Ciudad de pandillas: ser joven en un país asediado por la guerra entre la Mara Salvactrucha y Barrio 18

Ciudad de pandillas: ser joven en un país asediado por la guerra entre la Mara Salvactrucha y Barrio 18
Ciudad de pandillas: ser joven en un país asediado por la guerra entre la Mara Salvactrucha y Barrio 18

Probablemente, ‘pum-pum’ es la onomatopeya que más se repite entre las personas entrevistadas para este reportaje cuando hablan de la violencia en Tegucigalpa, la capital de Honduras. 

 O, al menos, es la que más repite con insistencia Diosdado, chofer de Uber. 

Mientras transporta a dos periodistas de Animal Político al centro histórico de Tegucigalpa desde el cerro del Picacho, donde se levanta un majestuoso Cristo de brazos abiertos a la capital hondureña, desde el que se puede observar el Estadio Nacional, la pista del viejo aeropuerto Toncontín —considerado como uno de los más peligrosos del mundo—, y cientos de casitas que parecen cajas de cerillos desde las alturas, el chofer explica que, harto de tantos asaltos y extorsiones, cambió hace unos meses el autobús por la discreción del Uber.

Uno de los últimos asaltos, narra, fue precisamente en pleno centro de la capital, a un costado de la Catedral de San Miguel Arcángel y de la estatua a caballo de Francisco Morán, uno de los héroes nacionales de Honduras que da nombre a la cabecera departamental de Tegucigalpa. Ahí, en mitad del gentío que transita por el hormiguero de calles peatonales y de las inabarcables filas de vendedores ambulantes de todo tipo, el pequeño autobús que manejaba, “el rapidito”, se detuvo a recoger pasajeros cuando, de la nada, subieron dos pandilleros a cara descubierta. 

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“¡Esto es un asalto! ¡Todos agachen la cabeza!”, gritaron. 

El chofer dice que se quedó quieto como estatua. Pero el pasajero que viajaba junto a él hizo el amago de abandonar el bus…

—Y pues para qué te vas a mover… ¡pum! ¡pum! Dos plomazos le soltaron en el pecho—. 

Al día siguiente, el suceso fue publicado en la prensa local, junto a otros titulares como ‘Mara asesina a joven cuando amamantaba a su bebé’. 

Diosdado sonríe de medio lado recordando la escena y agita la cabeza, mientras por la ventanilla del carro se observan pintadas sobre las paredes de las calles que preguntan con tono profético: “¿Estás listo? Porque la venida del Señor se aproxima”. 

—¿Y usted como chofer de bus tenía que pagar la extorsión?— se le pregunta. 

—¿En los ‘rapiditos’? Sí, claro —responde tajante—. Los lunes, a la MS13. Los viernes, a Barrio 18. Todas las semanas. Y debías tener ya listo el ‘pisto’. Por cada bus eran 1,200 lempiras (unos 940 pesos mexicanos), y el dueño tenía como 80 autobuses. Imagínese: son millones lo que recogen a la semana las pandillas—.

A continuación, el chofer explica que otro día iba manejando por la colonia El Divino, junto a un cementerio, cuando dos motos se le cruzaron. Eran mareros de la 18. Uno llevaba una metralleta Uzi y el otro un revólver 9 milímetros. Sin mediar palabra, el de la Uzi abrió fuego contra el tablero y el volante del autobús, destrozándolo. A continuación, dijeron que el dueño de la empresa tenía cuatro horas para pagar “el impuesto” de guerra. 

—Y pues ahí fue cuando dejé botado el bus —Diosdado da una risotada—. Me fui corriendo, porque luego a quienes matan es a nosotros, a los choferes. Solo se asoman por la ventanita y ‘pum, pum’. Adiós. 

—¿Y usted cómo distingue a los mareros? ¿Cómo sabe, por ejemplo, que tal marero es de La 13 y no de La 18?—.

—Por el corte de pelo —dice sin titubear—. El ‘cortado’ lo traen así como pelón de abajo, como en ‘V’ —se lleva la mano derecha a la nuca—. Y también por la ropa que llevan: usan camisas holgadas, las calcetas blancas, los pantalones hasta las rodillas, y también se identifican por los tenis. Los de la 13 andan pumas rojos o negros, y los de la 18 los Nike Cortez. Y bueno, algunos andan tatuados. Tal vez, a lo mejor ya no llevan tanto el 13, pero sí cosas que ellos identifican, como una estrella. Los de la 18 son más de la Santa Muerte. 

De hecho, dice el taxista como si acabara de recordar algo sin importancia, la zona del Picacho que acaban de dejar los periodistas “es de Los 13”, mientras que la colonia por la que transita el taxi por una carreterita serpenteante que se adentra por un bosque rodeado de un contrastante paisaje aderezado por casas enormes y alguna que otra mansión, “es de los 18”. 

Imagen de detalle del Cristo de 'El Picacho', zona dominada por la MS13.
Imagen de detalle del Cristo de 'El Picacho', zona dominada por la MS13.

Imagen de detalle del Cristo de ‘El Picacho’, zona dominada por la MS13.

—Uy no —ríe divertido—, si vieran cómo se agarran aquí a cohetazos. Ahora ya todo esto es pelea de territorio. Donde estuvieron grabando ustedes, allá arriba, junto al Cristo, ha habido masacres. Hace unos días mataron a tres de la 18. Llegaron unos ‘contras’ y, bueno, ya saben…

Pum. 

Pum. 

Pum.

En cualquier caso, el chofer dice que Los 18 se lo tenían bien merecido. No es el primero que lo asegura entre susurros, pues acá hay quienes ven en la MS13 una pandilla “más comprensible” con la gente, al contrario de Barrio 18, más violenta, sádica y brutal en su forma de operar.  

—Ellos, la MS13, no cobran tanto la extorsión —dice categórico el chofer—. Son más de llegar a un lugar y cuidar el barrio. Claro, sacan obviamente a los que están cobrando impuesto, los matan y los desaparecen —explica sin medir para nada el alcance de la violencia de sus palabras—. Y la gente se termina adaptando mejor a ese modo de La 13, porque solo así pueden poner sus pulperías, o sus negocios para ir saliendo a diario. En cambio, Los 18 son más salvajes —dice alzando la mano—. Si les place descuartizar a alguien, lo descuartizan y listo. 

Un futuro controlado por las pandillas

El carro de Diosdado llega a la sede de Casa Alianza, cerca del río Choluteca, por cuyas laderas se levantan favelas y casitas hechas con pedazos de lámina y viejas maderas ya podridas, que son territorio de la MS13. Pero ya son más de las cinco de la tarde, y en la capital hondureña todo se pospone hasta la siguiente jornada en una especie de toque de queda autoimpuesto por la población: los comercios, los restaurantes, los vendedores ambulantes, los periodiqueros, los boleros, todo desaparece, a excepción de algunos puestos de “fayuca” y de localitos de “baleadas”, el platillo tradicional de Honduras que es una tortilla de harina con huevo revuelto, frijoles, queso, y crema. 

“¡Canten! ¡Glorifiquen a Dios!”, aún se alcanza a escuchar a un orador exaltado que grita al final de la principal calle peatonal que desemboca en el zócalo de Tegucigalpa, donde, al caer el ocaso, muchos migrantes venezolanos comienzan a recoger sus mochilas para trasladarse hasta la explanada del Congreso, a unas pocas cuadras de distancia. Con su retirada, los ruidos de las motos tipo moto-cross que suelen utilizar los pandilleros se apoderan del centro, al tiempo que a simple vista puede apreciarse los estragos de la prostitución infantil en las niñas que, con vestidos cortos, pasean con semblante serio por la zona ante la mirada de los adultos que las alquilan impunemente. 

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Miles de niños, niñas y jóvenes hondureños se ven obligados a emigrar para evitar la extorsión de las pandillas, o el reclutamiento forzado. En la imagen, migrantes centroamericanos en un albergue de la frontera sur de México.
Miles de niños, niñas y jóvenes hondureños se ven obligados a emigrar para evitar la extorsión de las pandillas, o el reclutamiento forzado. En la imagen, migrantes centroamericanos en un albergue de la frontera sur de México.

Miles de niños, niñas y jóvenes hondureños se ven obligados a emigrar para evitar la extorsión de las pandillas, o el reclutamiento forzado. En la imagen, migrantes centroamericanos en un albergue de la frontera sur de México.

A la mañana siguiente, los periodistas, junto a los activistas Bertilio Amaya, Esdras Medina, y Leyder Castellanos, parten nuevamente en convoy hacia la Centroamérica Oeste, otra de las colonias más violentas de la capital.

Allí, en territorio del Barrio 18, espera Sergio; un joven de 17 años, alto, corpulento, de aspecto bonachón, y sonrisa tímida perenne en los labios. 

Hace unos meses que Sergio, cuya verdadera identidad queda protegida, está de vuelta en Honduras. Intentó migrar a Estados Unidos para reunirse con un hermano, pero en la frontera sur de México fue detenido. Ahora, gracias a que su padre es conocido en la colonia, el joven ha podido regresar con el permiso de la pandilla. 

Es mediodía y el calor es pegajoso. Antes de empezar la plática, Sergio, que viste tejanos rotos, deportivas, y una veraniega camisa azul marino, pide al reportero que entre con él a una garita con tablones viejos y láminas oxidadas de hierro. Tampoco tiene permiso de la Mara para hablar con periodistas y es mejor que nadie los vea.

En la puerta, hay un viejo poste amarillo de concreto con una cadena que el joven quita y pone cada vez que un vehículo quiere acceder a la colonia. Ese es su nuevo trabajo, dice antes de arrancar la entrevista: vigilar quién entra y sale del barrio, aunque asegura sin mucha convicción que no está obligado a reportarle a la Mara.

—¿No te dio miedo migrar solo por México—.

 —Claro que sí. Todos sabemos que México es también un país muy peligroso. Hay mucho narco allá. Pero, por un futuro, uno hace lo que sea—.

 —¿Dónde te detuvieron?—.

 —En Chiapas. Yo iba ya de camino a Tijuana, en un bus. Pero en un retén nos paró la migra y los soldados. Luego me llevaron en la perrera a un albergue, y de ahí me dijeron: ‘Vas de vuelta Honduras’—. 

 Los ojos de Sergio se transforman en dos líneas rectas cuando ríe. 

 —La verdad, sí fue triste —dice ahora más serio, con la espalda apoyada en el asiento de un coche, su particular silla de oficina en este sofocante changarro de un par de metros cuadrados donde apenas cabe con su metro 80 de altura—. Me quitaron mi sueño de una vida mejor. La vida acá es muy difícil. 

—Y más en el barrio, ¿no? ¿qué pasa si yo entro a la colonia sin el permiso de la Mara?—.

—Bueno, si usted entra acá y ellos no lo conocen, sí le puede pasar algo —dice observando de reojo a través de la ventanita a los viandantes que, curiosos, lanzan miradas de soslayo hacia la garita donde transcurre la entrevista—. Lo pueden golpear, quitarle la ropa para ver si no trae tatuajes de la Mara rival, o hasta lo pueden matar si creen que es una ‘bandera’. Eso pasa mucho—. 

—¿Aunque yo no sea pandillero?—.

—Aunque no lo sea —asiente con la cabeza y encoge los hombros—.

—¿Qué te dijeron cuando regresaste a esta colonia?—.

—Me preguntaron que de dónde era, que quién era mi papá, y cosas así. Yo les dije que era hijo del señor que cuida el parqueo, y me dijeron: ‘ok, pero no andés haciendo nada malo aquí, ni andés de sapo (chivato de las autoridades). O si no, ya sabés lo que te va a pasar a ti y a tu familia’—. 

—¿Y cómo se enteró la Mara que volviste a la colonia?—. 

—Es que ellos tienen mucha gente trabajando. Por ejemplo, vos podés ver así por la calle a niños de 13, o 14 años, que piensas que son niños. Pero en realidad muchos trabajan para la Mara, para Los 18. Los que somos de acá ya los ubicamos rápido y mejor no nos metemos con ellos. Al contrario, si vos tenés un problema porque alguien se metió con vos, o te robaron en tu casa, lo que hacés es buscar a la pandilla, ponés la queja, y ya ellos miran cómo arreglar el problema. 

—¿Y la policía? ¿Ellos no hacen nada?—. 

Sergio vuelve a reír. 

—Acá no entra la policía —encoge otra vez los hombros—. Es rara la vez que entra una patrulla, y si lo hace, lo hace de noche, pero rápido sale y no vuelve a entrar. Acá la Mara 18 es la que domina el territorio—. 

Tras la respuesta, Sergio mira inquieto el reloj de su celular. Ya ha pasado media hora, y afuera, los activistas de Casa Alianza comienzan a moverse nerviosos. 

Hay que salir ya de la colonia, urge con la mirada el activista Esdras Medina.

—¿Te gustaría intentar migrar otra vez? —pregunta el periodista mientras se levanta de la silla para disponerse a dejar la garita. 

El joven se reclina hacia adelante en su silla y apoya ambos codos en las rodillas. 

—Claro que sí —responde bajando la voz—. Mi vida corre peligro acá. Así que claro que quiero irme muy lejos de este país. 

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