A una historia de amor en la Liga Premier le espera el desengaño

En mayo, pocos días después de que el Luton Town ascendió a la Liga Premier, las cuadrillas de construcción ya estaban ingresando al estadio y los andamios ya estaban subiendo por el recinto, Kenilworth Road. Faltaban menos de tres meses para el primer partido del club como local en el máximo circuito del fútbol inglés desde la lucrativa y sobrealimentada renovación de imagen que la convirtió en la liga más rica y popular del mundo. Había una cantidad alarmante de trabajo por hacer y casi no había tiempo suficiente para hacerlo.

Durante algún tiempo, el estadio del Luton ha sido una especie de vuelta al pasado en el fútbol inglés: de una estrechez desafiante, en unas ruinas sin remordimientos, el tipo de lugar demacrado, hostil y crudo que la mayoría de los equipos dejaron atrás desde hace tiempo en favor de algo más moderno, más cómodo, tal vez solo un poco soso.

Sin embargo, el estadio Kenilworth Road era tanto un punto de diferencia como un punto de orgullo, un rasgo que el club había llegado a considerar una fuente de fortaleza, más que de debilidad.

“No creo que a nadie le guste venir al Kenny”, opinó el defensa Amari’i Bell la temporada pasada, utilizando el apodo cariñoso del estadio. “Cuando jugamos contra el Chelsea, no creo que lo hayan disfrutado. Si vienes aquí y no estás en el estado mental adecuado, solo quieres irte”.

La llegada del Luton a la liga más rica del mundo, 30 años después de su última aparición en el máximo circuito, es la culminación del tipo de cuento de hadas crucial para la identidad propia del fútbol inglés. Tan solo ha pasado una década desde que el Luton quedó a la deriva en la sexta división, donde se mezclaba con oponentes de medio tiempo, después de pasar años navegando cada vez más cerca del olvido.

Ahora está aquí, a la espera del Manchester City, el Manchester United y el Arsenal, en la tierra prometida. Uno de sus jugadores, Pelly Ruddock Mpanzu, ha estado presente en cada paso del camino; se convertirá en el primer futbolista de la historia en jugar para el mismo equipo en cada una de las mejores cinco divisiones de Inglaterra. Su director ejecutivo, Gary Sweet, es un aficionado de toda la vida.

Es el tipo de historia que define la visión romántica que Inglaterra tiene de su deporte nacional, la prueba viviente del poder de su legendaria pirámide, la superestructura porosa que une la Liga Premier no solo con la Football League, la cual gestiona las divisiones inferiores, sino con todo lo que hay por debajo de los niveles profesionales del deporte: la National League, la Northern Premier League, la United Counties League.

Se supone que la pirámide es un modelo de movilidad social, un camino desde la alcantarilla hasta las estrellas. El Luton es un caso de estudio de su viabilidad continua. Lo logró y al hacerlo ha demostrado que todos los clubes —todos los jugadores— tienen derecho a soñar, independientemente de dónde puedan encontrarse. El Luton demuestra que todo es posible.

Hasta cierto punto. El premio del ascenso para el Luton, como ocurre con todos los equipos que atraviesan las puertas doradas de la competencia nacional más lucrativa del mundo, fue casi increíblemente rico. El club ganará un mínimo de 215 millones de dólares, aunque permanezca en la Liga Premier una sola temporada. Para el Luton, ese dinero es transformador.

Por ejemplo, el club planea usar una parte considerable para financiar un estadio nuevo. Tal vez al Luton le encante el Kenilworth Road, tal vez aprecie su precariedad, pero desde hace tiempo sabe que necesita un nuevo hogar si quiere tener un futuro estable. Según Sweet, una cuarta parte de sus ingresos de la Liga Premier se ha destinado a ese proyecto.

“Somos planificadores a largo plazo consumados”, afirmó. “Pensamos en la planificación del club a cinco o diez años por delante, en vez de cinco o diez minutos, como lo hace mucha gente. Esa será la regla de oro de nuestro éxito: tener un plan estratégico, financiero y sensato a largo plazo”. El Luton percibe su paso por la Liga Premier como un medio para “construir los cimientos para el futuro”.

Es difícil refutar la idea de que las prioridades de cualquier equipo deberían ser precisamente esas, sin duda las de aquellos que no pertenecen a la élite del fútbol, un subconjunto que ha crecido tanto que en esencia es demasiado grande como para fracasar.

Después de todo, otro principio fundamental del fútbol inglés es que los clubes no son solo empresas, sino instituciones sociales, operadas por juntas directivas, directores ejecutivos y dirigentes de orígenes y calidades variables, pero propiedad —a nivel espiritual, si no legal— de los aficionados. Su principal interés es, o al menos debería ser, existencial: siempre tener un club al que apoyar.

El problema es que gastar dinero en infraestructura significa no gastarlo en jugadores. Este ha sido otro verano de excesos para la mayoría de los equipos de la Liga Premier, donde la escala del gasto a veces ha rozado lo irracional, casi con descaro.

Declan Rice ahora es el jugador inglés más caro de la historia. El Manchester City, equipo ganador del triplete la temporada pasada con cinco defensas centrales de élite, añadió a un sexto, Josko Gvardiol, por más de 100 millones de dólares. El Manchester United gastó otro tanto en Rasmus Hojlund, un delantero danés con un gran total de 27 goles en su carrera. El Liverpool ha comprometido 110 millones de dólares en dos mediocampistas y a sus dueños se les acusa del mayor pecado del fútbol moderno: la parsimonia.

En contraste, el Luton ha realizado el equivalente deportivo de ganar la lotería e invertir de inmediato sus ganancias en bonos a largo plazo de bajo rendimiento. No es que el club no haya gastado. Para sus modestos estándares, sí lo ha hecho: han llegado siete nuevos jugadores, con un costo total de unos 20 millones de dólares. Sweet se ha esforzado por señalar que dos de esas tarifas han sido récords para el club.

Sin embargo, se ha puesto el énfasis en utilizar el dinero caído de la Liga Premier de la manera más juiciosa y prudente posible, sin sacrificar el mañana por la satisfacción efímera del presente. Sweet ha admitido que esa decisión ha hecho que el presupuesto sea “algo restringido”, pero el club no cree que esa estrategia lleve al fracaso en automático.

Por supuesto que es aquí donde la veneración por la pirámide empieza a lucir un poco como a un delirio reconfortante. En efecto, hay un hilo conductor que une los tramos inferiores del juego con las estribaciones de la Liga Premier y un romance comunitario al ver como un equipo los atraviesa. Sin embargo, eso se acaba en cuanto se da el último paso. Resulta que la tierra prometida solo son negocios. Las reglas cambian cuando se llega a la Liga Premier.

El Luton puede ocupar un lugar en la élite, pero en realidad nunca podrá pertenecer a ella, a menos que esté preparado para arriesgar su futuro en favor de su presente. Puede sobrevivir una temporada, tal vez dos, manteniendo no solo a sus jugadores sino también sus métodos, invirtiendo en su infraestructura, actuando como debe, pero en algún momento quedará atrapado en la simple y brutal realidad económica.

Como pronto lo descubrirá el Luton, si subes lo suficiente, la naturaleza de la pirámide se vuelve nítida: los lados no son tanto inclinados como acantilados escarpados y, a la distancia, la piedra cimera se ha desprendido por completo, el aire la ha separado del resto del juego, un abismo que no se puede cruzar.

c.2023 The New York Times Company