Cuando no decir nada es decir algo

Para el final de la semana pasada, la Asociación Inglesa de Fútbol (FA, por su sigla en inglés) sin duda pensaba que había hecho lo mejor que podía, que después de horas y horas de conversaciones se había decidido por lo que podría describirse como la opción menos mala.

El viernes pasado por la noche, la selección varonil de Inglaterra iba a jugar un partido de exhibición contra Australia. La mayoría esperaba que el partido tuviera en cuenta la violencia que azota Israel y la Franja de Gaza, que conmemorara a las víctimas y reconociera el sufrimiento. Los ejecutivos de la FA sabían que tendrían que andarse con cuidado.

Habían sopesado el riesgo de que pudiera ser interrumpido el minuto de silencio, la manifestación tradicional del duelo en el fútbol, pero determinaron que llevarlo a cabo era lo más apropiado. Habría brazaletes negros. Y para evitar la posibilidad de que aparecieran banderas israelíes o palestinas en la multitud, declararon que se prohibirían todas las pancartas excepto las de los equipos que iban a jugar.

Sin embargo, la decisión más difícil estuvo relacionada con el arco de Wembley, la viga de acero elevada que se alza sobre el estadio.

El arco de Wembley se ha convertido en el mecanismo por medio del cual el fútbol inglés expresa sus opiniones. Lo iluminaron con los tres colores de la bandera francesa en 2015 para mostrar solidaridad tras los atentados terroristas en París, y con el amarillo y el azul de Ucrania después de que Rusia invadió ese país el año pasado. Se ha utilizado para conmemorar la muerte de Pelé, mostrar admiración por el Servicio Nacional de Salud británico y manifestar apoyo a la campaña del Orgullo LGBTQ.

John Mann, el zar del antisemitismo del gobierno británico, supuso que la FA haría lo mismo por Israel. No obstante, consciente de la sensibilidad política de un gesto de ese tipo, había sugerido que el azul y blanco del manto de oración judío podía servir de acto de conciliación, en vez de la bandera israelí.

Su sugerencia no fue adoptada. Es difícil saber a ciencia cierta por qué, pero parece razonable suponer que la FA creyó que se iba interpretar como que estaba tomando partido en un momento en el que los civiles de Gaza también sufrían y morían. Cuando los aficionados empezaron a entrar al partido, el arco seguía a oscuras.

Sobre este tema, más que en la mayoría, no decir nada se interpreta como decir algo. La inacción percibida de la FA fue recibida con furia. El rabino Alex Goldberg, presidente del Grupo de Trabajo sobre la Fe en el Fútbol de la FA, renunció en señal de protesta. A final de cuentas, el director ejecutivo de la organización, Mark Bullingham, admitió que la decisión había “causado dolor en la comunidad judía”.

Mann fue bastante menos circunspecto. “La Asociación de Fútbol parece completamente incapaz”.

Por supuesto, la FA no es la única organización que ha tenido problemas para calibrar su respuesta ante la devastación de Israel y Gaza en las últimas dos semanas. También se ha acusado a la Liga Premier de eludir el tema, de recurrir a gestos vacíos y palabras desprovistas de significado.

La liga nacional más popular del mundo y los 20 clubes que la componen publicaron comunicados casi idénticos todos la semana pasada, en los que se declaraban “conmocionados y entristecidos por la escalada de la crisis” y condenaban “los horribles y brutales actos de violencia contra civiles inocentes”. Este fin de semana, también llevarán brazaletes negros y guardarán silencio.

Manor Solomon, el único jugador israelí de la liga, lo consideró insuficiente. En una entrevista en la televisión israelí, mencionó que el comunicado era “muy tibio”, un intento por decir algo sin decir nada. Erez Halfon, presidente de las Ligas de Fútbol Profesional de Israel, le escribió a su homólogo de la Liga Premier, Richard Masters, para expresar su decepción por lo que consideraba una respuesta equívoca del fútbol inglés.

En este punto, vale la pena dejar de lado los méritos relativos de estas perspectivas —lo único que vale menos la pena que escuchar comentarios sobre una guerra hechos por equipos de fútbol es que los hagan comentaristas de fútbol— y preguntarse, en cambio, cómo ha llegado el deporte a esta situación.

Es difícil no reconocer al menos la velada absurdidad de todo esto. El número de víctimas mortales producto del conflicto ya ha superado las 5000 personas. Cerca de un millón de personas han sido desplazadas. A muchas más se les ha cortado el suministro de agua, gas y electricidad. No está claro por qué habría que gastar tanta energía en descubrir lo que piensa el fútbol inglés de todo esto.

Sin embargo, tal vez la FA y la Liga Premier son las únicas culpables. Oficialmente, no paran de definirse como apolíticas. Así es la conciencia oficial que tiene el fútbol de sí mismo: es una fuerza para la unidad, para la alegría, para unir a la gente, no para dividir, pontificar ni juzgar.

Es evidente que esa postura siempre ha sido una exageración. El fútbol se da el gusto de involucrarse en muchos asuntos políticos. Nada más ha decidido de forma conveniente que las cosas solo son políticas si no está de acuerdo con ellas.

Por ejemplo, ignora por completo el simbolismo político de la amapola. La postura de la Liga Premier sobre la propiedad —en esencia, que todo está bien mientras no seas un criminal convicto— se presenta como una forma de neutralidad, en vez de una adopción ideológica de la economía thatcheriana y una aceptación tácita de algunos de los gobiernos más brutales del mundo.

No obstante, en años recientes, otro de los rasgos característicos del deporte —una arrogancia que raya en la pomposidad— ha debilitado todavía más su postura. Hubo una época, no hace tanto tiempo, en la que era relativamente raro presenciar un minuto de silencio en un partido de fútbol en Inglaterra.

Si fallecía un jugador o un entrenador querido, un club podía considerar que un momento de reflexión era un homenaje adecuado. En ocasiones, el deporte se unía para conmemorar un desastre específico del fútbol (el accidente aéreo de Múnich o las tragedias de Hillsborough, Heysel, Bradford e Ibrox) o, por edicto del gobierno, para honrar la muerte de un miembro de la familia real.

A paso lento pero seguro, eso ha cambiado. Tan solo este año, ha habido minutos de silencio por las víctimas de los terremotos de Turquía, Siria y Marruecos y las inundaciones de Libia, así como por la muerte de John Motson, comentarista por muchos años de la BBC. De hecho, ahora son tan frecuentes que se rumora que algunos clubes se han quejado en privado de “fatiga por el duelo”.

Es difícil argumentar que alguno de esos acontecimientos no merecía ser conmemorado —después de todo, no es un gran sufrimiento permanecer callado durante 60 segundos—, pero poco a poco han contribuido a alimentar la sensación de que el fútbol debe decir algo, debe hacer algo; de que parte de su papel es actuar como árbitro de la importancia, como barómetro nacional de la tristeza.

Por supuesto que la conclusión tenía que ser lo que ocurrió en las dos últimas semanas: se esperaba que el fútbol tomara una postura sobre un tema que es intrínsecamente divisivo, en el que tanto hacer algo como no hacer nada podía interpretarse como postura política. Es tentador decir que, en cierta medida, el fútbol inglés se lo buscó.

Sin embargo, esto no es del todo cierto. El hecho de que en un momento de crisis internacional los legisladores parezcan enfocarse tanto en la respuesta del fútbol no es simplemente una cuestión de conveniencia política —es mucho más fácil criticar la respuesta de otro que pensar en las propias acciones—, sino una medida del papel que el fútbol desempeña en la vida nacional.

Una oportunidad más para Brasil

Para Brasil, las dos últimas semanas empezaron mal y solo fueron empeorando. Primero, la selección nacional no logró más que empatar en casa ante Venezuela, tradicionalmente uno de los actores secundarios de Sudamérica. Justo después de que terminó el encuentro, varios jugadores sugirieron que les había costado adaptarse a los métodos empleados por su nuevo seleccionador, Fernando Diniz.

Unos días más tarde, Brasil viajó a Montevideo para enfrentar a un rival más intimidante: Uruguay, ahora bajo la tutela del principal filósofo purista del fútbol, Marcelo Bielsa. Los anfitriones ganaron 2-0.

Neymar, quien sigue siendo la estrella más luminosa de su país, abandonó el campo entre lágrimas justo antes del medio tiempo. Las pruebas confirmaron después que se rompió el ligamento cruzado anterior y el menisco de la rodilla izquierda. Podría estar ausente hasta un año. Neymar lo describió como uno de “los peores” momentos de su carrera.

Esa es la mala noticia. La buena noticia es que, en contraste con el impacto personal para Neymar, las consecuencias para Brasil serán bastante menos graves.

La expansión del Mundial significa que seis selecciones sudamericanas se clasificarán en automático para jugar en Estados Unidos, Canadá y México en 2026. Una séptima se clasificará por medio del repechaje intercontinental. Las eliminatorias sudamericanas, durante mucho tiempo de gran riesgo, ahora operan con una red de seguridad colosal. Brasil ha tenido un mal comienzo, sí, pero lo más probable es que esto signifique poco o nada dentro de un par de años. Tendrá que esforzarse mucho más que en estas últimas dos semanas para no clasificar a la Copa del Mundo.

c.2023 The New York Times Company