Su control del poder se creía inquebrantable. Las protestas demostraron lo contrario

Sheikh Hasina, quien se volvió más autoritaria como primera ministra con el paso de los años, huyó al exilio a la India tras las protestas generalizadas. (Atul Loke/The New York Times)
Sheikh Hasina, quien se volvió más autoritaria como primera ministra con el paso de los años, huyó al exilio a la India tras las protestas generalizadas. (Atul Loke/The New York Times)

La ex primera ministra de Bangladés Sheikh Hasina, quien en su momento llevó esperanza democrática al país, se volvió cada vez más autocrática y su gobierno terminó tras la represión de manifestantes.

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La vida de la ex primera ministra de Bangladés Sheikh Hasina, y su política, fueron definidas por un momento traumático temprano, uno que fue tanto personal, por su dolor, como nacional, por su repercusión.

En 1975, su padre, Sheikh Mujibur Rahman, el carismático líder fundador de Bangladés, y la mayor parte de su familia fueron asesinados en un golpe militar. Hasina, quien en ese momento se encontraba en el extranjero, se vio obligada a exiliarse en India.

Su regreso y su nombramiento como primera ministra encendieron las esperanzas de Bangladés de un futuro mejor y más democrático. Fue celebrada como una mujer musulmana laica que trató de frenar a un ejército proclive a los golpes de Estado, se enfrentó a la militancia islamista y reformó la empobrecida economía del país.

Pero, con el tiempo, cambió. Se volvió más autoritaria, sofocó a la disidencia y exudaba una arrogancia que consideraba a Bangladés como su legítima herencia. El lunes, los años del gobierno represivo de Hasina acabaron y su historia cerró un arco narrativo: bajo la intensa presión de un enorme movimiento de protesta, renunció y huyó de nuevo al exilio.

Manifestantes encabezados por estudiantes, indignados por la represión letal de su movimiento, que al inicio fue pacífico, irrumpieron en su residencia oficial y saquearon casi todo lo que había dentro. Desfiguraron sus retratos, derribaron estatuas de su padre por toda la ciudad y atacaron las casas y oficinas de los funcionarios de su partido.

La salida precipitada de Hasina se produce apenas unos meses después de que se asegurara un cuarto mandato consecutivo de cinco años y creyera que su control del poder era inquebrantable. Deja tras de sí un Bangladés sumido de nuevo en el caos y la violencia que han marcado al país desde el principio, cuando su padre ayudó a fundar la nación.

Más allá del júbilo inmediato entre los manifestantes por la renuncia de Hasina, hay cuestiones más preocupantes.

Por ahora, este país de 170 millones de habitantes parece estar sin un líder. Las fuerzas del orden, que mataron al menos a 300 manifestantes, quedaron desacreditadas. Es poco probable que la animosidad entre el partido de Hasina y la oposición desaparezca pronto, y la venganza por los años de dura represión bajo su mandato estará en la mente de muchos. También existe el temor de que la militancia islamista de la sociedad bangladesí resurja en el vacío político.

“Por fin nos hemos librado de un régimen dictatorial”, dijo Shahdeen Malik, destacado abogado constitucionalista y activista jurídico de Daca, la capital. “Antes teníamos dictadores militares. Pero esta dictadora civil era más dictatorial que los dictadores militares del pasado”.

Malik dijo que Hasina, durante un primer mandato como primera ministra a finales de la década de 1990, había sido revitalizante. La política bangladesí había estado marcada por golpes, contragolpes y asesinatos. Hasina era democrática y su partido intentaba actuar con más responsabilidad.

Pero tras su regreso al poder en 2009 —después de la derrota electoral, el exilio y un atentado contra su vida que dejó más de 20 muertos— parecía estar impulsada por instintos más sombríos. En sus oponentes vio una extensión de las fuerzas que le habían causado su trauma perdurable.

Se embarcó en la misión de dar forma a Bangladés según la visión de su padre, quien había sido acusado antes de su asesinato de intentar convertir el país en un Estado de partido único. Hasina lo enfocó todo desde esa perspectiva, con ese vocabulario, como si el país nunca hubiera superado esos días del pasado distante.

La imagen de su padre estaba por todas partes. Elogiaba a sus partidarios como herederos del legado de la liberación del país de Pakistán —cuando Bangladés obtuvo la independencia— y demonizaba a sus oponentes como traidores de aquella vieja guerra.

“Es innegable que sufrió casi el mayor grado de trauma, la muerte de toda su familia”, dijo Malik. “Siempre hemos pensado que su trauma personal se reflejaba en sus acciones y sus actividades políticas”.

En los últimos años, el poder de Hasina se basó en dos pilares: una represión implacable de la oposición hasta el punto de que no pudiera movilizarse y el afianzamiento de una red clientelar que la protegía para, a su vez, proteger sus intereses.

Cuando se le preguntaba por sus tácticas, respondía que la oposición política le había hecho cosas aún peores en el pasado, y que la simpatía pública por sus oponentes tradicionales seguía siendo limitada. Pero lo que estaba claro era que la verdadera prueba de su poder sería en una cuestión de sustento básico, un tema que superaba la política del poder.

El año pasado, antes de las elecciones, la oposición mostró algunos signos de organización en torno al estancamiento de la economía. La imagen de Hasina como arquitecta de la transformación económica del país hacía tiempo que se había disuelto, a medida que se hacía evidente su excesiva dependencia de la industria de la confección y se acentuaba la desigualdad. Los precios de los alimentos aumentaban y las reservas de divisas del país descendían a mínimos peligrosos.

Pero su gobierno disponía de dinero suficiente para sobrevivir, y recurrió a China e India diplomática y económicamente como amigos en tiempos de necesidad. Utilizó su control sobre las fuerzas de seguridad para acabar con el ímpetu de la oposición, empantanando a sus oponentes en decenas, y a veces centenares, de procesos judiciales ante jueces a sus órdenes.

La protesta estudiantil que comenzó el mes pasado se debió a una cuestión aparentemente menor: un sistema de cuotas que otorgaba un trato preferente en los empleos públicos. Pero la indignación era una señal de la tensión económica general.

En respuesta a las manifestaciones, Hasina, de 76 años, recurrió a la represión que antes había frustrado sus otros desafíos. Esta vez, sin embargo, provocaría su salida.

Al inicio, rechazó a los estudiantes, describiéndolos como descendientes de quienes habían traicionado a Bangladés en la guerra de independencia que ganó su padre. Cuando eso enfureció a los estudiantes, recurrió a la represión.

Envió a la agresiva ala juvenil de su partido a atacar a los que habían sido hasta entonces manifestantes pacíficos. Cuando estallaron los enfrentamientos, envió más fuerzas a las calles: la policía, el ejército e incluso el Batallón de Acción Rápida, una unidad antiterrorista que ha sido acusada de torturas y desapariciones.

Su situación se volvió precaria cuando las calles se convirtieron en una masacre a finales de julio, con más de 200 muertos, la mayoría estudiantes y otros jóvenes. La primera ministra intensificó la represión: declaró un toque de queda, cortó internet, encarceló a 10.000 personas y acusó a decenas de miles más de delitos. El movimiento de protesta pareció dispersarse.

“En última instancia, por supuesto que se silenciará a la gente si esto se prolonga indefinidamente”, dijo Naomi Hossain, estudiosa de Bangladés en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos, mientras se intensificaba la represión. “¿Cuánto tiempo puedes seguir protestando cuando matan a tiros a tus amigos? El costo puede ser tan alto que todo el apoyo” a Hasina desaparezca.

Cuando el toque de queda y el bloqueo de las comunicaciones se suavizaron, pronto quedó claro que el movimiento de protesta no se había extinguido y que se había ampliado para exigir responsabilidades por el derramamiento de sangre.

El domingo, los manifestantes se reunieron en mayor número que nunca. Cuando Hasina respondió una vez más con la fuerza, y casi 100 personas murieron en el día más mortífero de las protestas, quedó claro que el miedo que había engendrado durante tanto tiempo se había perdido.

El domingo, cuando los manifestantes convocaron una marcha hacia su residencia al día siguiente, su respuesta pareció desafiante: pidió a la nación “frenar a los anarquistas con mano de hierro”.

En las primeras horas del lunes, las calles que conducen a su residencia en Daca estaban fuertemente bloqueadas. Se bloqueó internet y se suspendió el transporte público. Las fuerzas de seguridad intentaron contener a las grandes multitudes a las puertas de la ciudad.

Pero a mediodía se hizo evidente que esas tácticas solo servían para ganar tiempo para lo que estaba ocurriendo entre bastidores. Hasina había dimitido y abandonaba el país, y el jefe del ejército estaba en consulta con los partidos políticos sobre un gobierno provisional.

En videos granulados grabados con celulares se veía a Hasina bajando de una camioneta negra en una base aérea militar, donde la esperaba un helicóptero. Partió hacia India, donde se espera que permanezca antes de dirigirse a otro destino, probablemente Londres.

El jefe del ejército, general Waker-uz-Zaman, se dirigió a la nación para anunciar el fin de su mandato. Prometió “justicia para todos los asesinatos y fechorías”.

Para los manifestantes, el júbilo fue inmediato. Salieron a la calle y asaltaron su residencia para hacerse selfis y llevarse recuerdos. Un manifestante se marchó con una planta, otro con unos pollos y otro con un plato. Uno se llevó un pez gigante del estanque de la primera ministra.

Pero al caer la noche se hicieron evidentes los signos de ira persistente. Los manifestantes derribaron estatuas del padre de Hasina, prendieron fuego al museo erigido en su nombre (en la casa donde había sido asesinado) y atacaron las casas de sus ministros y funcionarios del partido. También hubo noticias de ataques contra viviendas y lugares de culto de la minoría hindú, lo que hizo temer que los elementos islamistas que ella había contenido se envalentonaran.

“No bastará con que Sheikh Hasina huya”, declaró tras la huida de la primera ministra Nahid Islam, uno de los líderes estudiantiles de las protestas, quien fue detenido dos veces durante la represión y torturada. “La llevaremos ante la justicia”.

Saif Hasnat y Shayeza Walid colaboraron con reportería desde Daca, Bangladés.


Mujib Mashal
es el jefe de la corresponsalía del sur de Asia de The New York Times. Encabeza la cobertura en India y la diversa región que la rodea, incluyendo Bangladés, Sri Lanka, Nepal y Bután. Más de Mujib Mashal

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