Las conquistas pendientes en la lucha contra la hepatitis C

A, B, C, D, E. Este alfabeto corto y amenazante representa los cinco tipos de virus que causan hepatitis viral, grupo de enfermedades que hoy afectan a unos 400 millones de personas en el mundo.

Los virus de la hepatitis son un conjunto de patógenos muy diferentes entre sí que matan a 1,4 millones de personas cada año e infectan a más gente que el VIH y la malaria combinados. La mayoría de las muertes se deben a cirrosis o cáncer hepáticos, provocadas por infecciones crónicas con los virus de la hepatitis B o C, que se adquieren por contacto con sangre contaminada.

La hepatitis B fue la primera de las cinco descubiertas, en los años sesenta, por el bioquímico Baruch S. Blumberg. La siguiente fue la hepatitis A, que se transmite más comúnmente a través de alimentos y agua contaminados, descubierta en 1973 por los investigadores Stephen Mark Feinstone, Albert Kapikian y Robert Purcell.

Las pruebas de detección para esos dos tipos de virus allanaron el camino para descubrir un tercero. En la década de los años setenta el hematólogo Harvey Alter examinó casos inexplicables de hepatitis en pacientes que habían recibido transfusiones de sangre y descubrió que solo el 25 % de esos casos eran causados por el virus de la hepatitis B, y que ninguno estaba relacionado con el virus de la hepatitis A. El resto era causado por un agente transmisible no identificado que podría persistir en el cuerpo como una infección crónica y provocar cirrosis hepática y cáncer de hígado.

El agente detrás de esta enfermedad, denominada hepatitis no-A/no-B, siguió siendo un misterio durante una década, hasta que Michael Houghton, un microbiólogo que trabaja en la empresa de biotecnología Chiron Corporation, y su equipo secuenciaron su genoma en 1989 después de años de intensa investigación. Lo identificaron como un nuevo integrante de la familia a la que pertenece el virus de la fiebre amarilla: los flavivirus, un grupo de virus de ARN que a menudo se transmiten por la picadura de artrópodos infectados.

Pero la historia no terminaba allí. Los científicos necesitaban demostrar que ese nuevo virus podía, en efecto, causar la hepatitis C por sí solo, una proeza lograda en 1997, cuando Charles M. Rice, entonces virólogo de la Universidad de Washington en San Luis, y su equipo lograron crear en el laboratorio una forma del virus que podía replicarse en el único modelo animal de hepatitis C existente, el chimpancé. Cuando inyectaron el virus en el hígado de estos animales, desencadenó una hepatitis clínica, lo que demostró la conexión directa entre la hepatitis C y la hepatitis no-A-no-B.

Los hallazgos llevaron a crear pruebas para detectar hepatitis C que han salvado vidas al evitar infecciones causadas por transfusiones de sangre contaminada, así como al desarrollo de fármacos antivirales eficaces para tratar la enfermedad. En 2020, en plena pandemia de SARS-CoV-2, Alter, Houghton y Rice recibieron el Premio Nobel de Medicina por su trabajo en la identificación del virus de la hepatitis C.

Para conocer más sobre la historia de este virus y los desafíos que aún quedan en materia de tratamiento y prevención de la enfermedad, Knowable Magazine habló con Rice, ahora en la Universidad Rockefeller, durante la 72ª reunión anual de premios Nobel, en Lindau, Alemania, realizada en junio de 2023. Esta conversación ha sido editada para lograr más claridad.

¿Cuáles fueron los desafíos en el momento en que comenzó su investigación sobre la hepatitis C?

La comprensión de que un nuevo agente estaba detrás de la hepatitis no-A/no-B inició una caza de virus para tratar de descubrir cuál era el causante. Michael Houghton y su grupo en Chiron ganaron esa carrera y publicaron la secuencia parcial del virus en 1989 en Science.

Fue un dilema interesante para mí como profesor asistente en la etapa inicial de mi carrera en la Universidad de Washington en San Luis, donde había estado trabajando con la fiebre amarilla. De pronto este nuevo virus humano cayó en nuestras manos, se unió a la familia de los flavivirus, y tuvimos que decidir si íbamos a centrar parte de nuestra atención en trabajar con él. Al principio, los expertos en el campo de la hepatitis viral nos invitaban a reuniones, pero porque estábamos trabajando en un virus relacionado, el de la fiebre amarilla, y no porque fuéramos considerados actores importantes en el área.

El principal desafío fue que no podíamos hacer crecer el virus en cultivos celulares. Y el único modelo experimental era el chimpancé, por lo que estudiar ese virus fue realmente difícil para los laboratorios.

Había dos objetivos principales. Uno era establecer un sistema de cultivo celular que permitiera replicar el virus y estudiarlo. Y el otro era intentar crear un sistema en el que pudiéramos hacer genética del virus. Se demostró que era un virus de ARN, y la colección de herramientas disponibles para modificar el ARN en ese momento, a principios de los años noventa, no era la misma que para el ADN. Ahora eso ha cambiado hasta cierto punto con las tecnologías modernas de edición.

Si existe una lección para ser aprendida a partir de la historia de la hepatitis C es que perseverar vale la pena.

Este viaje comenzó con un virus desconocido y terminó con un tratamiento en un tiempo relativamente corto.

No creo que haya sido poco tiempo, considerando todos los fracasos para lograr un sistema de cultivo celular y demostrar que teníamos un clon funcional. Desde 1989, cuando se dio a conocer la secuencia del virus, hasta 2011, cuando se produjeron los primeros compuestos antivirales, pasaron 22 años.

Y luego, esa generación inicial de compuestos para tratar la enfermedad no fue la mejor, y se combinaba con un tratamiento que estábamos intentando eliminar —el interferón—, que afectaba bastante a la gente y no siempre la curaba. Solo tenían una tasa de curación de alrededor del 50 %.

Fue en 2014 cuando surgieron los cócteles de fármacos libres de interferón. Y eso fue realmente asombroso.

Hubo personas que pensaron: “No podrán desarrollar un cóctel de medicamentos que pueda eliminar este virus”. Era presuntuoso pensar que se podía, pero se logró gracias a la biotecnología y a la industria farmacéutica. Es realmente una historia de éxito, pero me hubiera gustado que hubiese sido más rápida.

¿Cuáles son los desafíos actuales en la lucha contra la hepatitis C?

Algo un poco aleccionador y decepcionante para mí fue que cuando estos avances médicos se logran y demuestran ser eficaces, no es posible hacer llegar estos medicamentos a todas las personas que los necesitan y tratarlos con éxito. Es mucho más complicado, en parte debido a la economía —cuánto deciden cobrar las empresas por los medicamentos—.

Además, es difícil identificar a las personas infectadas con hepatitis C, porque suelen ser asintomáticas. Incluso cuando se identifican, lograr que reciban tratamiento es un desafío debido a las diferencias en las capacidades de salud pública que varían a nivel local, nacional y global. Tenemos medicamentos maravillosos que básicamente pueden curar a cualquiera, pero creo que aún sería bueno tener una vacuna para la hepatitis C.

Durante el primer año de la pandemia de la Covid-19 usted ganó el Premio Nobel por el descubrimiento del virus de la hepatitis C. ¿Cómo fue esa experiencia?

Era diciembre de 2020 y estábamos trabajando en el SARS-CoV-2 durante el pico de la pandemia en la ciudad de Nueva York. Mi esposa y los perros estaban en nuestra casa en Connecticut y yo vivía en el apartamento en Manhattan. Y recibí esta llamada a las cuatro y media de la mañana. Fue bastante impactante.

La pandemia hizo que la gente fuera más consciente de lo que puede hacerle a nuestro mundo un virus altamente infeccioso y causante de enfermedades. Fomentó la rápida difusión de los resultados de las investigaciones y las publicaciones más abiertas. También nos hizo apreciar cómo el mismo virus hace cosas diferentes dependiendo de quién esté infectado: en el caso de la Covid-19, no es bueno ser viejo, por ejemplo.

Después de muchas décadas trabajando con virus, ¿cuál diría que es la próxima frontera en virología?

Aún hay muchas cosas que no entendemos sobre estos virus. Cuanto más los estudiamos, más entendemos sobre nosotros mismos, nuestras células y nuestros sistemas de defensa antivirales.

Y también existe un gran poder en términos de lograr diagnosticar nuevos virus. La tecnología de secuenciación, las tecnologías de genómica funcional, todas esas cosas, cuando se aplican a la virología, nos ofrecen una imagen mucho más rica de cómo estos virus interactúan con las células. Creo que es una época dorada.

Usted lleva muchas décadas trabajando con los flavivirus (que incluyen al virus del dengue, Zika, fiebre amarilla y hepatitis C). El Zika y el dengue representan una amenaza permanente en todo el mundo y, en particular, en América Latina. Basándose en el ejemplo exitoso de la hepatitis C, ¿qué puede hacer la investigación científica para mitigar el impacto de estos virus?

Para virus como el Zika, desarrollar una vacuna probablemente será bastante sencillo —excepto que, dado que el Zika es tan transitorio, resulta difícil demostrar que la vacuna funciona—. Habría que realizar un estudio de exposición en humanos, en el que los voluntarios se expongan deliberadamente a una infección de forma segura y con apoyo sanitario.

Para el dengue es mucho más difícil, porque hay cuatro serotipos (versiones diferentes del mismo virus) y la infección con uno de ellos puede aumentar el riesgo de sufrir una enfermedad más grave si se infecta con un segundo serotipo. Provocar una respuesta equilibrada que proteja contra los cuatro serotipos del dengue es el santo grial de intentar desarrollar una vacuna contra el dengue.

Se están utilizando varios enfoques para lograrlo. El clásico es tomar versiones vivas atenuadas (formas debilitadas de virus que han sido modificadas para que no puedan causar enfermedades graves, pero sí puedan estimular el sistema inmunitario) de cada uno de los cuatro serotipos y mezclarlas. Otra es crear virus quiméricos: una combinación de material genético de diferentes virus, que da como resultado nuevos virus que tienen características de cada uno de los cuatro serotipos del dengue, diseñados en la columna vertebral de la vacuna contra la fiebre amarilla. Pero esto no ha funcionado tan bien como se esperaba. Creo que el cóctel de variantes vivas atenuadas del dengue es probablemente el enfoque más avanzado. Pero supongo que, dado el éxito de las vacunas de ARNm contra la Covid-19, también se probará el enfoque de ARNm.

Estas enfermedades no van a desaparecer. No se pueden erradicar todos los mosquitos. Y realmente no se puede inmunizar a todos los huéspedes vertebrados susceptibles. Entonces, ocasionalmente habrá un contagio a la población humana. Necesitamos seguir trabajando en esto porque son grandes problemas.

Usted comenzó su carrera en el Instituto de Tecnología de California estudiando virus de ARN, como el virus Sindbis, transmitido por mosquitos, y luego los flavivirus, que causan encefalitis, poliartritis, fiebre amarilla y dengue. Después también estudió el virus de la hepatitis C. Para los virólogos, ¿existe alguna ventaja en cambiar los virus que estudian a lo largo de su carrera?

Todos son interesantes, ¿verdad? Y todos son diferentes a su manera. Suelo decir que mi carrera ha sido una espiral descendente en la que me he enfrentado a virus cada vez más complejos. Inicialmente, los alfavirus —una familia que incluye al virus de la chikungunya, por ejemplo— fueron fáciles—. Los flavivirus clásicos, como la fiebre amarilla, el dengue, el virus del Nilo Occidental y el virus del Zika, entre otros, fueron un poco más difíciles, pero el virus de la hepatitis C fue imposible durante 15 años, hasta que junto con otros expertos finalmente logramos un sistema de replicación completo que podía hacerse en el laboratorio.

Coexistimos a diario con los virus, pero la pandemia pudo haber generado en la gente la idea de que todos estos microorganismos son invariablemente peligrosos.

Tenemos que tratarlos con respeto. Hemos visto lo que puede suceder con la aparición de un nuevo coronavirus que es capaz de propagarse durante una fase asintomática de la infección. No puedes estar preparado para todo, pero en algunos aspectos nuestra respuesta fue mucho más lenta y menos efectiva de lo que podría haber sido.

Si hay algo que hemos aprendido en los últimos 10 años con las nuevas tecnologías de secuenciación de ácidos nucleicos es que nuestra visión anterior sobre la virósfera era muy acotada. Y si realmente nos fijamos en lo que existe a nuestro alrededor, la diversidad de virus estimada incluye una cifra asombrosa de tipos de virus, como de 1031. Aunque la mayoría de ellos no son patógenos para los humanos, algunos sí lo son. Tenemos que tomar en serio esta amenaza.

¿La ciencia está preparada?

Creo que sí, pero tiene que haber una inversión, una inversión social. Y no solo debe ser una inversión en infraestructura que pueda reaccionar rápidamente ante algo nuevo, sino también establecer un repositorio de anticuerpos protectores y pequeñas moléculas contra los virus que sabemos que podrían ser amenazas futuras.

A menudo estas cosas suceden en ciclos. Ocurre un desastre, como la pandemia de la Covid-19, la experiencia cambia a las personas, pero luego piensan: “Bueno, el virus ya pasó a un segundo plano, la amenaza terminó”. Pero ese simplemente no es el caso. Necesitamos un plan más sostenido en lugar de una postura reactiva. Y eso es difícil de lograr cuando los recursos y el dinero son limitados.

¿Cuál es el efecto del analfabetismo científico, las teorías conspirativas y la falta de información científica en la batalla contra los virus?

Esos son problemas enormes y no sé cuál es la mejor manera de combatirlos y educar a la gente. Cualquier tipo de respuesta combativa y confrontativa simplemente no va a funcionar. La gente se reafirmará en sus creencias arraigadas y no escuchará ni creerá en pruebas convincentes de lo contrario.

Es frustrante. Creo que tenemos herramientas asombrosas y el poder de lograr avances realmente significativos para ayudar a las personas. Es más que un poco desalentador para los científicos cuando hay una fracción sustancial de personas que no creen en cosas que están bien respaldadas por hechos.

En gran parte se trata de un problema de educación. Creo que no invertimos suficiente dinero en educación, particularmente en educación en los primeros años. Mucha gente no comprende hasta qué punto lo que hoy damos por sentado está respaldado por la ciencia. Toda esta tecnología —buena, mala o fea— es toda ciencia.

Artículo traducido por Daniela Hirschfeld

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Daniela Hirschfeld es periodista científica de Uruguay. Su trabajo se puede seguir en @danielaht.

This article originally appeared in Knowable Magazine, an independent journalistic endeavor from Annual Reviews. Sign up for the newsletter.