¿Puede condenar los asesinatos sin causar más dolor?

Empleados en la oficina de empleo IRIS en New Haven, Connecticut, el 8 de diciembre de 2023. (Todd Heisler/The New York Times)
Empleados en la oficina de empleo IRIS en New Haven, Connecticut, el 8 de diciembre de 2023. (Todd Heisler/The New York Times)

Había pasado toda su carrera atendiendo los horrores del terrorismo y la guerra y, ahora, Chris George, de 70 años, creía que era su responsabilidad volver a hacer algo al respecto. Sentado frente a su escritorio en la agencia de reasentamiento de refugiados más grande de Connecticut, trataba de escribir una declaración pública sobre la violencia en Israel y la Franja de Gaza, un texto que había revivido traumas entre sus empleados y en su historia personal.

“Creemos que toda vida humana es preciada y debe ser protegida”, escribió a mediados de octubre. Leyó la frase y le pareció obvia y débil. Dejó el borrador a un lado durante algunos días y, luego, volvió a intentarlo.

“Condenamos, en los términos más enérgicos, el asesinato de todos los civiles inocentes”, escribió, pero esa frase parecía casi clínica, tan remota e impersonal comparada con lo que sentía.

En la década de 1970, había pasado varios meses viviendo y trabajando como voluntario en el kibutz Nirim, donde decenas de terroristas de Hamás atravesaron el muro el 7 de octubre para secuestrar y matar a civiles. También había vivido muchos años como expatriado estadounidense y cuáquero en Gaza, donde aprendió árabe y trabajó en favor de los niños palestinos oprimidos, y, ahora, los bombardeos de Israel estaban matando a miles de personas.

Por otro lado, estaban los rehenes israelíes que seguían cautivos en el centro del conflicto. George también entendía al menos un poco cómo era eso. Fue el primer estadounidense secuestrado en Gaza, en 1989, cuando tres refugiados palestinos lo raptaron y exigieron a Israel que liberara a cientos de prisioneros palestinos a cambio de su vida. Los extremistas retuvieron a George a punta de pistola en una casa de seguridad durante 29 horas antes de liberarlo ileso.

“Una violación de los derechos humanos no justifica otra”, escribió George en otro intento de declaración en nombre de su organización sin fines de lucro Servicios Integrados para Refugiados e Inmigrantes (IRIS, por su sigla en inglés), de New Haven, Connecticut. “No importa si lo llamamos alto al fuego o pausa humanitaria. No discutamos sobre terminología. La matanza debe terminar”.

El equipaje de un padre y su hija procedentes del Congo, recién llegados al país en New Haven, Connecticut, el 8 de diciembre de 2023. (Todd Heisler/The New York Times)
El equipaje de un padre y su hija procedentes del Congo, recién llegados al país en New Haven, Connecticut, el 8 de diciembre de 2023. (Todd Heisler/The New York Times)

Aun a riesgo de suscitar polémica, George se sintió obligado a hablar en nombre de las personas y los lugares que amaba. Envió un borrador de la declaración a su junta directiva, pero algunos de ellos pensaron que podría interpretarse como demasiado política y posiblemente divisiva.

George había dirigido la organización, que pasó de tener ocho empleados a finales de la década de 1990 a más de 150. Juntos ayudaban a alojar, vestir, alimentar y educar a más de 800 refugiados que llegaban cada año a Connecticut. Esa labor requería un presupuesto anual de 14 millones de dólares, un tercio de los cuales procedía de donantes privados con sus propias opiniones y conexiones con el conflicto en Oriente Medio.

“Elaborar una declaración que satisfaga a todos y no cree problemas a IRIS será imposible”, escribió por fin George a algunos de sus colegas.

El último día de noviembre, llegó un correo electrónico a su computadora de trabajo. Era una declaración propia, escrita a George y a la junta directiva por parte de 41 empleados de IRIS en respuesta a una guerra que ahora amenazaba con crear una división más.

“La respuesta de IRIS hasta ahora a este conflicto ha sido inaceptable. Nos han silenciado”, escribieron.

Omar Yacoub caminó por la oficina de IRIS una mañana, de camino a ayudar a enseñar inglés a once niños refugiados que acababan de llegar a Estados Unidos. Habían contratado a Yacoub, de 34 años, en septiembre como coordinador de educación extraescolar de IRIS. Era su primer trabajo tras emigrar a Estados Unidos y le encantaba. Pero, en las últimas semanas, estaba cada vez más confundido con la organización que lo había contratado.

Yacoub se preguntaba: si la función de IRIS era apoyar a los refugiados, ¿por qué no hablaba en representación de los 1,6 millones de refugiados palestinos registrados que viven en Gaza, entre ellos muchos de sus propios familiares?

El trabajo en IRIS continuaba con normalidad, mientras que Yacoub se despertaba cada mañana con una nueva emergencia en su teléfono. Los familiares de su madre seguían atrapados en Gaza. La familia de Yacoub le había contado historias sobre su primo de 16 años, a quien decían que los soldados israelíes le habían disparado a la cabeza y matado a finales de los años ochenta por tirar una piedra. Yacoub nació dos meses después y fue bautizado en honor de ese primo, pero, para entonces, sus padres habían huido a Jordania como refugiados y Yacoub tenía pasaporte jordano. Ahora, estaba a salvo en Connecticut con sus gemelos de 1 año, mientras sus primos estaban en Gaza cuidando de sus propios hijos.

Yacoub se unió a 40 de sus compañeros de trabajo para escribir y firmar una carta dirigida a George y a la junta directiva de IRIS que exigía a la organización emitir una declaración que condenara la campaña de bombardeos de Israel en Gaza y, a continuación, aprovechar los contactos de IRIS para escribir cartas de apoyo a la delegación de Connecticut en el Congreso.

“Nuestro silencio no representa la moral de nuestros clientes ni de nuestro personal”, escribieron los 41 empleados. Advirtieron que, si IRIS no respondía a su carta en una semana, actuarían en contra de la organización y emprenderían su propia “acción colectiva”.

Un día antes de la fecha límite en la que George debía responder a la carta del personal, convocó una reunión con sus altos directivos para definir la respuesta de IRIS.

“¿Es apropiado, justo, útil y estratégicamente sensato que nos comprometamos en público con este conflicto?”, preguntó George a sus colegas.

“¿Cómo podemos decir algo ahora si no dijimos nada después de los atentados de Hamás que en gran medida incitaron a esto?”, preguntó un miembro del personal.

“Son 41 personas de nuestro personal”, argumentó otro. “No podemos ignorarlos”.

“Algunos de ellos están perdiendo a sus seres queridos”, dijo un miembro del personal. “Están sufriendo”.

“Lo mismo con todos nuestros colegas judíos”, respondió otro. “Piensen en todo lo que han pasado. Lo que ocurrió el 7 de octubre fue una de las peores atrocidades que hemos visto”.

“Eso es lo que hace que esto sea tan difícil”, señaló George. “Para muchos de nosotros, todo lo relacionado con este conflicto en particular es aterrador y profundamente personal”.

Últimamente había estado pensando en los ecos de su momento más aterrador en Oriente Medio, en junio de 1989, cuando un palestino llamado Muhammed Abu Nasser irrumpió en la oficina de Gaza de la organización sin fines de lucro de George, Save the Children, con tres pistolas y un machete y le dijo a George que lo siguiera al exterior. George había trabajado con Abu Nasser unos meses antes, cuando Save the Children le había concedido una subvención de 1000 dólares para construir un parque infantil para niños palestinos.

George intentó disuadir a sus secuestradores recordándoles que él también trabajaba en favor de los niños palestinos. Intentó apelar a su sentido de humanidad contándoles historias sobre su esposa y sus dos hijas pequeñas en Ramala, pero, en lugar de liberarlo, Abu Nasser le entregó un bolígrafo y lo obligó a escribir una carta en inglés en nombre de sus secuestradores dirigida al gobierno israelí y a la Embajada de Estados Unidos. Exigían la liberación de todos los presos de Hamás y de otros palestinos.

George permaneció sentado junto a sus secuestradores durante las siguientes horas inciertas, pensó en su familia e imaginó algunas de las formas en que podría morir. Abu Nasser encendió la radio y esperó noticias sobre el secuestro. Esperaba ser aclamado como un héroe por los líderes militantes palestinos, pero incluso los grupos más radicales condenaron de inmediato sus acciones e Israel rechazó todas sus demandas.

“Tu operación está empezando a pudrirse”, recuerda George que le dijo después de más de un día juntos y, finalmente, Abu Nasser accedió. Pidió un carro tirado por un burro y envió a George de vuelta a Gaza, con una nota manuscrita de disculpa para su esposa.

La reacción posterior fue casi tan desorientadora como el propio secuestro. El Ejército israelí siguió culpando del incidente a los grupos terroristas palestinos organizados en un intento de desacreditarlos. La desinformación continuó durante varios días y tanto israelíes como palestinos utilizaron el secuestro de George para intensificar su propio conflicto en la prensa.

“No importa lo cuidadosos que seamos y el lenguaje que utilicemos, a algunas personas no les va a gustar”, afirmó George ante su personal ahora, en la sala de conferencias. “Nuestras palabras podrían sacarse de contexto. Podrían tergiversarse y distorsionarse. Esa distorsión podría hacerse viral”.

Empezó a escribir el borrador de una carta a los 41 miembros originales del personal en la que explicaba que IRIS había decidido no emitir una declaración, pero que él quería reunirse con el grupo para debatir otras posibilidades como escribir cartas a los senadores de Connecticut o ayudar a educar a New Haven sobre la historia del conflicto palestino-israelí. Terminó un borrador, volvió a comprobar si había atentados y vio que habían atacado el barrio de Al-Nuseirat durante la noche. Envió un mensaje para saber cómo estaba uno de sus antiguos colegas de Save the Children, Ali Mansour, cuya familia vivía cerca de ahí.

“¿Estás bien?”.

“Que Alá tenga en paz su alma, perdí a mi hija pequeña y a mi nieta en una terrible masacre contra su casa”, escribió Mansour. “Recen por nosotros”.

George se secó los ojos y respondió al mensaje de su amigo. Todo lo que escribía le parecía pequeño e inadecuado. “Lo siento mucho”, escribió.

Todavía estaba sentado en su despacho varias horas más tarde cuando oyó que la gente empezaba a aplaudir y a hablar pastún en algún lugar del pasillo. George salió al vestíbulo de IRIS y vio a una familia de cinco miembros que acababa de llegar de Afganistán, donde habían sido amenazados y perseguidos por los talibanes por ser cristianos.

Los empleados de IRIS salieron de todos los departamentos para presentarse con ellos y ayudarles. Un intérprete tradujo lo que decía la familia. Una recepcionista preparó café para los padres y chocolate caliente para los niños. Un equipo de transporte se preparó para llevarlos a un hotel donde pudieran recuperarse del vuelo. Un gestor de casos les llenó el refrigerador de alimentos y les dejó comida caliente de un restaurante afgano. Un equipo de vivienda se encargó de amueblar su nuevo departamento. Un equipo jurídico se reunió para proteger sus derechos.

George repartió caramelos y barritas de cereales y, luego, saludó a la familia con la misma declaración que había hecho ya miles de veces y en la que más creía.

“Les damos la bienvenida”, dijo. “Siento mucho lo que sufrieron. Nuestro trabajo es apoyarlos”.

c.2024 The New York Times Company