Dejan morir de hambre a su hijo diabético "porque Dios así lo quería"

Condenados por asesinato en primer grado. Esa es la losa que van a llevar de por vida los padres de Alexandru Radita, un joven de 15 años que falleció muerto de hambre porque sus progenitores prefirieron “aceptar la voluntad de dios” y rezar antes que llamar a los médicos.

Según The Independent, Alexandru tuvo su primera crisis de salud a los 3 años de edad, en diciembre del año 2000. Sus padres le llevaron en estado grave a las urgencias de un hospital de la Columbia Británica (Canadá). Estaba con fiebre, sediento y muy débil. Los doctores determinaron que era diabético de nacimiento.

Alexandru Radita (Fotgrafia aportada por la familia Radita como prueba)
Alexandru Radita (Fotografia aportada por la familia Radita como prueba)

Como manda el protocolo, los galenos explicaron a los padres cómo debían actuar a partir de ahora. Cómo debían de controlar el azúcar, medir su cantidad en sangre y cómo debían suministrar la insulina que le permitiría seguir con vida.

Pero al contrario de lo que suele pasar con otros progenitores con niños enfermos, los Radita parecían no prestar atención. Es más, la madre dijo que todo eran patrañas y que su hijo no estaba enfermo. Daba igual lo que dijeran los resultados del laboratorio.

12 años después de este episodio, Alexandru moría en casa. Solo pesaba 16 kilos. Menos que un perro de tamaño medio. Los operarios que recogieron el cadáver aseguraron en el juicio que no habían visto una cosa igual. Su cara no tenía carne y se podían ver perfectamente todos los huesos de su cuerpo. Parecía una momia. Pero solo llevaba muerto unas horas. La autopsia fue muy clara: había muerto de una infección generalizada y de hambre.

La muerte del joven se produjo en abril de 2013 y rápidamente las autoridades empezaron a investigar a sus padres. Y lo que descubrieron escapa a toda lógica y dispara el horror.

Sus padres decidieron no apuntarle a ningún colegio. Se escolarizó en casa -una práctica legal en Estados Unidos y Canadá- y a pesar de ser diabético, jamás vio a un médico. Emil Radita, el padre, un inmigrante de origen rumano, creía que Dios le iba a curar. Y no se fiaba de los médicos canadienses a los que acusaba de intentar romper a su familia.

Tanto Emil como su mujer Rodica creían de manera fervorosa en Dios. Ninguno de los dos pertenecía a una secta: los dos eran católicos apostólicos romanos, como muchos de sus conciudadanos rumanos. Pero creían que si los médicos volvían a ver a Alexandru se lo iban a llevar para siempre. A él o a otro de sus otros siete hijos.

Lo creían porque en 2004 Alex volvió a tener una crisis hipoglucémica y le llevaron al hospital. Pero esta vez los médicos no le dejaron marcharse. Vieron que sus padres no le estaban cuidando bien y llamaron a los servicios sociales. Tras analizar su caso, los funcionarios canadienses dictaminaron que el niño debía alejarse de su familia biológica y ser adoptado.

Así, Alex fue adoptado por una pareja que le trató en condiciones. Solo le daban la comida que podía tomar, le llevaban al médico y le apuntaron a un colegio para que pudiera socializarse. Sin embargo, un juez dictaminó a finales de 2004 que Alex debía volver con sus padres biológicos.

En la sentencia se especifica que los Radita se comprometían a cuidar de Alex y a llevarle al médico. Mentira. Los trabajadores sociales recurrieron la orden, pero su petición no prosperó: Alex volvió a su casa… de la que no volvió a salir con vida. El último movimiento de los Radita fue una mudanza a Calgary, también en Canadá, en 2009.

En el juicio por la muerte de Alex, sus pares mostraron decenas de facturas de medicamentos contra la diabetes para intentar demostrar que habían tratado de cuidar a su hijo. Pero esta teoría choca con la realidad: su hijo murió de hambre con 15 años. Además, se supo que en las últimas horas de vida sus padres se negaron a llamar a una ambulancia y se pusieron a rezar, esperando un milagro que nunca llegó. Lo único que han recibido por sus plegarias es una sentencia que los condena a 25 años de cárcel.