La corona no hace al rey

Estaba en Londres en la primera mitad del año 2010, colaborando en una oficina anexa a la Embajada de México en el Reino Unido: era yo el mejor pasante saca-copias de aquel lado del Atlántico. Al llegar por la mañana a la oficina, encontré la charla más animada de lo habitual. “¿Vieron lo que hizo la Reina?” preguntó alguna persona. “¡Claro! Está en todas las noticias”, dijo otra, y la conversación continuó sobre esa línea.

2010 es un año prehistórico: aún no andábamos a todas partes con smartphones, así que no tuve reparo en admitir que yo no tenía la menor idea sobre lo que había hecho la Reina. Resulta que en el Parlamento (ese edificio gótico bajo el Big Ben), los políticos de izquierda y derecha no se ponían de acuerdo sobre algún tema presupuestario. Eso sería un tema de cualquier día: el problema era que llevaban arrastrándolo durante meses, complicando la vida económica y política del Reino Unido.

La gran noticia que dominaba la charla era que, justamente el día anterior, la Reina Isabel había pagado una visita “sorpresa” al parlamento y, palabras más, palabras menos, les había recitado a los legisladores (tanto lores como comunes) la siguiente retahíla: “No sé si van a votar a favor o en contra. Lo que sé es que van a votar hoy”. Ese mismo día por la tarde lograron un acuerdo.

La impresión que causó en mí esa anécdota ha sido perenne. El liderazgo de la Reina nos dejó algunas ideas de las que bien vale la pena tomar nota. Estos son las cinco posibles dimensiones de la autoridad.

  1. Autoridad tribal: Confiamos en aquellos que son como nosotros. Un buen líder debe ser reconocido como parte de la tribu, y poderse relacionar en alguna manera con las personas a quien lidera. Si bien la familia real, en muchos sentidos, están lejos del “ciudadano promedio”, la Reina Isabel se reconocía como una mujer trabajadora, relativamente normal, que acompañaba a su pueblo: era una presencia constante y reconfortante, por lo menos en lo que se refiere a su figura pública.

  2. Autoridad de halo: Confiamos en aquellos a quienes admiramos. Al mismo tiempo, la Reina Isabel era admirada por su constancia y tesón en el trabajo, su figura calma, su temple en la política y su gusto sobrio en el vestir. Si bien no era una gran belleza, su rostro se convirtió en el rostro de la realeza y el liderazgo durante la mejor parte de un siglo.

  3. Autoridad formal: Confiamos en aquellos que detentan poder legítimo. La Reina y, en general, la familia real, no carecen de detractores, enemigos y críticos. Sin embargo, en un país de tradición monárquica como Inglaterra, la Reina contaba con el derecho legítimo por nacimiento, mismo que supo proteger y proyectar aún en los momentos más difíciles, a través de guerras, crisis y tribulaciones nacionales.

  4. Autoridad técnica: Confiamos en aquellos que consideramos expertos. La Reina Isabel se preparó desde joven para enfrentar esta responsabilidad; era una persona culta y preparada, afamada diplomática que supo mantener el estatus de su reinado y la paz social a través de un mundo convulso, permitiendo el trabajo de los gobiernos en turnos, sin perder su papel de liderazgo político.

  5. Autoridad moral: Confiamos en aquellos que consideramos virtuosos. No es necesario hacer de la Reina “una santa”; ni es necesario estar de acuerdo con todas sus posturas para reconocer que la autoridad moral de la Reina Isabel fue siempre su capital supremo. Es en esta dimensión en donde radica (si acaso lo hay) el valor de una buena monarquía, aún en el siglo XXI: el servir de referencia moral para una nación entera y proveer de sustancia histórica a pesar de los cambios constantes, personificando el carácter de un pueblo, para conectar el presente con el futuro.

Si eres tú un líder en tu industria o tu entorno ¿Cuál de estas dimensiones de la autoridad practicas? Y al elegir y calificar nuestros líderes políticos, ¿Cuántas de ellas les exigimos? Un buen líder posee y practica alguna o algunas de estas dimensiones. Un gran líder solidifica las cinco, y nunca pierde noción de su importante labor, que siempre se destila en un solo verbo de traza constante: servir.