Debemos abrirnos a las experiencias espirituales, pero también hay que ser muy cautelosos
Los analistas dependemos de las clasificaciones, sobre todo en épocas turbulentas. Por ejemplo, usamos etiquetas como “populista” y “nacionalista” para hacer generalizaciones acerca del despertar de millones de electores, incluso cuando muchos de ellos podrían considerarse simplemente experimentadores, que jalan diversas palancas u oscilan de derecha a izquierda sin ningún objetivo concreto más que invocar una nueva experiencia política.
Así como en la política, también ocurre en la religión. En mi papel de escritor, siempre estoy buscando terminología que pueda recoger distintas divisiones dentro del patrón general del declive del cristianismo estadounidense: católicos “liberales” frente a católicos “conservadores” cuando escribo sobre mi propia Iglesia; “herejía” u “ortodoxia” para describir tendencias dentro de la fe cristiana y en torno a ella; “laicismo” y “paganismo” para hablar de modelos de poscristianismo.
Pero la desintegración del viejo orden de la religión estadounidense —la disminución de iglesias y denominaciones y el surgimiento de una espiritualidad no institucionalizada— significa que cada vez más vidas religiosas se viven en cosmovisiones intermedias, en un territorio de experimentación donde es un error esperar coherencia, congruencia teológica y un conjunto definido de supuestos o creencias previas.
En esta columna quiero defender la racionalidad de este tipo de experimentación espiritual y luego alertar sobre sus peligros. (Conforme avanza, el argumento se hará cada vez más extraño). Pero primero, permítanme darles tres ejemplos del estilo de experimentación que tengo en mente, desde lo general hasta lo particular.
Comencemos con el impulso general y juvenil hacia lo que podríamos llamar pensamiento mágico, que va desde la moda de la astrología hasta la locura de TikTok por “manifestar” resultados deseados en tu vida. De algunas maneras, esto es una extensión de las espiritualidades de autoayuda que han estado ligadas a la religión estadounidense desde siempre, pero ahora, la dimensión mágica es más explícita y la conexión a la religión de antaño es débil o inexistente.
Al mismo tiempo, no está claro hasta qué grado alguna de estas cosas pueda llamarse creencia. En cambio, hay una dimensión teatral todo el tiempo, una gama de posturas desde: “Esto no es real, pero es divertido”, hasta: “Esto de verdad es real, pero quién sabe lo que significa”, pasando por: “Tal vez esto no es real, pero es genial experimentarlo”. Incluso parece que en algunas personas que, de manera explícita, se identifican con la brujería existe esta ambigüedad en su identificación; participan en una cultura de rituales y exploración, y no creen en un conjunto específico de afirmaciones.
Un segundo ejemplo es la fascinación creciente por las drogas psicodélicas y alucinógenas, lo cual adquiere modalidades científicas y mundanas, pero también tiene una fuerte dimensión espiritual con muchos participantes que creen que las drogas no solo producen una experiencia dentro de la mente, sino que también abren las “puertas de la percepción”, como dice Aldous Huxley, a realidades que existen todo el tiempo por encima de nosotros y a nuestro alrededor.
Esto es muy cierto con respecto a la cultura espiritual emergente en torno al DMT, un ingrediente del brebaje psicodélico conocido como ayahuasca que se ha convertido en la droga favorita de los llamados psiconautas: exploradores del territorio espiritual al cual parece dar acceso su consumo. Para muchos usuarios, resulta que el DMT ofrece una experiencia misteriosamente compartida: ellos afirman que se encuentran con paisajes y seres similares, como si todos estuvieran conectándose a sus arquetipos compartidos de algún subconsciente junguiano (lo cual ya sería bastante raro) o realmente entrando al mismo plano sobrenatural. Y esta última creencia produce una experimentación espiritual en su modo más puro: la gente que toma DMT de esta manera no está practicando una religión, sino tratando de descubrir el fundamento sobrenatural de la religión, y diseña una teología personal a partir de lo que encuentran y ven.
Ahora, un tercer ejemplo muy específico: hace poco, en un juzgado de Nueva York apareció una efigie que ocupaba un pedestal cerca de famosos impartidores de justicia, como Moisés y Confucio. Es una mujer dorada, o al menos una figura femenina, que emerge de una flor de loto y tiene el cabello trenzado en forma de cuernos y raíces o sarmientos en lugar de brazos y pies.
La escultora de esta figura, la artista paquistaní-estadounidense Shahzia Sikander, ha subrayado la importancia política de su obra. La mujer dorada lleva una versión del cuello de encaje de la jueza Ruth Bader Ginsburg, cosa que tiene como fin simbolizar el poder femenino en un mundo jurídico históricamente dominado por varones y protestar contra la anulación de la sentencia en el caso Roe contra Wade.
Pero es evidente que esta obra es también una tentativa de un ícono religioso forjado en una distorsión de tradiciones espirituales. Coincide con una escultura parecida de la misma artista que tiene la palabra “Havah”, que evoca el nombre de Eva en árabe y hebreo, con lo cual hace una reivindicación feminista sobre la tradición monoteísta. No obstante, la imagen de la escultura del juzgado también es panteísta; las raíces y la flor evocan la espiritualidad de la naturaleza, “un híbrido mágico de planta y animal”, como dijo un crítico de arte. Y luego, finalmente, es muy difícil no ver las trenzas como cuernos, los sarmientos que parecen tentáculos como una apropiación de las imágenes cristianas de lo demoniaco en una estatua que se enfrenta a la política del cristianismo conservador.
Sin embargo, ninguna de estas interpretaciones es firme; al igual que la gente que juega con magia o experimenta en las fronteras de la consciencia, Sikander ha concebido un ícono religioso al que le falta un significado religioso establecido, que está deliberadamente abierto a las aportaciones del espectador, que convoca a la energía espiritual de una manera no específica.
Para el estricto materialista, todo lo que he descrito es razonable siempre y cuando se entienda que es algo teatral, una búsqueda de experiencias, una experimentación artística. Solo cuando se vuelve algo serio, atenta contra la racionalidad.
No obstante, el materialismo estricto es en sí una extraña superstición de la modernidad líquida y el tipo de experimentación que estoy describiendo es en realidad mucho más racional que una vida vivida como si el universo fuera fortuito e indiferente y que los seres humanos fueran máquinas de transmisión de genes con una ilusión de autoconciencia.
Sí, muchas prácticas “milagrosas” y de la Nueva era no tienen ningún sentido o solo conducen a fraudes piramidales; en todas partes hay trampas para los crédulos. Pero el patrón básico de la existencia y la experiencia humanas, un cosmos ordenado y matemáticamente hermoso que ofrece secretos extraordinarios a la búsqueda de los seres humanos y proporciona todo tipo de locas experiencias espirituales incluso en nuestra época presuntamente desencantada (e incluso en ocasiones a los escépticos profesionales), hace que la apertura general a las posibilidades metafísicas sea un fracaso razonable. Y esto sucede sobre todo cuando no tenemos ninguna tradición teológica, ni ninguna educación religiosa para estructurar nuestro encuentro con los misterios del universo, si empezamos desde cero, como lo hace mucha gente en la actualidad.
Pero justamente debido a que es razonable una actitud de experimentación espiritual, también es importante destacar algo que nos enseñan casi todas las películas de terror, pero que, sin embargo, se pasa por alto en gran parte de la espiritualidad estadounidense: la importancia de ser muy cautelosos en esa apertura y no solo dar por sentada la benevolencia del ámbito metafísico.
Si el universo material es hermoso, tal y como lo descubrimos, pero también es peligroso por naturaleza, y está atravesado por la maldad y el pecado dondequiera que hay actividad humana, no hay motivo para pensar que ser “psiconauta” es menos peligroso que ser astronauta, aun cuando el peligro adopte una forma diferente.
Hay muchos datos brutos que señalan los peligros: no todas las experiencias cercanas a la muerte son celestiales; algunos usuarios de DMT regresan traumatizados; al parecer, la Iglesia católica estadounidense recoge una cantidad cada vez mayor de investigaciones de exorcismos, aunque, por lo demás, su influencia cultural disminuye. Y también debe haber una incertidumbre fundamental incluso en torno a las experiencias que parecen positivas en un inicio: no todo lo que brilla es oro y la idea de que ciertas fuerzas pretenden engañarnos o usarnos se repite en todas las culturas religiosas (y en la cultura semirreligiosa en torno a la experiencia con ovnis).
Estoy escribiendo esto en mi calidad de cristiano; de manera explícita, mi religión alerta contra la magia, la adivinación, la invocación de espíritus y cosas parecidas. (A los polemistas ateos les gusta decir que las personas religiosas son ateas con respecto a todos los dioses, excepto el suyo, pero en realidad este no es el caso; desde luego, el cristianismo da por sentado que existen otros poderes en el mundo además de su Dios trinitario). Y tiene lógica que en una cultura donde la gente está reaccionando contra el pasado cristiano exista el instinto de ignorar esas prohibiciones, de verlas solo como otro tipo de patriarcado y de control de los varones de raza blanca.
Pero la sospecha del peligro en el ámbito de lo sobrenatural difícilmente se limita a la tradición cristiana, y no se puede confirmar la suposición de que, a lo largo de la historia, el panteísmo, el politeísmo o cualquier otra alternativa al monoteísmo de Occidente genere de manera automática sociedades compasivas y bondadosas.
Así que, desde cualquier perspectiva religiosa, hay motivo para preocuparse de una sociedad en la que las estructuras se han derrumbado y grandes cantidades de personas salen a explorar sin mapa, o experimentan con una creencia a medias o implementan, en contra de lo que queda del cristianismo, símbolos que invocan múltiples espiritualidades al mismo tiempo.
Hay un elemento de riesgo inevitable. El futuro de la humanidad depende de que las personas abran las puertas a lo trascendental en vez de encerrarse en el materialismo y el desaliento.
Pero cuando abramos la puerta, hay que ser sumamente cautelosos con respecto a lo que permitamos entrar.
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