¿Dónde está la próxima generación de grandes entrenadores?

Parece que veinte años sí es mucho tiempo. Esta semana, un breve montaje de video revoloteó entre los restos que atascan mis (y tus) redes sociales —las banalidades que cultivan audiencias, los cobardes que buscan atención, las teorías intencionadamente trastornadas sobre Kate Middleton— para celebrar la gloriosa locura de 2004.

Después de todo, ese fue el año en que Grecia ganó la Eurocopa, un triunfo tan inesperado que al menos un miembro de la escuadra tuvo que reorganizar su boda en torno a los progresos del equipo. El triunfo griego llegó pocas semanas después de que el Oporto, dirigido por un joven y carismático entrenador con el pelo más oscuro que cano, levantó el trofeo de la Liga de Campeones.

Esto fue después de que el Werder Bremen terminó la temporada como campeón de Alemania y el Valencia aseguró su segundo título español en tres años. Quien sea que haya recopilado el video ni siquiera tuvo que mencionar la victoria de un insignificante equipo colombiano, el Once Caldas, en la Copa Libertadores para declarar que 2004 había sido el año de los no favoritos.

Como mucho, el clip recopilatorio podría utilizarse como una especie de test de Rorschach generacional. En los espectadores de mayor edad, podría inspirar esa punzada agridulce de nostalgia, el fantasma de un recuerdo de que así es como las cosas solían —y por lo tanto deberían— ser. El Werder Bremen debería ser capaz de ganar la Bundesliga. El Oporto debería ser aspirante al campeonato de Europa. Tal vez nadie quiera volver a ver a Grecia ganar la Eurocopa, pero fue agradable que sucediera.

Sin embargo, los aficionados más jóvenes podrían interpretarlo de otra manera. Han crecido en una era de dominio y dinastía, en la que los principales equipos de este deporte han establecido una primacía sin precedentes sobre sus rivales y la inmovilidad se ha convertido en el verdadero marcador de la excelencia. Ver a todos estos equipos desconocidos levantar trofeos podría reforzar su sospecha de que el fútbol es bastante mejor ahora que en aquel entonces.

Hay dos cosas que vale la pena señalar a manera de réplica. La primera es que 2004 fue un año atípico incluso para los estándares de la época. Por ejemplo, en las seis ediciones anteriores de la Liga de Campeones habían ganado el Manchester United, el Real Madrid, el Bayern de Múnich y el AC Milán. Y la segunda —aunque solo es obvia con el beneficio de la retrospectiva— es que fue un año liminal.

La mejor medida de esto se dio entre temporadas, en un verano de cambios considerables. En el espacio de tres meses, media docena de los principales clubes europeos nombraron nuevos entrenadores. Algunos de los candidatos que designaron tuvieron éxito. Otros no. Algunos, como afloraría después, tenían creencias muy arraigadas sobre los poderes curativos del queso.

Sin embargo, para los ojos modernos, lo más sorprendente es cuán arriesgadas parecen ahora muchas de esas contrataciones. La decisión de la Juventus de nombrar a Fabio Capello —incluso entonces, su semblante era el de un inmortal severo tallado en basalto— parecía una apuesta segura, pero muchas de las demás no lo eran.

El Inter de Milán contrató a Roberto Mancini, quien apenas tenía una distinción como entrenador, una Copa de Italia, y hacía poco había llevado a la Lazio a un discreto sexto lugar. El Bayern de Múnich contrató a Felix Magath, el entusiasta del queso, después de una célebre carrera como jugador y haber llevado al Stuttgart al cuarto puesto de la Bundesliga.

El Real Madrid siguió un manual similar: José Antonio Camacho era uno de los exalumnos más queridos del club, un factor que probablemente tuvo un papel igual de significativo en su nombramiento que la Copa de Portugal que había ganado en su breve etapa al frente del Benfica.

De hecho, incluso las dos contrataciones más destacadas del mercado —José Mourinho y Rafael Benítez— tuvieron sus salvedades. Mourinho había convertido al Oporto en campeón de Europa, algo que no se suponía que ocurriera, incluso en los viejos tiempos de inicios del siglo XXI, pero todavía no tenía siquiera 40 años. Su fuego había ardido con una intensidad imposible, pero (a esas alturas) con una brevedad preocupante.

Dos décadas después, es probable que este verano se produzca un cambio de entrenadores a una escala similar. El Liverpool, el Barcelona y el Bayern de Múnich ya saben que deben nombrar nuevos directores técnicos. Es muy probable que el AC Milán, la Juventus, el Chelsea y el Manchester United se les unan.

Y, sin embargo, el campo de candidatos adecuados parece imposiblemente pequeño. Aparte de Xabi Alonso —quien en este momento está invicto en su primera temporada completa como entrenador y triunfando de forma magistral en la liga rumbo al primer título en la historia del Bayer Leverkusen—, las opciones parecen algo escasas.

Está Rúben Amorim, ganador de un título portugués y un par de copas nacionales con el Sporting. Está Sebastian Hoeness, a quien es probable que no le haga ninguna gracia que se le describa como un Magath moderno, pero quien también ha llevado al Stuttgart a la Liga de Campeones. Y Roberto De Zerbi, cuyo inicio prometedor en el Brighton empieza a desvanecerse.

Las advertencias parecen casi superar los argumentos a favor de cada uno de ellos; con cualquiera de sus nombramientos, habría la inevitable sensación de un alto riesgo. Amorim solo ha trabajado en Portugal. Hoeness nunca ha ganado una distinción importante. El Brighton no es un campo de pruebas adecuado para las presiones del Old Trafford o el Allianz Arena de Turín.

Esta es la razón, por supuesto, por la que esa serie de nombramientos en 2004 parece tan extraña, el motivo por el que el contraste entre entonces y ahora parece tan marcado. Por supuesto que un equipo moderno designaría a un entrenador como Mourinho, quien acababa de ganar la Liga de Campeones. Por supuesto que los clubes más grandes estarían detrás de un entrenador que hubiera ganado cualquiera de las principales ligas nacionales en un primer intento.

Sin embargo, esas cosas ya no ocurren, la verdad es que no. El hecho de que Alonso esté a punto de conseguirlo lo vuelve tan excepcional y tan atractivo. Incluso el tipo de éxito del que disfrutaron Mancini o Magath es cada vez menos común; así de vorazmente engulle la élite los grandes trofeos, así de desesperada se aferra a sus puestos cerca de la cima de sus ligas nacionales. Nadie nunca hará un video que declare el 2024 como el año de los no favoritos.

Para una gran mayoría de los entrenadores al inicio de su carrera, independientemente del talento que tengan, lo único que pueden esperar es una forma de éxito calificado: superar su expectativa salarial, emplear un estilo audaz y atrevido, y sobrevivir en Europa lo suficiente como para ganar algunos elogios fugaces.

Al mismo tiempo, ni siquiera eso basta ya. La tarea de dirigir al Sporting —con su plantilla de jóvenes promesas y veteranos— está a un mundo de distancia de la de dirigir a las superestrellas del Barcelona o el Manchester United. Lidiar con el estrés del Stuttgart ya no es una preparación adecuada para la expectativa de ganar todos los partidos en el Bayern de Múnich.

Por eso, en años recientes, esos entrenadores que han conseguido los puestos más prestigiosos del fútbol han jugado en esos clubes —Frank Lampard, Ole Gunnar Solskjaer, Xavi Hernández— o ya han dirigido a uno de sus rivales. Hay un abismo entre los grandes y los meramente buenos y la percepción es que nadie es capaz de saltarlo.

Por supuesto que, en realidad, eso no es cierto. Al igual que Benítez, Mourinho y Mancini lograron crecer en los puestos que se ganaron en el verano de 2004, Amorim, Hoeness o De Zerbi también podrían lucir como un nombramiento inspirado desde la perspectiva de 2044.

No obstante, el que alguna de las superpotencias tenga la valentía necesaria para correr ese riesgo en la actualidad es otro tema. Es un problema que se han creado ellas solas por completo. Y, a final de cuentas, tan solo ellas tienen el poder de resolverlo.

c.2024 The New York Times Company