El caso de Trump es un gran reto para la democracia de EE. UU.
En el centro del caso de Estados Unidos contra Donald Trump está nada menos que la viabilidad del sistema forjado hace 236 años en Filadelfia.
En los largos anales de la república, la Casa Blanca ha tenido sus momentos de perfidia y escándalos, presidentes que engañaron a sus esposas y estafaron a los contribuyentes, que se aprovecharon de su poder y abusaron de la confianza pública.
Pero desde que, hace 236 años, los padres fundadores salieron del Salón de la Independencia ese día claro y fresco, ningún presidente ha salido del cargo y luego ha sido acusado de conspirar para aferrarse al poder en un elaborado plan de engaño e intimidación que desembocaría en actos de violencia en los pasillos del Congreso.
Lo que hace que la acusación contra Donald Trump del martes sea tan impresionante no es que sea la primera vez que un presidente ha sido acusado de un delito, ni siquiera la segunda. Trump ya ostenta esos récords. Pero por muy graves que puedan ser el pago de dinero a cambio de silencio y el manejo de documentos clasificados, esta tercera acusación en un lapso de cuatro meses llega al meollo del asunto, un tema que definirá el futuro de la democracia estadounidense.
Al centro del caso de Estados Unidos de América contra Donald Trump está nada menos que la viabilidad del sistema edificado durante aquel verano en Filadelfia. ¿Un presidente en funciones puede difundir mentiras sobre unas elecciones y tratar de usar el poder de su gobierno para anular la voluntad de los votantes sin consecuencias? La pregunta habría sido inimaginable hace unos años, pero el caso de Trump parece relacionarse más con situaciones que han sucedido en países con historias de golpes de Estado, juntas de gobierno y dictadores.
Los autores de la Constitución consideraban que la transferencia pacífica del poder era fundamental para la nueva forma de gobierno que estaban ideando. Se trataba de una innovación bastante radical en su época, en la que los reyes y emperadores solo abandonaban el poder por muerte natural o a punta de arma. En cambio, en la recién nacida república, los padres fundadores establecieron límites al poder mediante mandatos presidenciales de cuatro años que podían renovarse únicamente por los votantes.
George Washington sentó el precedente de dimitir voluntariamente luego de dos mandatos, una restricción que luego se incorporó a la Constitución mediante la Vigesimosegunda Enmienda. John Adams estableció el precedente de ceder el poder tras perder unas elecciones. Desde entonces, todos los presidentes derrotados aceptaron el veredicto de los votantes y dimitieron. Como dijo Ronald Reagan en una ocasión, lo que “aceptamos como normal es nada menos que un milagro”.
Hasta que llegó Trump.
A pesar de las diversas acusaciones que se han hecho contra Trump sobre todo tipo de temas durante su tiempo en la escena pública, todo lo demás parece pequeño en comparación. Mientras fracasaba en su intento de mantenerse en el poder, Trump ha socavado la credibilidad de las elecciones en Estados Unidos al persuadir a tres de cada 10 estadounidenses de que las elecciones de 2020 le fueron robadas de algún modo, a pesar de que no haya pruebas de ello y que muchos de sus propios asesores, e incluso algunos miembros de su propia familia, no lo crean.
Llevar el caso a los tribunales, por supuesto, puede o no restaurar parte de esa fe pública en el sistema. Millones de partidarios de Trump y muchos líderes republicanos han aceptado su discurso de victimización, desestimando la investigación sin esperar a leer el acta de acusación como si fuese parte de una “caza de brujas” de gran alcance, multijurisdiccional y a veces incluso bipartidista contra él.
Durante meses, Trump ha estado preparando el terreno para la eventual acusación y ha dejado claro a sus partidarios que no deben confiar en nada de lo que les digan los fiscales. “¿Por qué no hicieron esto hace 2,5 años?”, escribió Trump en sus redes sociales el martes por la tarde. “¿Por qué esperaron tanto? Porque querían hacerlo justo en medio de mi campaña. ¡Conducta indebida del fiscal!”.
Se trata de una defensa política, no jurídica, pero hasta ahora ha logrado preservar su posición electoral en su campaña de regreso a la Casa Blanca. A pesar de los pronósticos en sentido contrario, las dos últimas acusaciones solo han logrado aumentar su atractivo entre los republicanos en la pugna por la candidatura del partido para desafiar al presidente Biden el año que viene.
Sin embargo, el reto será diferente para Trump en una corte, especialmente con un jurado seleccionado entre los residentes de Washington, una ciudad predominantemente demócrata donde solo ganó el 5 por ciento de los votos en 2020. La estrategia de Trump puede consistir en intentar retrasar el juicio hasta después de las elecciones de 2024 con el fin de ganar para poder sortear la acusación o incluso indultarse a sí mismo.
Los hechos más esenciales del caso, después de todo, no están en disputa. Trump fue asombrosamente abierto al declarar que quería anular las elecciones. Desde que dejó el cargo, incluso ha pedido la “terminación” de la Constitución para reinstalarse en la Casa Blanca de inmediato sin esperar a unas nuevas elecciones.
La cuestión es si los hechos se suman a los delitos alegados por un gran jurado federal a instancias de Jack Smith, el fiscal especial. Del mismo modo que ningún presidente había intentado revertir su derrota en las urnas, ningún fiscal había presentado cargos, lo que significa que no hay precedentes de la aplicación de los estatutos que figuran en los libros para esa circunstancia.
Los defensores de Trump argumentan que tenía razones de buena fe para impugnar los resultados de las elecciones en varios estados y que no hizo más que buscar sus opciones legítimas y legales. Lo que Smith está haciendo, sostienen, es criminalizar una disputa política de una manera que equivale a la justicia del vencedor, como si el gobierno de Biden castigara a su enemigo vencido.
Pero como demostraron los testimonios de la investigación bipartidista del Congreso sobre el ataque al Capitolio del 6 de enero de 2021, sus propios asesores, aliados y funcionarios del gobierno le dijeron a Trump una y otra vez que las acusaciones que estaba haciendo no eran ciertas, sin embargo, siguió haciéndolas públicamente, a veces solo unas horas más tarde.
Entre quienes le dijeron que no eran ciertas figuran dos fiscales generales, varios funcionarios del Departamento de Justicia y el jefe de seguridad electoral del gobierno, todos fueron nombrados por él. Se lo dijeron sus propios colaboradores de campaña y los investigadores que contrataron. También se lo dijeron gobernadores republicanos, secretarios de Estado y legisladores.
A pesar de todo eso, nunca se ha retractado en los dos años y medio transcurridos desde entonces, a pesar de que todas esas afirmaciones han sido desmentidas. Ni una sola autoridad independiente que no estuviera aliada o pagada por Trump —ningún juez, fiscal, agencia electoral o gobernador— ha validado un fraude electoral sustancial que hubiera estado cerca de revertir los resultados en cualquiera de los estados disputados, y mucho menos los tres o cuatro que se necesitaban para cambiar al ganador.
En cambio, Trump es quien se enfrenta a acusaciones de haber intentado defraudar a Estados Unidos con afirmaciones falsas que tenía todas las razones para saber que eran falsas, todo en una apuesta por seguir en el poder. Él argumentará que todo esto es política y que debería volver al cargo en las elecciones del próximo año.
Y ahora el sistema de justicia y el sistema electoral participarán en una contienda de 15 meses para ver quién decidirá primero su destino y el del país. El verdadero veredicto sobre la presidencia de Trump aún está por llegar.
Peter Baker es el corresponsal jefe de la Casa Blanca y ha cubierto a los últimos cinco presidentes estadounidenses para el Times y The Washington Post. Es autor de siete libros, el más reciente The Divider: Trump in the White House, 2017-2021, con Susan Glasser.
c. 2023 The New York Times Company