparación, se apresuran a señalar muchos, no puede ser ni exacta ni justa.
Isabel I nunca fue reina de Gran Bretaña. Pero tuvo mucho más poder como reina de Inglaterra que Victoria como reina de Reino Unido, pues para cuando esta última llegó al trono, los monarcas eran constitucionales.
Así que mientras Isabel I le pudo decir al Parlamento en una ocasión: “Ustedes, lores, hagan lo que quieran. Yo haré lo que me plazca”, Victoria alguna vez se lamentó cuán “miserable” era “ser una reina constitucional… y no poder hacer lo correcto”.
Por otro lado, Victoria heredó un imperio, mientras que Isabel I recibió un país relativamente débil en el escenario internacional.
Sin embargo, en los contrastes hay coincidencias e hilos que las unen.
Ambas escribieron... mucho y bien
Isabel I era una artífice de la palabra. Dominaba seis idiomas e hizo traducciones del griego, el latín y el italiano de obras como De Consolatione philosophiaede Boethius y De curiositate de Plutarco.
En un período en el que la oración y la epístola eran géneros literarios muy valorados, sus discursos y cartas destacan por una gran habilidad retórica.
Y, además de inspirar algunas de las mejores poesías de la época, la reina Isabel I era una poeta talentosa, que usó hasta la pared de su celda para expresarse.
Victoria, por su parte, escribió a “los 10 años y tres cuartos” de edad el libro “Las aventuras de Alice Laselles”, el cual ilustró coloreando muñecas de papel.
Fue solo el principio; siempre fue una escritora voraz.
Desde los 13 años, llevó diarios, completando 141 volúmenes y escribiendo unas 2.000 palabras al día y 60 millones de palabras a lo largo de su vida.
En 1884 se publicó un libro de su autoría, “Hojas del diario de una vida en las Highlands”, que ofrecía una visión íntima de sus días en Escocia, desde cómo sobrevivió un accidente de carruaje hasta los momentos de consuelo que encontró tras la muerte de su amado Alberto.El libro fue un éxito de ventas instantáneo, el único bestseller de un monarca.
Ambas tuvieron juventudes complicadas
Cuando aún no había cumplido 3 años, la madre de Isabel I (Ana Bolena) fue ejecutada por adulterio por orden de su padre (Enrique VIII), quien declaró que ella era una bastarda.
A los 14 años fue investigada por sospecha de traición por su relación con Thomas Seymour, un barón que era su tutor y 36 años mayor que ella, quien fue ejecutado tras ser sorprendido intentando entrar en la habitación del rey portando un arma.
A los 20 años, ella y su hermana María tuvieron que huir de los rebeldes armados que buscaban poner a Juana Grey en el trono.
Y a los 23 años, con su hermana en el trono, se encontró de nuevo acusada de alta traición.
Habían convencido a María II de que Isabel había sido cómplice de un complot dirigido por Sir Thomas Wyatt, y no solo fue llevada a la Torre de Londres -de la que pocos salían vivos-, sino que una noche tuvo que convencer al guardia de la Torre de que no ejecutara una orden de matarla.
Por su parte, la reina Victoria creció curiosa sobre un mundo que su sobreprotectora madre, la duquesa de Kent, y su asesor y amante John Conroy no le permitían ver.
Su padre había muerto cuando ella tenía 8 meses de nacida y la joven Alejandrina -como la llamaban- nunca tenía un momento para sí misma.
No podía tener amigos o dormir sola, ni siquiera bajar las escaleras por su cuenta sin que su institutriz le sostuviera la mano, pues su madre y Conroy querían proteger su inversión: si la niña se convertía en reina antes de los 18 años, ellos podrían gobernar a través de ella.
Si no, calculaban que en todo caso podrían controlarla.
Pero el día que se convirtió en reina, en cuanto le comunicaron la noticia, lo primero que dijo fue: “Quiero estar sola”.
Como sus deseos a partir de ese momento eran órdenes, por primera vez en su vida lo estuvo.
Ambas fueron arquetipos
Mujer: virgen, esposa, madre, viuda, puta.
Isabel fue la primera, Victoria, las tres siguientes, y aunque ninguna fue la última, ambas disfrutaron sin vergüenza los placeres carnales.
Una de las mejores obras de Isabel I fue la creación de sí misma: un modelo de lo que una mujer puede hacer si nadie se interpone en su camino.
Asegurarse de que nadie pudiera hacerlo fue una de las grandes victorias de su vida. Para eso no podía casarse.
La ley medieval y eclesiástica dictaminaba que una mujer era la sirvienta de su esposo, e Isabel había visto lo que eso significaba a través de la experiencia de su hermana y las esposas de su padre.
Sus muchos noviazgos fueron negociaciones diplomáticas, y se negó a diluir su poder uniéndose a un hombre, a pesar de la intensa presión de sus asesores.
En 1559, le respondió a una delegación del Parlamento que le pidió que se casara pronto que, al final, para ella sería “suficiente que una piedra de mármol declare que una Reina, habiendo reinado tal tiempo, vivió y murió virgen”.
Pero su concepto de virginidad no correspondía al victoriano de la sexualidad reprimida; no era castidad personal ni frigidez.
Su virginidad era parte de su imagen pública: se declaraba casada con su pueblo, pero era sexualmente promiscua y nunca ocultó sus apasionadas relaciones amorosas.
Ni siquiera cuando el romance con Robert Dudley estalló en un escándalo público; le dio un dormitorio que se conectaba con el suyo y pasaba días y noches en su compañía.
Victoria fue también muy consciente de la imagen que presentaba pero la suya fue la de la protagonista de una gran historia de amor y su familia se convirtió en el modelo de la virtud burguesa.
Aunque vivían en palacios, Victoria y Alberto fueron los primeros reyes en “parecerse a sus súbditos”, algo que la reina cultivó, pues entendía mejor que nadie el valor de esa conexión.
Cuando se convirtió en la primera monarca en ser fotografiada, en vez de su corona, cetro y capa, vistió lo que cualquier otra mujer en el país: crinolina, chal y tocado.
En su jubileo de oro, el premier Lord Rosebery le rogó que usara la corona en la procesión por Londres; ella se negó rotundamente, diciendo: “Mi gente sabe que soy una pobre viuda y usaré mi gorra de viuda”.
Pero aunque representara ciertas virtudes de lo que después se denominó “la moral victoriana”, no se ajustaba a la represión sexual asociada con ella.
En una época en la que se cubrían las patas de los pianos por ser vagamente fálicas, Victoria plasmaba en su diario apuntes como:
“Mi querido Alberto vino hoy de la lluvia; se veía tan guapo con sus pantalones blancos de cachemira, sin nada debajo”.
Y, aunque a las mujeres se les decía que en su noche de bodas lo que debían hacer era “acostarse y pensar en Inglaterra”, la reina se acostó pero no pensó precisamente en eso.
“¡NUNCA, NUNCA pasé una velada así! MI QUERIDO, QUERIDO Alberto se sentó en un taburete a mi lado, y su amor y afecto excesivos me dieron sentimientos de amor celestial y felicidad que nunca hubiera esperado sentir antes. Me tomó en sus brazos, ¡y nos besamos una y otra vez! ¡Oh! ¡Este fue el día más feliz de mi vida!”.
Cuando, seis semanas después de la boda, descubrió que estaba embarazada, se enfureció pensando que el embarazo y el parto interrumpirían su vida sexual.
La pareja real tuvo nueve hijos en 17 años y juntos crearon una especie de “Unión Europea” casando a sus hijos con otras familias reales del continente.
Tras su último parto, el médico real le dijo a la reina que sería peligroso tener más hijos, ella le preguntó: “¿Eso significa que no puedo divertirme más en la cama?”.
Ambas definieron eras
Sus nombres definen dos épocas histórica y culturalmente significativas.
La isabelina es considerada como la Edad de Oro de la historia inglesa.
Mientras católicos y protestantes luchaban en guerras en toda Europa, Isabel I, recién coronada y con sólo 25 años de edad, evitó el derramamiento de sangre en Inglaterra expresando su tolerancia religiosa con las famosas palabras:
“No tengo ningún deseo de abrir las ventanas de las almas de los hombres”.
Radicalmente, descartó enjuiciar el crimen de pensamiento, estableciendo tanto la tolerancia religiosa como la política: los desacuerdos eran sólo eso a menos de que llevaran a cometer traición abierta.
Así negoció el compromiso político que es la Iglesia de Inglaterra: protestante pero que reconoce su herencia católica y apostólica, lo que le permite acomodar una amplia gama de posiciones teológicas, lo cual ha sido, desde entonces, una de sus características esenciales.
Para protegerla, tuvo que vencer a España, la gran potencia europea de la época e instrumento de Roma, algo que logró con la derrota de la Armada Invencible española, de 1558 a 1603, una de las mayores y más importantes victorias militares de Inglaterra.
Fue entonces que empezó a forjar el imperio que siglos después reinaría Victoria, desafiando a la potencias europeas que intentaban expandirse por el mundo.
Sus corsarios recibían títulos nobiliarios a pesar de ser condenados como piratas en otros lares, y hazañas como la circumnavegación del mundo de Sir Francis Drake, la primera persona en hacerlo en un sólo viaje (Magallanes murió antes de lograrlo) eran celebradas.
En el camino, la Corona empezó a apoyar una presencia más importante en un comercio en el que hasta entonces Inglaterra había sido un actor periférico, la trata de humanos, que más tarde llevaría esclavos a las colonias que se empezaron a establecer en el Nuevo Mundo durante su reinado.
Para los ingleses, fue una gran reina: aprobó leyes para proteger a los pobres, restauró el valor de la moneda y mantuvo la paz.
Además alentó el florecimiento del Renacimiento inglés, en el que las formas de arte dominantes fueron la literatura y la música, y en el que William Shakespeare brilló como ningún otro.
La era victoriana marcó la cúspide de la Revolución Industrial y del Imperio británico, con todos sus prodigios y horrores.
Mientras que hubo cambios culturales, políticos, económicos, industriales y científicos extraordinarios (¡piensa solo en Charles Darwin y su obra!), el imperio se expandió a los cuatro rincones del mundo, sometiendo a cientos de millones de seres humanos e imponiendo sus deseos y visión.
En casa, comenzaron varias reformas sociales, incluida la abolición de la esclavitud y el establecimiento de leyes para regular el trabajo infantil.
Con un reinado relativamente pacífico y próspero, la popularidad de la reina era tal que cuando en 1848 los levantamientos revolucionarios derrocaron a las monarquías en Francia, Austria, Italia y Polonia, el trono de Victoria permaneció seguro.
Con la consolidación de la monarquía constitucional, los soberanos tuvieron que encontrar otras formas de influir en los destinos de su reino, y la predilecta de Victoria y Alberto era apoyar los numerosos los avances en la medicina, la ciencia y la tecnología.
Culturalmente, la victoriana fue para algunos la Era de Oro de la literatura británica, por las novelas de autores como Charles Dickens, William Thackeray, las tres hermanas Brontë, George Eliot y Thomas Hardy.
Los dramaturgos como Gilbert y Sullivan, George Bernard Shaw y Oscar Wilde divertían invitando a la reflexión y los poetas Tennyson, Elizabeth Barrett Browning y Robert Browning conmovían a millones, mientras que los prerrafaelitas creaban obras convencidos de que el arte podía cambiar el mundo.
Separadas por tres siglos, Isabel I y Victoria fueron soberanas de dos edades de oro.
Como señala el internacionalista colombiano Marcos Peckel, “la primera reinó durante su génesis, la segunda, durante su apogeo. Cada una fue símbolo de su era, convertidas a mitad de camino entre el barro de los mortales y el olimpo de los dioses”.
Por eso, entre los 61 monarcas que han sentido el peso de la Corona de San Eduardo en la larga historia de lo que hoy es Reino Unido, Isabel I y Victoria resplandecen.