Cinco castillos en el país cátaro francés

Mucho se ha hablado de los cátaros y de la manera en que fueron perseguidos por el Vaticano y despojados de sus tierras y castillos en épocas medievales. Los defensores de lo que en realidad era, más que una religión, una doctrina y modo de vida que perjudicaba los intereses de la Iglesia, no creían en un solo Dios, sino en el bien y el mal como divinidades irreconciliables, es decir, en Dios y Satanás. Cristo no era más que un ser espiritual que nació para traer a los hombres la ceremonia del bautismo, único sacramento de la Iglesia católica que los cátaros observaban.

El catarismo halló terreno muy fértil en la Occitania francesa, en particular en el territorio que se extiende entre la vieja ciudad de Carcasona y los Pirineos, así como alrededor de la también occitana Albi. Declarados herejes, el papa Inocencio III organizó en el 1207 una cruzada, la definitiva, para perseguirlos sin cuartel, completando así la labor de sus homólogos precedentes con miras a erradicar a los también llamados “Perfectos”. Se le unieron muchos nobles franceses que asediaron con sus huestes los castillos y las ciudadelas en donde se refugiaban los afines a este movimiento gnóstico. Y los vencieron unos veinte años después, despojando a los supervivientes de sus feudos y otras posesiones.

Pero en el siglo XIX los escritores comenzaron a interesarse en aquel movimiento del que solo quedaban vestigios, documentos y algunas huellas en el paisaje languedociano francés. Entonces se inventó o se magnificó la leyenda de los cátaros como detentores de grandes tesoros escondidos, entre los que se encontraba el célebre Santo Grial. Desde entonces, decenas de teorías sobre los motivos reales de su persecución comenzaron a aflorar y no faltaron autores imaginativos que crearon innumerables versiones sobre el tema, haciendo de los cátaros sujeto de leyendas, mitologías y no pocas historias fantasiosas.

Lo que sí es cierto es que, al sur de Carcasona, se halla un sistema de fortificaciones y castillos, en lo que se ha dado a llamar, turísticamente hablando, como el “país cátaro francés” que, de alguna manera algo tuvieron que ver con aquellos hombres perseguidos. En muchos de estos castillos no vivió nunca cátaro alguno, pero muchos sirvieron, por su posición estratégica en la frontera de Francia con al antiguo reino de Aragón de último refugio a algunos de ellos.

Empecé mi recorrido por el célebre castillo de Villerouge-Termenès. Me recibe Emmanuelle quien me invita a descubrir uno de los edificios medievales mejor conservados de la región, sito en un pueblecito fortificado cuyo trazado corresponde exactamente al del siglo XIV. Guilhem Bélibaste, el último cataro, fue condenado a la hoguera y ejecutado en este mismo sitio en el 1321. El castillo conserva un fresco original representando a San Cristóforo, y también almenas, torreones, chimeneas y otros elementos de su plaza fuerte. El pueblo, a orillas del riachuelo Lou es pintoresco y vale la pena perderse entre sus callejuelas pues casi todo data de esa época.

Atravieso paisajes desérticos de la región de Corbières para llegar a otro de los castillos de este mismo conjunto: Termes, en lo alto del pueblo que le da nombre y donde me recibe Fauve Petit, la conservadora. El pueblo posee una iglesia de finales del XIII con una pila bautismal de ese siglo, que lleva tres blasones de Pierre de Montbrun, arzobispo de Narbona. El castillo, a unos 15 minutos de marcha ascendente, se encuentra en ruinas porque fue bombardeado en 1210 durante el sitio de Termes dirigido por Simon de Montfort contra Raymond de Termes, considerado herético a favor de los cátaros. Del castillo quedan murallas y elementos que permiten imaginar su esplendor, y se ven espectaculares vistas del pueblo, el valle y las gargantas circundantes.

El torreón de Arques, castilluelo exiguo y perfectamente conservado con carácter defensivo, de 1280.
El torreón de Arques, castilluelo exiguo y perfectamente conservado con carácter defensivo, de 1280.

Visité luego el torreón de Arques, castilluelo exiguo y perfectamente conservado con carácter defensivo, de 1280. Impresiona la estrechez y, por ende, la altura de sus cuatro pisos en que solo existe una pieza por nivel. Nada tiene que ver con los cátaros, pero por su situación geográfica forma parte de este circuito. La calidad y fineza de su construcción son elementos que saltan a la vista.

Vista de las ruinas del castillo de Termes del que solo quedan murallas y elementos que permiten imaginar su esplendor.
Vista de las ruinas del castillo de Termes del que solo quedan murallas y elementos que permiten imaginar su esplendor.

Más al sur, el castillo de Puilaurens es un auténtico nido de águilas, auténtico reto para los asaltantes desde que, en el siglo X, pertenecía al dominio de la abadía de San Miguel de Cuxa. Se mantienen en pie la poterna, las murallas, la cisterna, la llamada “Torre de la Dama Blanca”, los caminos de ronda y algo más. Como muchos de estos castillos, la subida representa un esfuerzo recompensado por la abundante vegetación que podemos observar tras nuestro paso. Una vez arriba, la vista desde 700 metros de altura del valle de la Boulzana, que antes defendía del invasor aragonés, será nuestro mejor trofeo. Del primer castillo, anterior a 1240, no queda casi nada, precisa Nathalie Garsaball. La lucha contra los cátaros representó también una oportunidad para que Francia convirtiera a muchos de estos castillos en fortalezas del sistema defensivo en las lindes del reino.

Finalmente, el último de los castillos de este recorrido, el de Peyrepertuse –donde me recibe Agnès Daubrege– se asemeja al anterior por su disposición de atalaya en lo alto de un peñón de difícil acceso, pues culmina a 800 metros de altura. Fue construido en el siglo XI y perteneció al conde Besalú. También estuvo vinculado a los combates contra los cátaros o albigenses, como también se les llamaba, y en 1240 pasó a ser propiedad del rey de Francia. Pueden verse los dos recintos amurallados, el primer torreón, la muralla de 1 km y diferentes estancias ya sin techumbres. Es necesario prestar atención cuando nos aproximamos al sitio porque, visto desde el valle, se confunde con la cresta rocosa de la montaña y parece una nave dividida en tres sectores del que se destaca el torreón de San Jordi. De hecho, su nombre significa en occitano “piedra tallada”. De todos es el que más esfuerzo requiere para llegar a la puerta de acceso.

Todos los visitantes que viajen en auto desde España hasta Francia, o viceversa, pueden dedicar unos días a las visitas de estos tesoros de la historia que forman parte del Aude francés, antes de llegar a Narbona, Carcasona o Albi, las tres ciudades más conocidas de esta región de la antigua Occitania.

William Navarrete es escritor franco-cubano establecido en París.