Alberto García Aspe, el eterno capitán del Tri que se extraña hoy en día
Alberto García Aspe era un líder nato. Cada gesto lo dejaba ver. Cuando golpeaba el balón, cuando reclamaba al árbitro. Todo en él era natural y diferencial: sus compañeros se sabían arropados por un capitán que nunca les dejaba solos. Eso es lo que hacen los grandes comandantes en el futbol. Su presencia fue destacada en casi todos los equipos donde jugó, pero su faceta más recordada es aquella que lo vincula a la Selección Mexicana.
Oriundo de la Ciudad de México, Aspe se formó en la inagotable cantera de los Pumas, un equipo especialista en detectar talento, formarlo, y llevarlo a Primera División –él debutó profesionalmente a los 17 años, en 1984–. Con los de la Universidad Nacional, el ‘Beto’ se coronó campeón en la recordada temporada 1990-1991. En la Final de aquel certamen, los felinos se impusieron al América en Ciudad Universitaria para ganar la tercera liga de su historia.
Paradójicamente, el mayor éxito en la carrera de García Aspe se vio con la camiseta del Necaxa. En la década de los 90, los Rayos agruparon a una gran colección de jugadores: Luis Hernández, Nicolás Navarro, Ratón Zárate, Alex Aguinaga, Ivo Basay y, desde luego, Aspe. De la mano de Manuel Lapuente, un genio de la táctica, Aspe se consolidó como estandarte del mediocampo rojiblanco, al tiempo que era capitán indiscutible en la Selección Mexicana.
Su sello era la entrega total. Quizá no es el centrocampista más fino, pero tenía la técnica necesaria para hacer temblar a los rivales con sus potentes zapatazos. Especialista en tiros libres y penales, tenía un toque tan preciso como poderoso. Desde 1992 a 1997, Aspe ganó cinco títulos con Necaxa, incluidos dos campeonatos de Liga. En 1995 tuvo un breve paso de cinco partidos por River Plate, pero la aventura por Sudamérica concluyó rápido.
En los Mundiales de 1994 y 1998, Aspe fue pieza medular del Tri. Capitán y brújula, siempre había que mirarlo si se pretendía saber cuál era el estado anímico del equipo. No todo fue dulce para él. Le tocó mezclar orgullo y tristezas en todas sus aventuras mundialistas. En Estados Unidos, Aspe erró el primer penal de la tanda contra Bulgaria. México quedó eliminado en Octavos de Final. El Capi había marcado un gol desde los once pasos en el tiempo regular, para empatar los cartones. Su aura de infabilidad murió esa tarde trágica en Los Ángeles.
En Francia 98, Aspe marcó de nuevo ante Bélgica. Esa generación de México conmovió a todo el país con su juego aguerrido. Tuvieron la gloria en las manos contra Alemania, pero dos goles de Oliver Bierhoff sepultaron las ilusiones que se habían gestado a punta de hazañas –empatar a Holanda con diez segundos en el reloj, por ejemplo–. Nada fue igual para Alberto luego de ese Mundial.
Se cerró el ciclo en Necaxa y se eufundó los colores del vecino grande: el América. En dos años con Las Águilas no pudo escribir más capítulos reseñables. Pasó al modesto Puebla para alistar su adiós al futbol (que llegaría dos años más tarde). Fue convocado a Corea Japón 2002, pero su homenaje contra Estados Unidos en Octavos de Final, con todo en contra, dejó un halo de decepción en la fanaticada azteca.
A esas alturas, ya todo estaba escrito en la carrera de García Aspe. Javier Aguirre intentó apelar al pasado, pero ciertamente el eterno capitán ya no tenía nada que hacer. A pesar de ese triste epílogo, su nombre siempre será sinónimo de esfuerzo y templanza. Quien quiera saber cómo se comporta un líder, tendría que revisitar los partidos de Alberto García Aspe. Ahí encontrará más respuestas que en cualquier manual de autoayuda.
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