Los últimos días del régimen de Bashar al Asad
Mientras los rebeldes avanzaban el 7 de diciembre hacia Damasco, la capital de Siria, el personal del palacio presidencial, ubicado en lo alto de una montaña, se preparaba para un discurso que, esperaban, condujera al final pacífico de una guerra civil que había durado 13 años.
Los ayudantes del presidente Bashar al Asad barajaban ideas para los mensajes. Un equipo de grabación había instalado cámaras y luces en las inmediaciones. La televisión estatal siria estaba lista para emitir el producto final: un discurso de Al Asad que anunciaría un plan para compartir el poder con miembros de la oposición política, según tres personas que participaron en los preparativos.
Trabajando desde el palacio, Al Asad, quien había utilizado el miedo y la fuerza para mantener su dominio autoritario en Siria por más de dos décadas, no había transmitido ninguna sensación de alarma a su personal, según una persona en el interior del palacio cuyo despacho estaba cerca de la oficina del presidente.
La defensa de la capital se había reforzado, según dijeron a los ayudantes de Al Asad, incluida la poderosa 4ª División Acorazada del ejército sirio, dirigida por Maher al Asad, hermano del presidente, dijo el informante.
Todos habían sido engañados.
Al anochecer, el presidente se escabulló de la capital: voló en secreto a una base militar rusa en el norte de Siria y luego en un jet ruso a Moscú, según seis funcionarios gubernamentales y de seguridad de Medio Oriente.
Maher al Asad huyó por separado esa noche con otros militares de alto rango a través del desierto hacia Irak, según dos funcionarios iraquíes. Se desconoce su paradero actual.
Bashar al Asad abandonó su país con tanto sigilo que algunos de sus ayudantes permanecieron en el palacio horas después de que se hubiera marchado, esperando un discurso que nunca llegó, dijo el informante del palacio. Pasada la medianoche, se supo que el presidente se había ido y huyeron con temor, dejando las puertas del palacio abiertas para los rebeldes, que irrumpirían unas horas más tarde.
La caída de Al Asad puso fin de manera súbita a 50 años de control autoritario de su familia sobre Siria, lo que causó júbilo entre sus víctimas y enemigos, desarmó el mapa estratégico de Medio Oriente y puso a Siria en una trayectoria nueva e incierta.
Durante sus últimos días en el poder, Al Asad suplicó, en vano, por ayuda militar extranjera a Rusia, Irán e Irak, mientras el propio servicio de inteligencia de su ejército documentaba en tiempo real el colapso de sus fuerzas, según informes secretos revisados por The New York Times.
Diplomáticos de media decena de países buscaron la manera de apartarlo del poder pacíficamente para evitar una batalla sangrienta por el control en la antigua ciudad de Damasco, según cuatro funcionarios regionales que participaron en las conversaciones. Una de las propuestas, dijo un funcionario, era que traspasara el poder a su jefe militar, sometiéndose para fines prácticos a un golpe de Estado.
El relato de la caída de Al Asad, mucho del cual no se ha informado anteriormente, se basa en entrevistas con funcionarios sirios, iraníes, iraquíes y turcos; diplomáticos afincados en Damasco; así como asociados de Al Asad y rebeldes que participaron en su derrocamiento. Muchos de ellos hablaron con la condición de mantener su anonimato, alegando protocolos diplomáticos o miedo a las represalias de los restos del antiguo régimen o de los rebeldes que lo derrocaron.
Ahora, los rebeldes custodian el palacio presidencial. La casa de Al Asad ha sido saqueada. Y los sirios que le fueron leales durante años de guerra civil están furiosos de que se marchó sin decir palabra, abandonándolos a su suerte.
“Por tu propia seguridad personal, ¿sacrificaste a toda su gente?”, dijo el informante del palacio, quien apenas pudo escapar antes de que llegaran los rebeldes.
Escondido de los nuevos amos de Siria, lejos de Damasco, el informante aún batallaba por asimilar la repentina huida de Al Asad.
“Es una traición que no puedo creer”, dijo.
Mientras Alepo caía, ‘la vida era normal’
A finales de noviembre, cuando los rebeldes del noroeste de Siria lanzaron una ofensiva para hacer retroceder a las fuerzas de Al Asad, el presidente se encontraba a un continente de distancia para asistir a un momento familiar alegre. Su hijo mayor, Hafez al Asad, defendía su tesis doctoral en la Universidad Estatal de Moscú.
Reunidos en un cavernoso auditorio con paneles de madera situado en una colina con vista a la capital rusa, se encontraban la esposa de Al Asad, Asma al Asad, y dos de los abuelos de Hafez.
Era poco probable que la disertación de 98 páginas —“Cuestiones aritméticas de polinomios en campos numéricos algebraicos”— atrajera a un público grande. Pero llevaba una dedicatoria singular: “A los mártires del Ejército Árabe Sirio, sin cuyos abnegados sacrificios ninguno de nosotros existiría”.
Bashar al Asad también estaba en Moscú, aunque no asistió a la defensa oral de la tesis. En su país, el ejército que su hijo había alabado como heroico se desmoronaba ante el avance rebelde.
Durante 13 años, Al Asad había librado una brutal guerra civil contra grupos armados que pretendían derrocarlo. El conflicto había asolado el país: ha derivado en la muerte de más de medio millón de personas y creado millones de refugiados. Irán y su aliado, el grupo militante libanés Hizbulá, habían apoyado a sus soldados, y Rusia envió jets de combate cuyos ataques aéreos devastaron a las comunidades rebeldes.
Alrededor de 2020, la guerra parecía haberse estancado. La economía de Siria estaba colapsada y gran parte de su territorio estaba fuera del control de Al Asad. Aun así, seguía en el poder y en ese momento se esforzaba por deshacerse de su condición de paria internacional.
“La vida era normal y todo el mundo miraba hacia el futuro”, recordaba el informante del palacio, quien trabajó cerca de Al Asad durante muchos años.
El 30 de noviembre, una coalición rebelde liderada por Hayat Tahrir al Sham, un grupo islamista con raíces en Al Qaeda, se apoderó de la ciudad septentrional de Alepo, un importante centro económico, conmocionando a la población de todo Medio Oriente. Al Asad regresó con rapidez a Damasco y encontró a su personal inquieto, recordó el informante del palacio, aunque nadie pensó que la capital fuera vulnerable.
Consciente de que su ejército estaba agotado por años de enfrentamientos, Al Asad buscó ayuda en las potencias extranjeras que lo habían ayudado antes.
En Teherán, altos mandos del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica celebraron reuniones de emergencia para estudiar formas de ayudar a Al Asad, según tres oficiales iraníes, entre ellos dos miembros de la Guardia Revolucionaria. Dos días después de la caída de Alepo, el ministro de Asuntos Exteriores iraní, Abbas Araghchi, viajó allí, reforzando públicamente la idea de que Damasco se encontraba estable. Las cámaras de televisión lo grabaron posando para fotografías con familias en la calle y comiendo en un popular restaurante de shawarma con su homólogo sirio. Prometió a los medios de comunicación iraníes que Irán apoyaría a Al Asad hasta el final.
Las opciones de Irán eran limitadas.
A lo largo de la guerra siria, Irán había proporcionado una enorme ayuda militar a Al Asad, enviando a sus propios comandantes y combatientes de la Guardia Revolucionaria, así como comandos de Hizbulá y combatientes de muchos otros países. Pero Hizbulá acababa de salir muy maltrecha de su propia guerra, contra Israel. Israel había matado o herido a miles de sus combatientes, destruido muchas de sus armas y matado a la mayoría de sus principales dirigentes. Israel también había amenazado a los aviones iraníes que se dirigían a Siria y cualquier movilización de fuerzas terrestres ahí, lo que dejaba a Irán sin ninguna manera práctica de apoyar a Al Asad.
Araghchi declaró a los medios de comunicación estatales que encontró a Al Asad confundido y enfadado porque su ejército no había logrado mantener Alepo bajo su control, y afirmó que el presidente sirio “no tenía una lectura exacta de la situación”. Al Asad le dijo en privado, según dos funcionarios iraníes, que sus generales habían descrito la retirada de sus fuerzas como un movimiento táctico para reforzar la defensa de Damasco.
El otro defensor clave de Al Asad era el presidente de Rusia, Vladimir Putin. Rusia mantenía una base militar en el norte de Siria y una base naval en la costa mediterránea, en Tartús, que permitían a Putin proyectar su poder lejos de Moscú.
Putin acudió al rescate de Al Asad durante la guerra siria de 2015, cuando el ejército ruso arrolló a los rebeldes. Intentó negociar una reconciliación entre Al Asad y el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, quien durante mucho tiempo había apoyado a los rebeldes, pero el intento nunca progresó.
En los primeros días del avance de los rebeldes tras la caída de Alepo, Al Asad sintió un repentino enfriamiento en su relación con Putin, dijeron el informante del palacio y un funcionario turco: el líder ruso dejó de atender sus llamadas.
‘Ningún plan para luchar’
Tras tomar Alepo, los rebeldes continuaron hacia el sur y se apoderaron de Hama, bastión de Al Asad, causando otra abrupta conmoción para el régimen.
El avance rápido de los rebeldes reveló la profunda erosión dentro del ejército de Al Asad. Las dificultades económicas y las sanciones severas habían socavado la moneda siria, reduciendo los salarios de los soldados a menos de 30 dólares al mes. Habían muerto tantos soldados que el ejército dependía en gran medida de los reclutas, que estaban mal alimentados y equipados con equipos viejos.
Los rebeldes también llevaban en su mayoría armas ligeras. Pero tenían una gran ventaja, los drones, que utilizaban para atacar los centros de mando, dispersando a los soldados del régimen. Los informes de la inteligencia militar siria, revisados por el Times, describían ataques incesantes con drones por todo el país que las fuerzas de Al Asad no tenían forma de contrarrestar. Muchos de los drones despegaron de un campo de la provincia de Idlib, controlada por los rebeldes, en el noroeste, junto a un almacén que albergaba al menos 200 de ellos, según un informe.
En Teherán, los mandos militares comunicaron al líder supremo, el ayatolá Alí Jamenei, que los rebeldes avanzaban demasiado rápido para que Irán pudiera ayudar, según cuatro funcionarios iraníes.
Conmocionado, el ayatolá Alí Jamenei envió a un consejero de alto rango, Alí Larijani, en viaje secreto a Damasco para que dijera a Al Asad que ganara tiempo prometiendo revisiones políticas y un nuevo gobierno que incluyera a miembros de la oposición, según cuatro funcionarios iraníes. Larijani también trató el tema de la deserción, planteando la posibilidad de Teherán o Moscú.
Al darse cuenta de que Rusia no lo salvaría y de que Irán tampoco podría hacerlo, Al Asad envió a su ministro de Asuntos Exteriores a Bagdad. Este dijo al primer ministro iraquí, Mohammed Shia al Sudani, que la caída de Al Asad pondría en peligro a Irak, según tres funcionarios regionales con conocimiento de las conversaciones. Pidió apoyo militar iraquí, pero los máximos dirigentes del país —el primer ministro, el presidente y el presidente del Parlamento— se negaron.
En público, los funcionarios iraníes abogaron por una solución diplomática. Pero los funcionarios de Teherán habían llegado a la conclusión de que Al Asad no sobreviviría, según seis funcionarios iraníes, e Irán empezó a retirar discretamente a su personal diplomático y militar de Damasco.
“Nos dijeron que los rebeldes llegarían a Damasco el sábado y que no había ningún plan para combatir”, decía un memorándum interno de la Guardia Revolucionaria que el Times vio. “El pueblo de Siria y el ejército no están dispuestos a otra guerra. Se acabó”.
‘Nadie sabía nada’
El 7 de diciembre, el pánico se apoderó de Damasco al salir el sol. Durante la noche, los rebeldes habían avanzado hacia Homs, la tercera ciudad más grande de Siria y el último gran centro urbano que se interponía entre los rebeldes y la capital.
Los residentes corrieron a las tiendas para abastecerse de alimentos en caso de que las batallas en las calles los dejaran atrapados en sus casas. Otros llenaron los tanques de sus coches y huyeron de la ciudad.
Dentro del ejército, estaba cada vez más claro que las fuerzas de Al Asad estaban fracasando, según decenas de informes de inteligencia militar del 6 y 7 de diciembre, revisados por el Times.
Decían que las fuerzas estaban abrumadas. Rebeldes disfrazados con uniformes del ejército se acercaban a Homs en coches adornados con retratos de Al Asad, y otros grupos armados habían tomado puestos de control del ejército en Daraa, al sur de Damasco. Un memorándum decía que los soldados habían dejado vehículos blindados y armas que los rebeldes habían tomado.
“Planean controlar toda la región meridional y luego dirigirse a la capital”, decía otro informe. “Esto ocurrirá en pocas horas”.
La sensación de alarma no había llegado al palacio presidencial, recordó el informante. Al Asad y su personal estaban en sus despachos, intentando gestionar una crisis cuya gravedad no comprendían.
“La gente seguía elaborando escenarios”, dijo, “y la idea de que Damasco cayera no fue sugerida por nadie”.
El personal del palacio pasó el día esperando el discurso que supuestamente iba a grabar Al Asad, con la esperanza de que detuviera de algún modo el avance rebelde.
“Había mucha gente en el palacio que decía que ya era hora de que apareciera, para apoyar al ejército, para tranquilizar a la gente”, dijo la fuente.
Pero la grabación del discurso seguía aplazándose sin explicación. Al anochecer, el personal ya no estaba seguro de dónde se encontraba Al Asad, dijo la fuente.
Al otro lado de Medio Oriente, en Doha, Catar, muchos de los poderosos de la región se habían reunido para tratar de encontrar una forma de impedir que la situación en Siria se agravara aún más. Muchos de los países representados odiaban a Al Asad, pero habían llegado a aceptar que había sobrevivido a la guerra, y no confiaban en que los rebeldes pudieran mantener unida a Siria.
Entre los funcionarios reunidos, procedentes de cinco países árabes más Turquía, Rusia e Irán, había muchos que habían llegado a la conclusión de que era demasiado tarde para Al Asad, según tres funcionarios de distintos países que asistieron.
Esa noche, los rebeldes entraron en Homs, exacerbando los temores de que Damasco fuera la siguiente.
“Tras la caída de Homs, todo se volvió muy tenso y nadie sabía nada, ni en el palacio ni fuera de él”, dijo el informante.
‘Quémenlo todo’
Aunque Al Asad podía elegir entre varios palacios para sus asuntos oficiales, vivía con su esposa y sus tres hijos en una villa modernista de cuatro pisos rodeada de palmeras y fuentes en el lujoso barrio damasceno de Al Maliki.
Tras su salida, sus vecinos dijeron que vivir cerca de él había sido una molestia. Dijeron que los soldados bloqueaban el acceso a la calle e interrogaban a los visitantes. Instalar una nueva antena parabólica o un aire acondicionado requería complicadas gestiones con el servicio de inteligencia.
Pero al menos Al Asad y su familia estaban tranquilos, razón por la cual los vecinos se sobresaltaron cuando oyeron gritar a sus guardias horas antes del amanecer del 8 de diciembre.
“‘¡Chicos, huyan, huyan! ¡Ya vienen!’”, un vecino recordó que gritaban. “‘Que Dios lo maldiga. ¡Nos abandonó!’”.
El caos también se apoderó de una sección de la inteligencia de las fuerzas aéreas en otro lugar de la ciudad, según un soldado que solo dio su nombre de pila, Mohammed, por temor a las represalias de los rebeldes. Cuando los rebeldes se acercaron, recibieron órdenes de defender la capital, dijo. Pero en sus teléfonos, los soldados vieron imágenes de sus compañeros en otros lugares quitándose los uniformes y huyendo.
Al caer la noche, sus órdenes cambiaron.
“Quémenlo todo: documentos, archivos y discos duros”, recordó Mohammed que le dijeron. “En ese momento, mis compañeros y yo sentimos que el régimen estaba cayendo”.
También él se vistió de civil y salió de la base, dijo.
Dentro del palacio, las horas pasaban mientras los ayudantes de Al Asad esperaban el discurso, recordó el informante.
“Nunca pasó por las cabezas la idea de que hubiera huido”, dijo.
Pasada la medianoche, recibieron una llamada en la que se les comunicaba que el presidente había escapado, dijo. Luego llamó el jefe de seguridad de la zona para decir que los guardias se habían ido y que él también se marchaba.
El terror se apoderó de él, dijo, y corrió hacia su coche, encontrando el palacio vacío y las puertas abiertas. Se escondió a toda prisa, dijo, y mientras conducía llegó a la conclusión de que en realidad nunca se había planeado un discurso. Creía que había sido una estratagema para distraer al personal de Al Asad mientras el presidente se escabullía.
“Nos engañó”, dijo. “¿Sigue teniendo algún tipo de popularidad en su pueblo? No. Al contrario. Nos ha traicionado”.
Al norte de Damasco, Bilal Shahadi, de 26 años, se encontraba entre los miles de presos recluidos en la prisión de Sednaya, un lugar tan brutal que Amnistía Internacional lo calificó de “matadero humano”.
Durante los dos años que pasó allí, los días de Shahadi empezaban con los gritos de los guardias: “¡Animales, vengan!”, para que los reclusos dijeran uno por uno su número de preso: un sombrío pase de lista para ver si alguien había muerto durante la noche.
Antes del amanecer del 8 de diciembre, se despertó con los empujones en su abarrotada celda y el sonido de voces en el exterior que gritaban: “¡Dios es grande!”.
Se dirigió a la puerta y, para su sorpresa, la empujó y salió.
Un guardia de la prisión, dijo, había abierto una celda y huido, dejando las llaves. Los primeros presos que salieron abrieron las demás celdas.
Shahadi atravesó la prisión. En el despacho de un guardia, dijo, encontró un póster de Al Asad, al que prendió fuego con un encendedor para cigarrillos. Se marchó caminando con miles de personas, que gritaban y lloraban mientras se dirigían hacia sus casas.
“Era un sueño”, recordó. “Todo parecía un sueño”.
Anton Troianovski colaboró con reportería desde Berlín, Jacob Roubai desde Beirut y Falih Hassan desde Bagdad.
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Farnaz Fassihi
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