Aquel penal de Maradona

El Pelusa a las puertas de su casa en La Paternal, lugar que hoy es un museo con mucho para contar
El Pelusa a las puertas de su casa en La Paternal - Créditos: @Gentileza César Pérez

Está abierta la Feria del libro de Buenos Aires y la enorme presencia de público que se congrega en La Rural como cada año me trae el recuerdo de un hecho que tuvo lugar en mi niñez en ese predio ferial porteño y que llevaré en mi corazón por siempre.

Es que, en ese sitio hoy poblado de libros, autores y lectores, hace más de 40 años me pateó un penal Diego Armando Maradona. Sí. A mí, y a miles de niños más. Pues la presencia del ‘Pelusa’ para ejecutar tiros desde los 12 pasos era uno de los atractivos más rutilantes en una exposición sobre salud humana que se estaba desarrollando entonces en La Rural y que se llamó Expovida.

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Tengo que aclarar aquí que cualquier información aledaña a la anécdota central –el penal de Maradona- puede verse tiznada por el hollín que el paso del tiempo deposita sobre la memoria. Pero el meollo de la historia es ciento por ciento verídico.

En mi recuerdo esto pasó en el año 1981, cuando Diego ya había salido campeón con Boca y estaba próximo a marchar hacia su primer destino europeo en el Barcelona. Puede haber sido unos años después también. El asunto es que yo no pasaba de los 11 años y en la Rural, para Expovida, habían montado una muñeca gigante de una joven que se llamaba Alicia. Recostada boca abajo y con las fauces abiertas, la idea era que se podía ingresar a ella y recorrerla por dentro para ver cómo está conformado el interior del organismo humano.

A mí me habían llevado mis papás desde La Plata y si bien me interné con asombro infantil en la anatomía de cartón piedra de Alicia, mi interés principal estaba en el encuentro con el 10.

Un arco de fútbol montado en un descampado del predio ferial y una enorme cola de cientos o miles de niños ilusionados, entre los que me hallaba yo, era el marco que rodeaba a Diego Maradona, que, de pie frente a los tres palos, ya había empezado a ejecutar su tarea. Pasaba un chico al arco, Diego pateaba. Otro niño, otro penal. Así, una y otra vez.

A aquel pequeño que tenía la suerte heroica de contener un penal a quien ya se perfilaba para ser el mejor jugador del planeta se le regalaba una camiseta de la marca deportiva con nombre de felino americano que en ese entonces esponsoreaba a Pelusa.

Diego alternaba su talento para embocar los penales al ángulo con un espíritu hidalgo hacia los más chicos, ya que cuando veía a algún arquerito ocasional de 4 o 5 años, le pateaba bien despacio y al medio para que el niño pudiera atrapar el balón sin problemas.

Un rato después de haber comenzado la tanda de penales, la generosa manera de patear de Maradona a los más pequeños y la cantidad de pibes en la cola llevaron a dos situaciones inesperadas.

En primer lugar, se terminaron las camisetas. De modo que no había ya premio para quien atajara, por lo que la precisión de Diego para patear se afinó mucho más, y todos sus zurdazos iban al fondo del arco. Y en segundo lugar, los chicos empezaron a pasar a atajar de a dos, como para que la cola eterna pudiera desagotarse más rápido.

Finalmente me tocó pasar a ponerme bajo los tres palos junto a un compañero de la fila, que se ubicó en la línea, algo distante de mí, para cubrir su propia mitad de la portería.

Entonces, llegó el momento más esperado durante toda esa tarde, y quizás durante toda mi vida. Pelusa se posicionó frente al balón. Dio dos pasos hacia atrás con las manos en jarra. Corrió hacia adelante esos mismos dos pasos y le pegó.

Tengo que decir con orgullo que el Diego eligió mi lado para su disparo y que estuve a la altura de los grandes goleros de aquella época. Porque, al igual que a esos arqueros, Maradona me metió el gol. La pelota ingresó abajo junto al palo y apenas la vi pasar. Ni tiempo para tirarme tuve.

Mi colega en el arco por esos segundos vio también desde su puesto como el esférico inflaba la red. Me miró con un gesto de desprecio y me recriminó mi no atajada con un sonoro improperio. Ahora no recuerdo si le dije o pensé la réplica más lógica del mundo: “¿Qué querés, flaco? ¡Es Maradona!”.