Luego de 12 años de reseñar restaurantes, puedo decir que no han mejorado

El restaurante era uno de los pocos lugares donde podías vivir una experiencia completamente humana. (Marissa Alper/The New York Times)
El restaurante era uno de los pocos lugares donde podías vivir una experiencia completamente humana. (Marissa Alper/The New York Times)

Esta es la última columna de Pete Wells como crítico gastronómico para The New York Times. Lea más sobre sus 12 años como crítico aquí
.

La semana pasada, la aplicación de fidelización de restaurantes Blackbird introdujo una nueva manera de pagar la cena. Los clientes se registran en la aplicación a su llegada, eligen una forma de pago y un porcentaje de propina, y luego comen. Ben Leventhal, uno de los fundadores de la aplicación, explicó lo que llamó “la mejor parte” en un video de Instagram que fue grabado en el café italiano Lodi.

“Cuando terminas, simplemente te levantas y te vas”, dijo. Luego demostró cómo se hace, chocando los cinco con el anfitrión de Lodi de camino a la puerta, sin detenerse.

Durante 12 años he trabajado como crítico gastronómico, por lo que comía en restaurantes y hacía críticas de manera constante. En todos esos años, probablemente pasé dos meses enteros esperando la cuenta. Debería estar a favor de cualquier cosa que acelere el final de la comida, pero la nueva salida sin cuenta de Blackbird me pone los pelos de punta. Es el más reciente de una serie de cambios que ha ido eliminando el toque humano y la voz humana de los restaurantes. Cada uno de estos cambios ha sido pequeño, pero juntos han hecho que salir a comer sea mucho menos personal. Las comidas ahora son diferentes, y nuestro sentido de quiénes somos también es distinto.

En mis primeros años de trabajo, pensaba en el restaurante como uno de los pocos lugares donde nuestras experiencias eran completamente humanas. Podíamos trabajar en silencio en nuestros cubículos, reordenando y transmitiendo ceros y unos. Podíamos caminar con audífonos en los oídos que reproducían archivos de música digital elegidos por un algoritmo. Podíamos comprar nuestros libros, suéteres y pasta de dientes con un clic y esperar a que llegaran a nuestra puerta. Podíamos flirtear, pelearnos y reconciliarnos en mensajes de texto. Pero, cuando salíamos a comer, volvíamos a ser personas.

Ninguna máquina podía beber vino rosado por nosotros, ni masticar chuletas de cordero, ni flirtear, pelearse y reconciliarse. Y, en cada momento crítico de la comida, había gente que nos guiaba. Desde el momento en que entramos, hablamos con anfitriones, bármanes, capitanes y meseros. Ser atendido en un restaurante no era algo pasivo. Teníamos que participar.

Las reservaciones, que antes eran un simple acuerdo entre los comensales y el restaurante, ahora son una mercancía. (Marissa Alper/The New York Times)
Las reservaciones, que antes eran un simple acuerdo entre los comensales y el restaurante, ahora son una mercancía. (Marissa Alper/The New York Times)

Muchas de las pequeñas rutinas gastronómicas que antes realizábamos hablando con una persona, ahora ocurren en una pantalla. Cuando vamos a Shake Shack, pedimos y pagamos nuestra hamburguesa y nuestras malteadas en una pantalla. En algunos sitios, escribimos nuestros nombres para la lista de espera en una pantalla. Escaneamos códigos QR para leer el menú en una pantalla. Los restaurantes se están convirtiendo en máquinas expendedoras con sillas.

Antes de cruzar la puerta, por lo general ya hicimos la reservación en una pantalla. En 2012 todavía se podía reservar por teléfono. Muchos sitios ya estaban en OpenTable, pero si no querías usarlo o no encontrabas la hora que querías, tomabas el teléfono y normalmente te atendía una persona. Se intercambiaban saludos. Se utilizaban frases educadas como “Por favor. Gracias. Lo lamentamos. Lo esperamos”.

Ahora los restaurantes apenas le pagan a alguien para que conteste el teléfono, si es que lo tienen; pocos locales nuevos se molestan en conseguir un número porque entran muy pocas llamadas. Eulalie, en TriBeCa, es uno de los pocos locales que todavía acepta reservas por teléfono, una peculiaridad tan poco frecuente que parece un ejercicio perverso y voluntario de recreación histórica (incluso las tabernas de Colonial Williamsburg están en OpenTable).

Las reservaciones en línea son más fáciles para el ego, porque nos libran de la humillación de que nos digan que no. Pero, sobre todo, nos gusta su comodidad, que en Estados Unidos es prácticamente un derecho inalienable. Es tan cómodo que apenas nos hemos dado cuenta de que las reservaciones, que antes eran un simple acuerdo entre uno y el restaurante, ahora son una mercancía de la que se pueden beneficiar otras personas. Estamos acostumbrados a que los bots nos ganen la carrera por las mesas, y luego vendan la reservación al mejor postor.

Sabemos que es posible que no nos ofrezcan las mismas horas de reservación que a alguien con un nivel superior de afiliación a American Express. Antes de llegar a ese punto, tenemos que hacer clic en “Aceptar” en unas políticas de privacidad tan largas e impenetrables que mucha gente que conozco da por sentado que los restaurantes lo saben todo sobre ellos antes de que lleguen a la mesa.

En las noches en las que no queremos salir, podemos pedir comida a domicilio en una pantalla. En 2012, cuando quería que me trajeran comida a casa, sacaba un menú de papel que me habían dejado en la entrada y llamaba a un sitio de mi barrio que había visitado en persona o en el que había comido cientos de veces.

Aunque la mayoría de esos locales de vecindario ahora están en las aplicaciones de reparto, también hay locales en los que nunca he estado o de los que nunca he oído hablar, porque no son restaurantes de verdad. Son cocinas fantasma, y no tengo ni idea de quién cocina allí ni adónde va a parar mi dinero. ¿Estoy apoyando con mi dinero al propietario de un negocio local que vive en mi barrio? ¿O estoy enriqueciendo a los inversores de una empresa emergente en Silicon Valley?

Muchas de estas tecnologías se expandieron durante la pandemia, cuando había una razón de peso para limitar el contacto humano. Pero el uso de la tecnología para el distanciamiento social no ha desaparecido. Uno de los resultados es que cada vez nos sentimos más alejados de las personas que cocinan y sirven nuestra comida. No es de extrañar que siempre oigamos hablar de comensales que se comportan como idiotas: han sido entrenados para esperar que todo el mundo que trabaja en un restaurante sea tan rápido y obediente como una pantalla táctil.

Los restaurantes que se enorgullecen de su profesionalismo también son cada vez más anónimos. Esto alcanza niveles deprimentes en los modernos mostradores de degustación, que durante mi época de crítico llegaron a dominar el sector de la restauración de lujo. Algunos de estos lugares son maravillosamente personales e idiosincrásicos, pero muchos parecen totalmente intercambiables: siguen el mismo modelo, hasta el menú firmado que te dan al salir, como si fueras a irte corriendo a casa para pegarlo en tu álbum de recortes.

Te sientas y vives la misma experiencia que los demás (la gente tiene tanto miedo de perderse algo que preguntará al camarero cuál es la manera correcta de comer cada plato). Si es tu cumpleaños —y en una noche normal en uno de estos sitios, la mitad de los clientes parecen estar celebrando uno—, te servirán el mismo postre que todos los demás, con una vela clavada.

Incluso Cheesecake Factory te regala un trozo de pastel el día de tu cumpleaños. Pero Cheesecake Factory quiere que vuelvas; muchos restaurantes con menús de degustación asumen, correctamente, que casi nadie de los que se sientan en el mostrador se va a convertir en cliente habitual. Estos sitios están hechos para ligar una noche, no para relaciones duraderas. Son restaurantes para ligar.

Quien consume una dieta constante de listas de deseos y videos virales se apresura a ir de un restaurante a otro para publicarlo y demostrar que estuvo allí. Solo van a los sitios para poder publicar en Instagram una foto del sándwich de huevo o del bagel arco iris que se volvió viral. Que el sándwich o el bagel sepan bien es irrelevante; la cuestión es demostrar que estuvieron allí.

La mayoría de esas personas nunca volverán. Los restaurantes llenos las primeras semanas están vacíos seis meses después. Ahora los propietarios más sabios evitan servir cualquier cosa que pueda hacerse viral, porque no quieren que su negocio pase de moda.

No es que no queramos relacionarnos con los propietarios, cocineros y camareros de nuestras vidas. Los pequeños restaurantes temporales y las micropanaderías siguen en la ola de popularidad que comenzó durante la pandemia. Gran parte del atractivo de estos lugares reside en la posibilidad de conocer a quien ha horneado el croissant o cocinado el bun cha vietnamita.

Quizá valoremos aún más la oportunidad de conocer a esas personas porque hemos perdido muchas de las conversaciones personales que solíamos tener en los restaurantes.

No todos los restaurantes tienen que ofrecer una experiencia emocional intensa. Me encanta el servicio rápido de las tiendas japonesas de ramen, donde pagas antes de comer. Pero si vamos a quedarnos en un restaurante más de unos minutos, queremos conectar.

Las sonrisas del camarero, sus chistes ensayados, su entusiasmo inesperado por el menú del día, etc., pueden ser esfuerzos sutiles o no tan sutiles para aumentar la cuenta y la propina, pero también nos conectan. Sin ellos, la comida puede ser más rápida y barata, pero nos deja un poco vacíos. Y cuando llega la hora de irnos, no estamos de humor para chocar los cinco con el anfitrión, si es que aún tiene trabajo.

Pete Wells ha sido crítico gastronómico del Times desde 2012. Anteriormente fue editor de la sección de Comida. Más de Pete Wells

c. 2024 The New York Times Company

También te puede interesar | EN VIDEO: ¿Fanático de la gastronomía latinoamericana? Estos son los cinco mejores restaurantes de la región