Cuento de Navidad: ‘Los figurines reencontrados’

Ellcuento de Navidad es una tradición que la prensa mantiene viva en muchos países. El escritor William Navarrete escribe este cuento sobre las Navidades de su infancia, prohibidas en la Cuba de aquellos años y las primeras que celebró en la Riviera francesa, tras su llegada a París, en donde vive desde hace 30 años.

Nadie sabía realmente de dónde provenían las pequeñas figuritas del belén. Abuela Rosa afirmaba que sus padres las habían comprado durante su luna de miel.

“En Niza, Riviera francesa, hace siglos”, afirmaba, llamando a la Côte-d’Azur como se hace todavía del otro lado del Atlántico.

Como prueba de la antigüedad de aquellas figuritas, el asno había perdido la cola, uno de los pastores la hoz, el manto de María, la intensidad de su color azul y la lavandera, la cesta de ropa limpia. Algunas piezas tenían una rajadura y a otras les faltaba un pedacito. La jarra cuarteada de la aguatera había sido pegada varias veces. Pero la estatuilla que más me llamaba la atención era la del reyezuelo de arcilla con su corona dorada aún resplandeciente. Eso sí: le faltaba por lo menos la mitad de la espada que empuñaba. Creía entonces que, al manipularla, había sido yo quien por descuido provocó la rotura, y por temor a que me regañaran, la disimulaba siempre en el bosquecillo de lentejas cuya rápida germinación auguraba, según abuela, el renacimiento de la vida y un año de prosperidad.

Privados del brío de antaño, los figurines seguían llenándome de ilusión. Los quería a todos y los mimaba desenvolviéndolos cuidadosamente para que no se dañaran aún más. Y los volvía a colocar en el cajón en que esperaban pacientemente hasta la próxima Navidad.

Vitrina de Navidad con marionetas, Galeries Lafayette, París, Navidad 2022
Vitrina de Navidad con marionetas, Galeries Lafayette, París, Navidad 2022

Me impacientaba por que llegara la fecha en que las sacábamos de su escondite y las colocábamos, lejos de la vista de personas indiscretas, debajo de una mesa que cubríamos con un mantel largo que rozaba el suelo y las ocultaba. Abuela siempre me ayudaba a montar el belén. Me encantaba oírla cuando ponía voz al asno del establo que le deseaba la bienvenida a los Reyes Magos: “Gaspar, Melchor, Baltasar, deeejen esos regalos en la eeentraaada”, con tono teatral prolongando el sonido de algunas vocales. ¡Regalos que eran ficticios, por supuesto!

Llegado a este punto confieso que la única Navidad que celebraban en el país desde hacía mucho tiempo era a una tal Natividad –Pérez de apellido–, una campesina cortadora de caña de azúcar que habían declarado “heroína del trabajo” y a la que todos debían venerar. Había cortado ella sola, contaba la prensa, toneladas de aquella rosácea, la gran riqueza de Cuba en otros tiempos. Se le citaba entonces como prueba irrefutable de la enérgica resistencia del pueblo frente a un enemigo invisible que mencionaban día y noche sin que nadie lo hubiera visto nunca.

La otra Natividad, la de las reuniones familiares en prácticamente todo el mundo cristiano, se había convertido en una palabra tabú, borrada por leyes y decretos de nuestras costumbres, susurrada apenas por los más viejos. El celo que ponían las autoridades en censurar aquella fiestas era tal, que para que nadie asociara, ni por equivocación, el extraño nombre de la guajira machetera con las festividades prohibidas, dejaban de mencionarla a ella en periódicos y noticieros durante el periodo que iba del Adviento a la Epifanía.

Al que sorprendieran con un belén en casa lo podían sacar del trabajo. Por eso a los niños nos enseñaban, desde muy temprano, a tragarnos la lengua y a disimular. Así pasaron, uno tras otro, los años sin Navidades durante aquella década de 1970. Aunque la prohibición era cosa seria, en casa de la abuela se montaba siempre el Nacimiento. Y al igual que durante la Revolución francesa, en que se prohibieron los cultos en las iglesias y la gente montaba las capillas en sus hogares como acto de resistencia, nuestro belén era una especie de desagravio ante todas las humillaciones que padecíamos a diario. Cada diciembre, un poco para consolarse por tantas carencias, abuela decía: “¡Total, en esta isla olvidada del mundo, nunca ha habido nieve, ni chimeneas, ni olivos, ni nada que pueda recordarnos los paisajes sagrados del nacimiento de Jesús!”.

Nos quedaba, sin embargo, un atisbo de esperanza. Para contemplar un arbolito de verdad nos acercábamos a la Diplotienda, una gran tienda que el gobierno reservaba a los diplomáticos. Sus vendedoras recibían órdenes de cerrar bien las cortinas de las vidrieras que daban hacia la Quinta Avenida. Así escondían de la vista de los transeúntes los arbolitos navideños repletos de bolas y guirnaldas multicolores centelleando y decorando de lo lindo aquel templo vedado a los nacionales. Entonces se daba el caso de que la que debía correr las cortinas, ya sea por descuido o porque quería sabotear la orden, se olvidaba de hacerlo. Desde la acera veíamos, durante esos raros momentos, la fastuosa decoración prohibida. Cuando eso sucedía, mi madre me llevaba del brazo hasta la tienda, y para que nadie sospechara, pasábamos varias veces, como quien no quería la cosa, delante de la vidriera mirando disimuladamente los arbolitos iluminados.

Vitrina de Navidad con marionetas, Galeries Lafayette, París, Navidad 2022
Vitrina de Navidad con marionetas, Galeries Lafayette, París, Navidad 2022

El imaginario de mi infancia no estuvo poblado de abetos, villancicos y mucho menos de medias colgadas de un clavo repletas de regalos. Las golosinas navideñas típicas de los países de tradición hispánica, turrones, manzanas de California caramelizadas, mazapanes, frutas confitadas y galleticas de anís y canela en forma de estrellas, los menores nunca las habían visto. Eran alegorías que existían solamente en el recuerdo de quienes habían vivido la época anterior.

El belén, única reminiscencia de un universo de censuras, desapareció un buen día. Fue durante el invierno de mis catorce años, cuando abuela murió y muchas de sus pertenencias se guardaron en cajones, otras se regalaron o fueron, simplemente, olvidadas. Entre los objetos desaparecidos estaban los santitos o figurines del Nacimiento que nadie volvió a mencionar. La Navidad se convirtió a partir de ese invierno en un hueco negro de verdad, con la única ventaja de la ausencia absoluta de nostalgia para quienes, como yo, nunca la habían celebrado en todo su esplendor.

Más tarde, después de vencer múltiples escollos lograba instalarme definitivamente en París. Durante mis primeras Navidades a orillas del Sena, me llevaron a ver las vidrieras con marionetas animadas de las Galerías Lafayette, el abeto gigante bajo la cúpula art Nouveau de la tienda principal, y las iluminaciones suntuosas de los Campos Elíseos con sus plátanos chorreando filamentos de luces que ofrecían un espectáculo de cuentos de hadas visto desde lo alto de una gigantesca estrella que colocaban por esa fecha a un costado de la plaza de la Concordia. Incluso la nieve acudió en abundancia a mi primera cita navideña acentuando el encanto del momento.

Aquello hubiera podido parecerme extraordinario. Confieso que la decoración sofisticada que hacía vibrar de emoción a grandes y chicos me dejaba indiferente. Sin puntos de referencia que despertaran en mí el menor recuerdo, era un espectador ausente que asistía a una puesta en escena ostentosa y vacía. Mi pasado de prohibiciones y escaseces, carente de fantasías, me acechaba.

Poco tiempo después un amigo me invitó a visitar la Riviera francesa para celebrar con sus familiares las Navidades. En cuanto puse los pies en Niza me emocionó la silueta sensual de su bahía, la comunión perfecta entre la tierra y el mar, y los destellos argentados de las olas que me devolvían la imagen de La Habana y me hacían tomar conciencia, por primera vez desde mi partida, de la lejanía del mar que tanto detesté por haber sido mi prisión.

No tardé en descubrir Lou presèpi, el famoso belén viviente de la plaza Rossetti, frente a la Catedral, en el casco antiguo. Entonces no se había puesto de moda todavía oponerse a estas manifestaciones argumentando la defensa de los animales. Me fascinaba que existieran pueblos que defendían sus tradiciones, aunque solo fuera para alegrar la vida de los pequeños. Al darme cuenta del brillo en los ojos de los niños que contemplaban aquel Nacimiento, no podía dejar de pensar en el fracaso de las absurdas prohibiciones de mi infancia.

La fiesta de fin de año terminada, otro amigo me propuso celebrar el primer día del año visitando Lucéram, un pueblo del interior para recoger kakis, una fruta que madura en esa época. Dijo que encontraríamos grandes cantidades colgando de las ramas de los árboles de aquel pueblito a unos 25 kilómetros de Niza.

Visitamos primero el burgo medieval, asentado en un peñón. La tierra conservaba aún los vestigios de la nevada de la noche anterior. Hacía algunos años que los habitantes convertían al pueblo en un belén gigante en cuanto despuntaba diciembre. ¡No daba crédito a mis ojos! Había nacimientos en cada rincón, en las escalinatas delante de las casas, sobre los buzones, en el borde del lavadero o en los alféizares de las ventanas. A donde quiera que mirara descubría decenas de figurines de terracota, los famosos santitos de Provenza, de madera, tela u otras materias como palillos de tender ropa, semillas de calabaza e, incluso, de chocolate. Un folleto explicaba que aquellos figurines eran la obra de los ribereños, que dedicaban tiempo, creatividad e ingenio en fabricarlos.

Apenas podía disimular mi emoción. Iba como un crío de una calle a otra, de belén en belén, para verlo todo. Me daba igual que las ráfagas de viento gélido bajasen ululando desde las cimas alpinas colándose como navajas entre los arcos y pasajes del pueblo. Mi amigo, más interesado por los kakis que por aquella panoplia de figurines, se había largado. No entendía cómo a alguien pudiera gustarle tanto aquel arsenal de imágenes piadosas, dijo, burlándose amablemente de mi asombro, antes de ir a por las frutas.

Empecé entonces a detallar, ya sin prisa, cada personaje. Un vendedor de ajos parecía tener cierta complicidad con la pescadera. El molinero, la mujer que iba con una cesta llena de espliegos y el vendedor de calissons salían del mercado. Más allá, el pastor buscaba a su perro que se había ido detrás de una pareja de ocas que, a su vez, se escondía en un campo sembrado de lentejas que le servía de escondite. Un ciego era guiado por su hijo. Una pareja de ancianos sentados sobre un banco contemplaba el ajetreo de la plaza. En medio de la algarabía, como si se hubiera querido borrar la frontera entre lo sagrado y lo profano, unos pastores se dirigían hacia la casa en donde había nacido el Niño. Caminaban detrás de una trompeta anunciadora que soplaba un ángel seguidos por un grupo de gitanos que reconocía gracias a los colores chillones de sus prendas estrafalarias.

De pronto, mirando hacia un muro de papier mâché que servía de tapia a un huerto artificial, descubrí a un personaje que hasta entonces no había visto. Llevaba una corona dorada centelleante y empuñaba una espada a la que faltaba la mitad de la hoja. ¡Era Herodes! ¡Idéntico al del belén de la abuela, con el mismo turbante y aquella expresión inolvidable, casi mueca, de odio y malevolencia!

Las capas superpuestas de mi memoria, sumergidas por el olvido, empezaron a ceder paso a los recuerdos. Y los figurines de mi infancia, a emerger poco a poco de cada una de las piezas que tenía delante de mis ojos. Tal vez porque nuestros santitos ya estaban esmirriados o porque quise olvidarlos para siempre, el reducido mundo de fantasías de mi infancia había desaparecido de mi memoria.

Sin pensarlo dos veces, asegurándome de que nadie me observaba, agarré al antiguo rey de Judea y lo escondí en medio del campo de las lentejas, justo entre las más crecidas. Ya no porque temiera, como en el pasado, que me acusaran de haber roto la espada del rey, sino más bien para impedir, con aquel gesto, que alguien, ya fuera gobierno o tirano, volviera a tratar de matar al niño que debe mantenerse siempre vivo en cada ser.