¿Quién es ‘colonizador’? Una palabra antigua se vuelve un arma nueva

En los aguerridos debates en lugares como Israel, África y Estados Unidos, invocar una historia brutal se ha convertido en una poderosa acusación. (Rebecca Chew/The New York Times).
En los aguerridos debates en lugares como Israel, África y Estados Unidos, invocar una historia brutal se ha convertido en una poderosa acusación. (Rebecca Chew/The New York Times).

JERUSALÉN — La era colonial comenzó a agonizar tras la Segunda Guerra Mundial. Desde 1945 hasta la década de 1960, se desmoronó un orden mundial en el que las potencias europeas asumían el control político de otros países, imponían ocupaciones coloniales, subyugaban a las poblaciones locales, y explotaban la tierra y a sus habitantes para obtener beneficios económicos. Decenas de Estados de Asia y África se deshicieron de sus gobernantes coloniales. El colonialismo, que Occidente alguna vez equiparó al progreso civilizador, se convirtió en sinónimo de iniquidad.

Más de medio siglo después, se ha reanudado una amplia batalla sobre el colonialismo y su legado. Las polémicas reflejan un mundo donde las guerras hacen estragos en Ucrania y Oriente Próximo, el “sur global” se ha levantado, y se ha intensificado el estudio en Estados Unidos y en otros lugares acerca de cómo las distintas formas de dominación y prejuicio —ya sea en materia de raza, clase, sexo o religión— se entrelazan para oprimir a las minorías.

Como insulto, o línea de ataque, el término “colonial” está en auge. En naciones africanas, los líderes de varios golpes de Estado en los últimos años han justificado sus acciones en parte como respuesta a un orden neocolonial marcado por el dominio occidental del capitalismo, la tecnología y las finanzas internacionales que, según dicen, consigue por otros medios lo que en su momento consiguieron los ejércitos coloniales por la fuerza.

Si ha habido un elemento nuevo y sorprendente en el actual ciclo de derramamiento de sangre entre israelíes y palestinos, aparte de la magnitud de las matanzas, ha sido la forma en que los manifestantes propalestinos han denunciado un Israel “colonial e invasor”, en el que los palestinos son el pueblo indígena de piel oscura y los israelíes los intrusos blancos opresores. Esta era una línea de argumentación mucho menos predominante en fechas tan recientes como el conflicto entre la Franja de Gaza e Israel en 2014.

“Las guerras y los movimientos sociales necesitan conectarse a los tropos culturales dominantes, y el colonialismo se ha convertido en el término de referencia para la contaminación total”, señaló Jeffrey Alexander, profesor de Sociología en la Universidad de Yale. “Marcar a Israel con este término se considera eficaz, incluso si conecta a los judíos con sus propios colonizadores europeos blancos, que asesinaron a millones de ellos”.

Mohamed Mahmoud Mohamedou, profesor de Historia y Política Internacional en el Instituto Universitario de Altos Estudios Internacionales en Ginebra, Suiza, tiene otra opinión. “La perspectiva del colonialismo será indisociable de un verdadero cambio en Oriente Próximo y, en particular, en Palestina, debido al ascenso de una nueva generación de militantes internacionales en las calles, activos en todo el mundo, incluso en el núcleo de las metrópolis occidentales”, afirmó.

Palestinos desplazados caminan hacia el sur de la Franja de Gaza para escapar de los combates y bombardeos en el norte, el 26 de noviembre de 2023. (Samar Abu Elouf/The New York Times).
Palestinos desplazados caminan hacia el sur de la Franja de Gaza para escapar de los combates y bombardeos en el norte, el 26 de noviembre de 2023. (Samar Abu Elouf/The New York Times).

Algo queda claro: el conflicto en torno al presunto colonialismo israelí forma parte de algo más amplio, un movimiento profundo en la mente de la gente. La lucha nacional palestina se ha convertido en la causa de los desposeídos que buscan justicia en todo el mundo. Al mismo tiempo, la lucha de los judíos por encontrar refugio en una patria nacional como única respuesta a su condición de eternos parias se ha convertido en una batalla para demostrar que, lejos de ser colonialista, Israel es una nación diversa conformada en gran medida por la unión de los perseguidos.

Pocas palabras demarcan con más claridad la evolución de la humanidad que “colonialismo”. En el siglo XIX, las potencias europeas lo consideraban el orgulloso distintivo de los portadores de “la carga del hombre blanco”, como lo escribió Kipling. En la actualidad, esa idea es anatema. En su lugar, “indigenismo” se ha convertido en la palabra clave que confiere autoridad moral a los pueblos que están en el lado correcto de la historia.

Una larga sombra

El colonialismo no era solo una política, sino un estado mental. No se trataba simplemente de que la Compañía Británica de las Indias Orientales se hiciera con el control de amplias franjas del subcontinente indio para comerciar con seda, especias y té, ni del asalto de los colonos europeos a los pueblos indígenas de América. Fue la imposición de una cultura, una lengua, costumbres sociales y actitudes que han resultado difíciles de superar, o incluso de detectar en su totalidad.

La descolonización fue una cosa. Otra muy distinta fue “Descolonizar la mente”, como reza el título de un libro fundacional de 1986 escrito por el novelista keniano Ngũgĩ wa Thiong’o. Para él, el colonialismo imperial fue un proceso integral diseñado para que sus víctimas “se avergonzaran de sus nombres, historia, sistemas de creencias, lenguas, tradiciones, arte, danza, canciones, esculturas, incluso del color de su piel”.

La descolonización no acabó con el colonialismo, así como Jim Crow no acabó con la esclavitud. El colonialismo ha dado forma a la modernidad; los países que fueron potencias coloniales o imperiales desempeñan un papel importante, aunque cada vez más controvertido, en la toma de decisiones a escala mundial y en la estructura del orden internacional. Brasil, India y Nigeria contemplan cómo el Reino Unido y Francia, antiguas potencias coloniales por excelencia, siguen siendo dos de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Se trata de una provocadora anomalía. Tanto la Ilustración como el colonialismo nacieron en Occidente, que prefiere celebrar el legado forjador de libertad de la primera a enfrentarse a los perdurables prejuicios que dejó el segundo.

Ahora, un cambio social significativo en Occidente ha permitido la adopción de la causa palestina como una extensión de los poderosos movimientos que han surgido a favor de la justicia racial y social, especialmente en Estados Unidos, desde 2020. En 2021, el movimiento Black Lives Matter emitió una declaración en la que manifestaba su “solidaridad con los palestinos” y su oposición al “colonialismo invasor en todas sus formas”.

El problema es que transponer a un conflicto lejano los horrores coloniales de la esclavitud institucionalizada, las lecciones del racismo estadounidense y la bandera del indigenismo contra los agresores coloniales, es un ejercicio arriesgado. El modelo no encaja en todos los contextos donde acecha la injusticia. Puede ser una óptica distorsionadora.

‘Un enfrentamiento de dos nacionalismos intensos’

En ningún lugar se enreda tanto la historia colonial como en el conflicto israelí-palestino. Cuando en 1947 comenzó la gran era de la descolonización con el fin del dominio británico sobre la India, nadie sabía qué hacer con el control británico de un territorio colonial mucho más pequeño: la Palestina obligatoria. Asolado por la violencia, incluyendo la revuelta árabe de finales de la década de 1930, y por una insurgencia judía en curso que pretendía expulsar a los británicos, el “statu quo” imperial era insostenible en los albores de la era poscolonial.

Sin embargo, la cuestión de qué poner en lugar del Reino Unido en el Levante era un rompecabezas preñado de violencia. En 1947, el Comité Especial de Naciones Unidas para Palestina, examinó una serie de opciones ya conocidas: un único Estado unitario de árabes y judíos, un Estado federal binacional o la partición en dos Estados. Pero las dificultades no se resolvieron. Y siguen sin resolverse cuando israelíes y palestinos se acusan mutuamente de genocidio, en la semana del aniversario 75 de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio.

“El conflicto básico en Palestina es un choque de dos nacionalismos intensos” entre “cerca de 650.000 judíos y 1,2 millones de árabes que son diferentes en sus formas de vida”, concluía el informe del comité hace 76 años. La única solución, decía, era la partición en dos Estados, uno judío y otro árabe, con un estatuto internacional especial para Jerusalén, porque “las reivindicaciones sobre Palestina de árabes y judíos, ambas válidas, son irreconciliables”.

Esa “validez” para los palestinos residía en el hecho de que eran personas que habían vivido en esa tierra durante mucho tiempo, casi siempre bajo diversos imperios; que eran la clara mayoría; y que eran evidentemente indígenas.

Para los judíos, residía en los orígenes bíblicos del pueblo judío en la misma tierra; tres milenios de habitación continua (aunque en pequeñas cantidades durante siglos después de las expulsiones masivas de la antigüedad); y en un intenso apego emocional que, para el año de 1946, había llevado a un gran número de judíos a huir de siglos de persecución y de la “solución” de aniquilación de Adolf Hitler en Europa, y dirigirse a Palestina. Por lo general, los judíos hacían todo lo posible para pasar por alto la presencia árabe autóctona y consideraban que su propia reivindicación autóctona era igualmente válida.

En un plazo de tres meses, en noviembre de 1947, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Resolución 181, que pedía el establecimiento de dos Estados. Sobre esa base, en mayo de 1948, nació el Estado de Israel. Cinco Estados árabes lo invadieron de inmediato en un intento de erradicar al intruso recién nacido, según ellos; ese intento continúa hasta hoy en forma de Hamás.

Así pues, para Rashid Khalidi, profesor de Estudios Árabes en la Universidad de Columbia, comenzó, a través del Estado judío, un intento de “hacer lo imposible: imponer una realidad colonial en Palestina durante la era poscolonial”, como dice en su libro “The Hundred Years’ War on Palestine” (“La guerra de los cien años contra Palestina”).

La tesis central de Khalidi —que la mejor forma de entender el conflicto es “como una guerra colonial librada contra la población indígena, por diversas partes, para obligarla a ceder su patria a otro pueblo en contra de su voluntad”— ha ganado bastante tracción. Para cientos de miles de manifestantes propalestinos en Londres y Washington, por ejemplo, ese es el lente a través del cual analizan la guerra actual.

Sin embargo, para Yuval Shany, profesor de Derecho Internacional en la Universidad Hebrea de Jerusalén, tratar el establecimiento de Israel como una empresa colonial es “un importante error de categoría”. No puede aplicarse a un conflicto en el que intervienen “dos pueblos indígenas”. Está fuera de lugar dado que la afluencia en el siglo XX de judíos europeos perseguidos procedía de una “población de refugiados históricamente autóctona no enviada por ningún imperio”. No puede aplicarse a los muchos otros judíos procedentes de países musulmanes del norte de África y Oriente Medio que llegaron a Israel después de ser expulsados.

“La idea de un poder impuesto es errónea”, señaló Shany. “La creación de Israel fue respaldada por las Naciones Unidas”.

Los asentamientos israelíes en la Cisjordania ocupada desde 1967 son otra historia. Shany y muchos israelíes liberales reconocen marcadas características coloniales: una potencia dominante que envía 500.000 colonos a una zona por la fuerza, acompañados de expropiaciones, control de la economía y humillación diaria de los palestinos que dejan poco o ningún margen para la creación de un Estado independiente.

Pero aplicada a la nación en su conjunto, la etiqueta de “colonizador” falla en más aspectos de los que acierta. El estereotipo colonial es el de ocupantes blancos invasores, pero Israel es, y ha sido durante mucho tiempo, una sociedad muy diversa y multicolor. Mientras que los franceses podrían retirarse de Argelia a Francia, no existe una “metrópoli” así para un judío expulsado de Irak. De hecho, en el núcleo del conflicto palestino-israelí se encuentra el hecho de que ambos pueblos son históricamente autóctonos y ninguno tiene otro lugar al que ir, aunque persistan los sueños delirantes de ambas partes sobre la desaparición del otro.

El ascenso de un ‘sur global’

Una de las razones por las que el “colonialismo” ha resurgido como una acusación fulminante parece radicar en un replanteamiento fundamental de los asuntos mundiales. La visión de la historia como un conflicto entre Occidente y Oriente está perdiendo terreno frente a la percepción de que se trata de una batalla del norte global contra el sur global. La marcha de la libertad de Occidente a partir de las revoluciones francesa y estadounidense está chocando con una perspectiva histórica diferente más centrada en los millones de vidas perdidas por la trata de esclavos y el genocidio de los pueblos nativoamericanos.

“El colonialismo fue el acto de fuerza fundacional de Occidente que permitió la Revolución Industrial, proporcionó la mano de obra y los recursos necesarios, y dio a Occidente el dominio sobre el mundo hasta ahora”, afirmó Mohamedou.

Como escribió el politólogo Barnett R. Rubin en la revista en línea Responsible Statecraft, la visión Occidente-Oriente de Israel, y desde luego la de Estados Unidos y Alemania, es la de un faro de libertad “que resurgió de las cenizas del Holocausto”.

Bajo esta óptica, Israel surgió de la victoria en la Segunda Guerra Mundial de los aliados democráticos y amantes de la libertad por encima del autoritarismo y el asesinato en masa; la lucha armada del mundo árabe y musulmán contra Israel fue en cierto modo una extensión de un programa genocida, como lo ilustró el ataque del 7 de octubre.

Para el sur global, sin embargo, la narrativa dominante de los últimos cinco siglos ha sido la lucha norte-sur contra el colonialismo en África, Asia y América Latina. Aquí, el mandato de la Sociedad de las Naciones de 1922 de establecer un “hogar nacional para el pueblo judío” en Palestina sin el consentimiento de sus habitantes árabes, las guerras que han seguido y el apoyo inquebrantable de Estados Unidos a Israel solo pueden verse “como la extensión del colonialismo a los siglos XX y XXI”, como lo describe Rubin.

El colonialismo ha dado paso al poscolonialismo y al neocolonialismo, sea cual sea el alcance de esas etiquetas. Pero, sin importar el léxico, la realidad es que no han cicatrizado las heridas del colonialismo, aún no se han abordado en detalle las consecuencias y persiste la lucha humana universal por la dignidad.

c.2023 The New York Times Company