La condesa descalza: Humphrey Bogart, entre su mala relación con el director del film y su destrato a Ava Gardner
“El más inteligente de los directores de cine” lo llamó Michel Ciment, uno de los críticos de la revista francesa Positif. ¿A quién? A quien otro que a Joseph L. Mankiewicz, guionista y director de ese Hollywood susceptible de ser explorado con astucia y desenfado, del blanco de su mirada cáustica y amorosa, el hogar que había rechazado a su hermano Mank y a él lo había acogido no sin reparos. Joseph no era otro que el hermano menor de Herman J. Mankiewicz, el guionista maldito de El ciudadano, el enemigo del magnate Hearst y también de su verdugo, el gran Orson Welles. Pero Joseph contó otras historias, también de gloria y decadencia, también escritas con una pluma afilada y exquisita. Entre ellas perdura la historia de María Vargas, una estrella misteriosa y efímera, una condesa sin título, amada y perdida. La condesa descalza fue el paso siguiente después del experimento de Julio César (1953) con Marlon Brando, de la british Cinco dedos (1952), de esa comedia sobre las apariencias que es Lo llaman pecado (1951), y sobre todo del triunfo en los Oscar de La malvada (1950). Era el desafío de Mankiewicz para mantener su reinado, el paso decisivo para su inmortalidad.
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Un proyecto propio
En el libro de entrevistas de Ciment, en el que comparte cartel con otro célebre director-guionista como Billy Wilder, Mankiewicz revela que la idea de La condesa descalza surgió como un intento de contar la historia de Cenicienta en Hollywood. “La idea era tratar la banal historia de Cenicienta con la ironía propia del medio en el que se desarrolla. María Vargas sueña con ser famosa, encontrar al príncipe azul y vivir feliz hasta el fin de los días. Lo que descubrimos al final es que no se encuentra al príncipe azul tal y como se lo imagina”. La idea rondaba en su cabeza desde hacía tiempo, pero recién logró llevarla a cabo cuando fundó su propia compañía productora, la Figaro Incorporated. Después de la finalización de su contrato con la Fox, para la que filmó Lo llaman pecado y Cinco dedos, y de su regreso a la MGM –el estudio en el que había sido productor en sus comienzos- con Julio César, había llegado la hora de emprender un nuevo camino.
Productor financiero, productor ejecutivo, director y guionista, Mankiewicz sería el único hacedor de esa película ambiciosa y personalísima, la primera en color de su trayectoria como director, una descarga de la frustración que acarreaba por la persecución del macartismo, que había concluido con la famosa defensa de John Ford ante las acusaciones de Cecil B. DeMille que bregaban por su presentación ante el Comité de Actividades Antiamericanas. “La condesa descalza era una tragedia. Incluso la muy mala película que filmé durante esos años confusos de mi vida, El americano impasible, también lo fue. Me volví una especie de viejo enojado. Estaba lleno de amargura”, declaró a Derek Conrad en una entrevista del año 1960. Ese tono cínico y desencantado es el que encarna su protagonista, el director de cine Harry Dawes, cuya voz conocemos al comienzo de la película cuando asiste al funeral de María Vargas, una bailarina de cabaret convertida en estrella de cine y luego en condesa italiana. “Me inspiré en varios directores que conocí, verdaderos hombres de Hollywood”, le contó a Ciment en una de las entrevistas de Billy & Joe: Conversaciones con Billy Wilder y Joseph L. Mankiewicz. “Gregory La Cava, Howard Hawks, Eddy Sutherland, William Wellman, los que tenían el ojo americano, el ojo cínico”.
La figura de Harry Dawes resulta el hilo conductor del relato. Es a él a quien conocemos de entrada en el funeral de la condesa Torlato-Favrini, antes María D’Amata, antes María Vargas, y quien nos conduce a descubrirla, a través de una serie de voces que arman ese enigmático rompecabezas. Mankiewicz parte de la voz en off de Dawes y la estatua de María – realizada por el artista búlgaro Assen Peikov- para seguir la pista de ese pasado, fragmentario en los recuerdos de quienes la conocieron, la amaron y perdieron, la quisieron custodiar y poseer. La precisión de esa estructura narrativa, deudora de la que había ensayado en La malvada, condensada en los flashbacks, los comentarios en off y las elipsis, proponía un artificio fascinante y elaborado, que Mankiewicz había escrito en soledad y ahora debía llevar a la realidad. “Para mí escribir una película es algo muy personal. En general, se debe a que tengo algo que decir. No tengo problemas con las palabras y me tomo el trabajo de guionista más en serio que la mayoría de mis colegas. Puedo pasarme media hora buscando el ritmo justo, la estructura conveniente para una sola frase”.
La figura de María
En varias ocasiones Mankiewicz deslizó que había modelado a María sobre la vida de Rita Hayworth, hija de un bailarían español que fue descubierta en un club nocturno por el mandamás de la Fox, luego convertida en estrella bajo el nombre que le dio su película más famosa, Gilda, casada con Orson Welles, quien deconstruyó su figura en La dama de Shangai, y por último esposa del príncipe Agi Kahn, lo que la alejó un tiempo de la pantalla. El director primero barajó la idea de buscar a una actriz desconocida como Joan Collins o Rossana Podestá para interpretar a su estrella, luego pensó en Elizabeth Taylor o en la mismísima Hayworth, pero finalmente consiguió que la MGM le cediera a Ava Gardner por doscientos mil dólares y el 10% de las ganancias. Sobre esa elección dio cuerpo a algunos personajes, como el productor que en la película se llama Kirk Edwards y recuerda en demasía a la figura de Howard Hughes, pareja del pasado de Gardner. “Para conseguir que protagonizara la película, Joe [Mankiewicz] tuvo que tratar con la Metro”, recuerda Gardner en sus memorias, Ava Gardner. Con su propia voz. “Me enteré de una reunión a los gritos con Nick Schenck, el hombre de finanzas de la MGM, un caballero de pelo plateado que se había enfurecido hasta tal punto con Joe que pronunció aquella famosa frase: ‘Jamas volverás a trabajar en este negocio’. Finalmente Schenck exigió la cifra exorbitante de doscientos mil dólares, terminó obteniendo más de un millón con las ganancias para la MGM, y a mí solo me pagaron sesenta mil. ¡Lo tacaños que podían ser esos sinvergüenzas!”.
El rodaje comenzó en enero de 1954, en los estudios de Cinecittà de Roma, y terminó en abril, con dos semanas de exteriores en San Remo y Portofino. El elegido para interpretar a Harry Dawes fue Humphrey Bogart, con el que Mankiewicz nunca se llevó bien. “Presumía de no aprenderse los diálogos en ninguna película. Conmigo los aprendió. Era un ser imprevisible, grosero y maleducado”, sentenció el director en una entrevista con José Ruiz para la revista española Casablanca en 1982. Bogart tampoco conectó con Gardner. “La detestaba. Decía que no le sugería nada y que como actriz le parecía una negada. Sus escenas juntos se repitieron infinidad de veces”. Los motivos del recelo de Bogart eran varios. Gardner se había separado recientemente de Frank Sinatra, uno de los mejores amigos de Bogart, y había iniciado un incipiente romance con el torero Dominguín durante su estadía en Roma, hecho que Bogart censuraba. También Gardner ganaba más dinero que él en los papeles, pese a que gran parte terminara en las arcas de la MGM. La actriz también evoca la relación con Bogart en sus memorias. “Bogart no me hizo la vida fácil. Me llamaba la gitana de Grabtown y se quejaba de que tenía que correr como un galgo para llegar al set antes de que lo arrollara mi séquito. El primer día de rodaje le gritó al director: ‘Eh, Mankiewicz, ¿le podés decir a esta dama que hable más alto?’. La verdad es que no era la mejor forma de infundirme confianza. Pero, con todo, he de admitir que me forzó a lograr una mejor actuación de la que hubiese dado sin él”.
Pese a ello, las mayores tensiones escalaron en el vínculo entre el director y la actriz. “Llevarme bien con Mankiewicz también resultó problemático. Lo respetaba enormemente pero, aunque era un hombre muy cerebral, nunca llegó a entenderme ni a comprender la inseguridad que sentía. Un día el director de fotografía Jack Cardiff me pidió que me sentara en el borde de un sofá para realizar las tomas preliminares de un primerísimo primer plano que necesitaba para una escena. Entonces me senté, con cara pensativa, en el borde del sillón mientras Cardiff manipulaba sus lentes. De pronto, Mankiewicz pasó corriendo y me gritó: ‘¡Tenés la maldita costumbre de estar siempre sentada! En mi vida he trabajado con una actriz semejante’. Y no fue en un tono cordial, cabe aclarar. Me quedé tan sorprendida que no pude abrir la boca para gritarle ¡Jodete!, que era lo que se merecía”. Mankiewicz hizo su autocrítica al respecto: “Ava Gardner era una actriz muy impulsiva, muy natural, yo no sabía cómo relacionarme con ella. No me di cuenta lo sensible que era y lo insegura que estaba al hacer un personaje tan difícil. En cierta ocasión la insulté delante de todo el equipo –medio en serio, medio en broma- y no me lo perdonó nunca. Se encerró en una cáscara que nunca pude romper”.
La vida deshace los planes de todo guion
“Cuando escribí La condesa descalza yo quería tratar uno de mis temas preferidos, a saber, que la vida echa a perder todos los guiones”, recordaba Mankiewicz en una de sus entrevistas con Ciment en 1973. “Cada uno de nosotros, ya sea Nixon dando un discurso en el Congreso o usted afeitándose por la mañana, escribe un guion para la jornada. Pero la vida no es un guion, siempre nos desconcierta. Todos somos actores intentando interpretar nuestro papel sin conseguirlo”. Su guion también fue deshecho por los cimbronazos de aquel rodaje. El primero tuvo que ver con la intervención del código Hays que impidió que el conde Torlato-Favrini, esposo noble de María, fuera homosexual. Mankiewicz tuvo que ceder al eufemismo de la impotencia. “Me gustaría escribir La condesa descalza hoy en día”, declaraba en esa misma entrevista de 1973. “La concebí en una época en la que no estaba permitido escribir sobre la homosexualidad, no hubiera pasado la censura”. Lo que Mankiewicz exploraba en la figura del conde eran los modelos de masculinidad vigentes, que también se exponían en otras películas del período como Té y simpatía (1956) de Vincente Minnelli o incluso en la posterior adaptación que él haría de la obra de Tennesse Williams, De repente, el último verano (1959). Cuando Ciment le pregunta a quién representa Bogart en la película, si a él como director o a su desilusión, Mankiewicz respondía: “A mi conciencia de la realidad. Nunca perdí las ilusiones en Hollywood porque nunca las tuve”.
Dos hechos signaron el final del rodaje y la preparación para el estreno. El primero fue una acusación de plagio que interpuso Mildred Luber, la representante de la actriz Anne Chevalier quien fue una de las protagonistas de Tabú (1931), la obra póstuma de F. W. Murnau. Luber escribió un libro sobre la vida de Chevalier, The Dancing Cannibal, y trató infructuosamente de venderla a Hollywood para convertirla en una película. Cuando se enteró de los detalles del argumento de La condesa descalza le inició un juicio a Mankiewicz, pero lo perdió en 1960. El segundo fue la insistente presión de Howard Hughes para que se eliminaran del montaje final las escenas que hacían evidente que Kirk Edwards, el productor y magnate de Wall Street que había sido amante de María, estaba inspirado en su tempestuosa relación con Gardner. De hecho una de las escenas que mostraba a María arrojando un cenicero a la cabeza de Edwards fue suprimida del corte final.
La película se estrenó en septiembre del mismo 1954 y si bien no fue un éxito económico sí un verdadero acercamiento al estado de cosas del cine de aquellos años. Una industria en plena transformación por el impacto de la televisión y los cines europeos, que todavía combinaba las limitaciones de la censura con las demandas de un público cada vez más adulto. La condesa descalza ensayó esa exégesis, y lo hizo desde la consciencia del detrás de escena de la construcción de una estrella y las voces que parecen encarnarla. Pese al recorrido que nos propone la película, María Vargas y sus posteriores personalidades permanecen como un misterio nunca resuelto. La conocemos en su funeral, convertida en mito por una estatua que consagra su eternidad –que Sinatra instaló en el jardín de su mansión de Colwater Canyon como recuerdo de la mujer a la que también perdía-, desplegada en los testimonios de quienes la soñaron y veneraron, de quienes quisieron poseerla, de quienes la perdieron y la lloraron. Detrás de ella asoman los retazos de otras estrellas y la única figura de Ava Gardner, la mujer que encarnó con ese personaje su propio mito.
“Si Mogambo fue la mejor de mis actuaciones, La condesa descalza fue el apogeo de mi vida como estrella. Mi nombre en una canción de Cole Porter, mis huellas grabadas en el cemento del Grauman’s Chinese Theatre. El gremio de Sastres a Medida me nombró la chica a quien más le gustaría medir para un traje nuevo y la Asociación de Ascensoristas la chica con quien más les gustaría quedar atrapados en lo alto del Empire State Building. Pero también ser una estrella me trajo todo lo que no quería. Quizás porque no tenía el temperamento adecuado para el estrellato. Recuerdo una vez que vi a Bette Davis en el Hilton de Madrid. Me acerqué a ella y le dije: ‘Señorita Davis, soy Ava Gardner y soy una gran admiradora suya’. Y ella se comportó exactamente como yo quería que se comportara. ‘Claro que lo eres, querida –me dijo-, claro que lo eres’. Y siguió su camino con paso majestuoso. Eso sí que era una estrella”.