Una ciudad trata de resolver el problema del tráfico para todas las personas

Un patio lleno de autobuses del sistema TransMilenio en Bogotá, Colombia, el 11 de abril de 2023. (Felipe Romero Beltran/The New York Times).
Un patio lleno de autobuses del sistema TransMilenio en Bogotá, Colombia, el 11 de abril de 2023. (Felipe Romero Beltran/The New York Times).

BOGOTÁ, Colombia — Es un amontonamiento de vehículos.

Durante décadas, millones de personas se han radicado en barrios, cerros y tugurios situados en la periferia de ciudades que, de por sí, ya están sobrecargadas. Los recién llegados, al igual que otros residentes, necesitan desplazarse para poder llegar a sus trabajos y escuelas. Y las calles y los sistemas de transporte de la ciudad, que no se construyeron para anticiparse a las masas de personas recién llegadas, se han visto desbordados por una avalancha de autos, camiones y minibuses privados.

El tráfico parece un problema relativamente menor pero sus efectos en el empleo, el sueño, la salud mental, el cuidado de los niños y la educación, entre otras actividades, son profundos.

Tomemos el ejemplo de Bogotá. En las décadas de 1940 y 1950, vivían en la capital colombiana unas 600.000 personas. En un momento de optimismo, la ciudad invitó al famoso arquitecto suizo Le Corbusier para que diseñara un plan maestro que preveía una extensa red de modernas autopistas para sustituir a los tranvías y ferrocarriles regionales de la ciudad.

Con el apoyo y el dinero de Estados Unidos, Bogotá se deshizo de sus trenes y apostó por los vehículos y una maraña de nuevas carreteras. La reconfiguración de Le Corbusier fue concebida para manejar, de manera eficiente, una afluencia prevista de hasta 1,5 millones de personas a principios del siglo XXI.

Pero ocurrió lo imprevisto. Los refugiados que huían de la pobreza y la violencia en el campo durante la guerra civil colombiana inundaron la ciudad. Un vasto mosaico de calles desordenadas y caóticas, así como asentamientos informales de casas improvisadas se extendió por el altiplano y trepó por las laderas de los Andes. Y la gente seguía llegando.

Viajeros esperan un autobús en El Tunal, una de las estaciones más concurridas de Bogotá, Colombia, el 11 de abril de 2023. (Felipe Romero Beltrán/The New York Times).
Viajeros esperan un autobús en El Tunal, una de las estaciones más concurridas de Bogotá, Colombia, el 11 de abril de 2023. (Felipe Romero Beltrán/The New York Times).

La experiencia de Bogotá no fue tan insólita, pero ninguna otra ciudad de la región intentó abordar el problema del transporte derivado de estas migraciones masivas con la seriedad con que lo hizo la capital colombiana.

Durante un breve y brillante instante a principios de la década de los 2000, incluso pareció que la ciudad había resuelto el gran enigma de la movilidad. Implementó una estrategia aburrida pero astutamente eficaz para trasladar a millones de viajeros: los autobuses de tránsito rápido.

Llamado TransMilenio, el sistema de autobuses de Bogotá se inspiró en la ciudad de Curitiba (Brasil), que instituyó una de las primeras redes exitosas de autobuses rápidos. La red más extensa de Bogotá, con 12 líneas de autobús, cubría unos 114 kilómetros.

Los nuevos autobuses de tránsito rápido no eran tan veloces como un metro, pero podían ponerse en marcha en una fracción del tiempo y con un costo mucho menor. Ocupaban los carriles de los bulevares existentes, hacían paradas limitadas y circulaban más deprisa que las flotas de microbuses a las que sustituyeron, propensas a los accidentes y operadas por innumerables empresas descoordinadas.

El nuevo sistema inició sus operaciones en diciembre del año 2000 y se convirtió en el logro de un tecnócrata carismático y muy seguro de sí mismo, un economista convertido en alcalde llamado Enrique Peñalosa. Pronto, TransMilenio convirtió a Bogotá en un modelo mundial de política urbana progresista. Bancos de desarrollo y organizaciones filantrópicas usaron su ejemplo para crear proyectos de transporte similares en todo el planeta.

Pero ese no fue el final de la historia. Hoy, el sistema de autobuses rápidos de Bogotá atiende a unos 2 millones de pasajeros al día. También es una de las instituciones más criticadas de la ciudad.

Las razones no son misteriosas. Poco después del éxito inicial de TransMilenio, los usuarios empezaron a experimentar situaciones de hacinamiento en unidades que eran como unas latas de sardinas sofocantes, averiadas y mal vigiladas. La propia popularidad de los autobuses hizo que estuvieran abarrotados y fueran peligrosos.

Unos veinte años después de la introducción de TransMilenio, Bogotá sigue sufriendo embotellamientos de tráfico. Su última solución es construir un metro, una idea que se ha debatido desde los años cuarenta. El nuevo metro, tal como está concebido ahora, no sustituiría a los autobuses, sino que funcionaría en conjunto con ellos.

La alcaldesa saliente, Claudia López, ha iniciado la construcción de la primera línea del metro, una ruta elevada, y se espera que luego se implementen dos líneas más. A fines de octubre, los bogotanos eligieron a su sucesor, Carlos Galán, que basó su campaña como candidato en su apoyo al metro.

Viajé a Bogotá hace una década y me sorprendieron los múltiples signos del declive de TransMilenio, aunque el resto del mundo todavía promocionaba su éxito inicial. Así que regresé a principios de este año para tratar de entender qué había pasado con esta gran idea que había inspirado a tantas personas que imitaron su ejemplo.

Bajar la montaña

En las afueras montañosas de Bogotá se extiende un barrio llamado Ciudad Bolívar. Como sucede con muchos asentamientos informales, este barrio surgió sin ningún plan, por lo que las casas de bloques de hormigón y metal corrugado se fueron amontonando. Ahora el tamaño de su población se asemeja al de la ciudad de Miami.

Allí conocí a una mujer de 60 años llamada María Victoria Vélez quien, hace una década, fue expulsada con sus hijos del campo por grupos armados beligerantes y buscó refugio en Bogotá. Reunió el dinero suficiente para pagarles a las bandas locales un terreno situado en una ladera precaria.

Para ganarse la vida, Vélez vendía bolsas de basura desde un destartalado carrito plegable de metal. Se abastecía de bolsas en un barrio localizado a un par de viajes en autobús de distancia, donde son más baratas, para luego venderlas en zonas más acomodadas del centro de la ciudad: desde su casa hasta los lugares donde trabaja tiene que hacer varios viajes en autobús.

Primero tenía que bajar la montaña. Podríamos haber tomado uno de los relucientes teleféricos que a diario transportan a unos 25.000 habitantes de Ciudad Bolívar hasta la estación de autobuses rápidos situada en la base. Pero Vélez dijo que sufría de vértigo.

Vélez tenía que tomar un autobús. Algunos eran gratuitos, pero estaban demasiado llenos para subir. Al cabo de una media hora, por fin pudimos subirnos a un autobús normal. El precio de 70 céntimos reducía considerablemente el presupuesto diario de Vélez, pero su tiempo es escaso. La unidad estaba abarrotada.

En total, tomamos cinco autobuses, dos de ellos supuestamente rápidos por carriles exclusivos, para recoger las bolsas de basura y llegar a Chapinero, un barrio próspero localizado cerca del centro de la ciudad. Habían pasado casi tres horas desde que salimos de casa de Vélez.

Exigirle demasiado a un autobús

Al igual que Vélez, López pasó años en Ciudad Bolívar. Se mudó allí cuando era adolescente, antes de que llegara TransMilenio. Como estudiante universitaria, tuvo que lidiar con otros viajeros, vendedores ambulantes y una temeraria variedad de microbuses que escupían los gases del diésel y se acercaban cuando les daba la gana para competir por los pasajeros y, a veces, atropellarlos.

“Era un infierno”, dice. “Es un milagro que no muriera más gente”.

López trabajó en la primera gestión de Peñalosa, cuando TransMilenio apenas despegaba. Los autobuses hicieron que sus viajes fueran inconmensurablemente mejores, recuerda. “Fue uno de los orgullos de Bogotá”, recordó. “Pero le pedimos demasiado”.

Peñalosa regresó a la alcaldía para cumplir su segundo mandato como alcalde de 2016 a 2019, durante el cual comenzó a apuntalar las finanzas de TransMilenio, por entonces en mal estado; adquirió autobuses más limpios para remplazar a la flotilla contaminante y averiada de la ciudad; obtuvo ayuda federal para crear nuevas rutas; y construyó el teleférico en Ciudad Bolívar. La calidad del aire alrededor de los autobuses y las estaciones mejoró casi un 80 por ciento.

Sin embargo, después de años de frustración pública, ni siquiera Peñalosa pudo resistir todo el impulso público y político detrás de un tren. Como alcalde, obtuvo dinero del gobierno federal para ayudar a pagar la construcción y luego firmó contratos con empresas chinas para diseñar la primera ruta.

Mejorar un sistema defectuoso

Luego de ver el declive de los autobuses rápidos, cuando regresé a Bogotá estaba buscando nuevas soluciones. Muchas cosas habían cambiado en mi ausencia. Los autobuses seguían llenos de gente, pero Peñalosa había construido el teleférico. Y López había llevado adelante la visión de más teleféricos, carriles para bicicletas y autobuses, y había sentado las bases para el metro.

Esta vez, vi la realidad confusa y agobiante de los políticos que luchan con un sistema defectuoso, entre sí y con la burocracia, lo que produce un progreso gradual. Bogotá todavía sufre un estancamiento porque su sistema vial es un enigma, pero desde cualquier punto de vista sensato, los autobuses rápidos han sido un éxito notable.

La experiencia de Bogotá refleja una verdad básica sobre la infraestructura: que ejecutar cambios significativos requiere trabajar en una escala de tiempo más larga de lo que la política –y la paciencia pública– normalmente permiten.

En Chapinero, observé a Vélez mientras iba de un restaurante a otro, de un salón de belleza a una tienda de zapatillas, soportando las miradas impacientes y lastimeras de los comerciantes y los transeúntes, dando las gracias a todos y ofreciendo siempre una oración.

Me dijo que había sido un día excepcionalmente bueno. Ganó 7 dólares.

TransMilenio y el autobús de regreso a la colina permitieron que Vélez pudiera volver a casa para prepararle una cena tardía a su marido. Pero sin los autobuses, dijo, no habría podido comprar comida.

En el autobús que bajaba la montaña, la gente se apretujaba. Todo el sistema estaba claramente al límite de su capacidad, pero escribí una palabra en mi cuaderno antes de ayudar a Vélez a bajar su carrito a la acera.

“Salvavidas”.

c.2023 The New York Times Company