La enfermera de la UCI: un símbolo de resistencia
Toda una sopa de letras de enfermedades respiratorias ha propagado la desgracia por Estados Unidos, lo cual ha llevado al personal hospitalario al borde del colapso una vez más; sin embargo, la semana pasada, Gena Oppenheim, enfermera de cuidados intensivos en Santa Mónica, California, se tomaba todo con calma mientras el número de camas ocupadas en el Centro de Salud Providence Saint John’s continuaba el aumento amenazante que había comenzado en torno al Día de Acción de Gracias.
Como muchos otros trabajadores sanitarios de todo el país, Oppenheim, de 35 años, siente que los últimos tres años y la pérdida de tantos pacientes con COVID-19 a su cargo la han afectado mucho a nivel emocional, pues muchos de ellos fueron jóvenes que permanecieron con respiración asistida durante meses.
No obstante, cuando en días recientes los familiares de esos pacientes le enviaron mensajes de texto con felicitaciones navideñas, Oppenheim se sintió extrañamente reconfortada a pesar de estar sumida en la melancolía.
“Sigo valorando el hecho de poder estar en contacto con esas personas”, dijo, señalando que antes de la pandemia no era habitual que las enfermeras de la Unidad de Cuidados Intensivos mantuvieran el contacto con los familiares de quienes no sobrevivieron. “En este caso, es como si fuéramos el único vínculo que tenían con su ser querido. Es una experiencia que compartimos”.
La enfermería está en crisis, impulsada por el agotamiento y la politización de un virus que dejó a muchos trabajadores de primera línea sintiéndose poco valorados y, en ocasiones, maltratados, pero el relato de cómo la pandemia diezmó las plantillas de los hospitales y mermó la atención a los pacientes solo es la mitad de la historia: por cada enfermero de cabecera que ha abandonado la profesión o se ha trasladado a un trabajo menos estresante en una compañía de seguros o una enfermería escolar, hay incondicionales como Nick Vargas, Bonifacio Deoso y Mariana Márquez, quienes, como Oppenheim, han resistido y en algunos casos prosperado.
“En el fondo, si amas tu trabajo y esa es la razón por la que te hiciste enfermero, mientras te cuides y tengas gente buena a tu alrededor, vas a volver a la enfermería”, afirmó Oppenheim. “Esa es mi opinión”.
Oppenheim tiene una conexión inusualmente poderosa con el hospital Providence Saint John’s. Su padre, enfermo crónico durante la mayor parte de la vida de la enfermera, pasó muchas noches ahí. Oppenheim vio a su padre por última vez en la habitación 2230 poco antes de morir.
Un mes más tarde, ingresó su solicitud en la escuela de enfermería y, en marzo de 2020, justo cuando el nuevo coronavirus comenzó su cascada mortal por todo el país, Oppenheim aceptó un trabajo junto a las enfermeras que cuidaron de su padre aquella última noche.
“Incluso en los momentos más oscuros en el hospital, siento que mi papá está ahí”, dijo.
Cuando Oppenheim vio que habían trasladado en silla de ruedas a Hanny Virginia, una estudiante de enfermería de 24 años, a la habitación 2230, pensó: “A ver, papá, haz tu magia”.
Aunque Virginia estaba muy sedada, Oppenheim habló con su nueva paciente como si fueran viejas amigas. Le explicó varios procedimientos médicos y el funcionamiento de la máquina de oxigenación por membrana extracorpórea, o ECMO (por su sigla en inglés), que la mantenía con vida. Quizá la información le serviría para prepararse para los exámenes que iba a hacer antes de enfermarse.
“Vamos, date prisa, mejórate, para que podamos darte un trabajo aquí”, le susurraban al oído los miembros del personal.
Para el verano de 2021, las enfermeras estaban atendiendo a una cantidad en aumento de pacientes de entre 20 y 30 años. El cambio demográfico, después de meses en los que la mayoría de los pacientes eran mayores, fue impactante para las enfermeras de la UCI del hospital Providence Saint John’s, muchas de las cuales también eran jóvenes. “Es como mirarse al espejo”, señaló una enfermera, Andrea Taylor.
Conexiones a lo largo del tiempo
Se crea una profunda intimidad entre una enfermera de la UCI y sus pacientes, la mayoría de los cuales están fuertemente sedados. Con el tiempo, las enfermeras pueden sentir cuando algo va mal, a veces incluso antes de la llegada de diagnósticos y datos confirmatorios.
“Es como lo que sucede con un cónyuge o un familiar, cuando te das cuenta de que algo no va bien”, explicó Vargas, “gracias a señales discretas que aparecen en su rostro. Se vuelve como un sexto sentido”.
Oppenheim estaba en constante movimiento. En un momento dado, estaba tecleando números en un archivo, luego se apresuraba a silenciar un pitido agudo de un monitor de signos vitales antes de ponerse en cuclillas en el suelo de la habitación de Jessica Flores para cambiar una bolsa de fluidos de una máquina de diálisis.
“Solo te voy a limpiar los ojos, ¿te parece bien? No te asustes”, explicó Oppenheim con voz juguetona mientras le limpiaba los ojos a Flores, de 32 años, artista visual y gestora de una oficina de transportes, quien estaba inconsciente.
Bonifacio Deoso, enfermero del turno nocturno, pasó gran parte de la pandemia sentado en silencio con pacientes como Catalina González, trabajadora de limpieza de Santa Clarita, California, quien sobrevivió 119 días conectada a una máquina ECMO.
“Por la noche todo se vuelve un poco más íntimo para nosotros”, dijo Deoso. “Es el momento en el que te quedas solo con tus pacientes y te afliges con ellos”.
Contra todo pronóstico
En muy pocas ocasiones Oppenheim escucha las voces de sus pacientes y, cuando su estado mejora, a menudo es la primera en oírlos romper un silencio de meses.
“No quiero que te desanimes”, dijo Oppenheim, inclinándose sobre Manny García, de 26 años, trabajador de la construcción y ávido jugador de fútbol de Oxnard, California, cuyas dificultades respiratorias obligaban a intubarlo de nuevo.
Un día después, García estaba consciente por primera vez en meses. Le repetía como loco a su novia “te amo”, mientras Oppenheim le acercaba el teléfono a la oreja. Más tarde, Oppenheim sostuvo un bloc de papel bajo sus manos mientras él escribía una serie de puntos que algún día podrían convertirse en palabras.
Cuando hospitalizaron a García por primera vez, le habían dado pocas probabilidades de sobrevivir, pero dos meses después, salió de su letargo y recordó sueños vívidos llenos de dinosaurios, accidentes automovilísticos y mensajes en las redes sociales donde lamentaban su fallecimiento prematuro.
“Cuando estaba dormido, creía que estaba muerto”, narró García.
Su único recuerdo real era el de una enfermera a los pies de su cama.
Las enfermeras siempre estaban allí. Lo siguieron cuando dio sus primeros pasos por el pasillo y cuando llegó al jardín de rosas del hospital, donde su padre se arrodilló incrédulo y dijo con la voz entrecortada: “Es un milagro”.
Historias como estas fueron las que ayudaron al personal sanitario a soportar los días más oscuros de la pandemia.
No obstante, mientras García daba esos primeros y vacilantes pasos hacia la recuperación, Virginia se debilitaba en la habitación 2230. Sangraba profusamente por la nariz y Oppenheim tenía un nudo en el estómago.
Dos semanas después, Oppenheim sostenía el brazo de la madre de Virginia, Fitri Sho, mientras otra enfermera intentaba explicarle que su hija estaba al borde de la muerte cerebral. Sho escuchaba con incredulidad. “Me miró para que la salvara”, recordó después Oppenheim.
El 5 de octubre de 2021, dieron de alta a Manny García. Ese mismo día, a dos puertas de distancia, Hanny Virginia murió.
Preguntas sobre la vida y la muerte
Nick Vargas terminó su turno cuando los familiares de Virginia se reunían alrededor de su cama para darle el último adiós. Una vez dentro de su coche, rompió en llanto.
Vargas, de 38 años, pensó en cómo, a sus veintitantos, se sentía invencible. Se puso en el lugar de Virginia e imaginó que, como ella, él podría haber optado por no vacunarse. “Pude haber sido yo”, dijo.
Un año después, Oppenheim, Vargas y el resto del personal de enfermería seguían preguntándose por qué algunos pacientes sobrevivían y otros no, a pesar de haber recibido el mismo nivel de atención. Sus fallecimientos parecían misteriosos… y en vano.
Algunas personas consideran que la enfermería es una combinación entre la ciencia y el arte creativo. Otros destacan la importancia de la espiritualidad y la sensibilidad humana.
Enfermeras como Mariana Márquez, que le cantaba a los intubados, confían cada vez más en el poder curativo de sostener la mano de un paciente. “En mi opinión, rezar con el paciente alivia gran parte de la tristeza y el dolor”, afirmó Márquez, quien ha sido enfermera desde hace dos décadas y aún recuerda los nombres de los pacientes de su primer año de trabajo. “Nunca los olvidaré porque se convirtieron en parte de mí”.
Andrea Taylor, otra enfermera de la Unidad de Cuidados Intensivos, coincidió. “Veo sus rostros. Veo las habitaciones en las que estaban”, narró. “Es una parte de la enfermería que llevas contigo”.
c.2022 The New York Times Company