‘Campus’: contra la academia norteamericana

Hay un mítico ensayo de Witold Gombrowicz titulado “Contra los poetas”. El escritor polaco lo pensó durante su largo exilio en Argentina. El texto es una diatriba a favor de no leer aquella literatura que pregona una belleza altruista, casi divina. Como el buen artista que era, Gombrowicz quería molestar. El autor Antonio Díaz Oliva (Chile, 1985), también conocido como ADO, podría haber escrito uno llamado “Contra la universidad”. No lo hizo, en cambio confeccionó Campus (Ediciones Chatos Inhumanos), una novela que es un carnaval negro y punzante que retrata a las instituciones de educación superior en Estados Unidos.

La historia gira en torno a Salvador Allende, académico chileno que miente sobre la desaparición de su padre para conseguir un puesto de profesor. La incorporación de Allende al nuevo establecimiento le sirve a ADO para poner el ojo sobre una galería de personajes ridículamente pintorescos: una docente argentina de la alta sociedad que nunca se graduó de pregrado en Buenos Aires, una latina de Nueva Jersey que abandona el PhD por culpa de sus poderes telepáticos, el matrimonio de los respetados profesores Montejo que en la intimidad ofrecen mucho amor… En Campus el escritor chileno es un cómico de la lengua que la utiliza como un látigo inteligente contra el aparente prestigio de las universidades norteamericanas.

Antonio Díaz Oliva actualmente vive en Chicago, donde trabaja como profesor de español y escritura creativa bilingüe en Saint Xavier University, así como en la Universidad de Chicago. Es autor de la novela La soga de los muertos, premio Roberto Bolaño a la creación joven, y de los volúmenes de cuentos La experiencia formativa y La experiencia deformativa. También es editor de la antología Estados Hispanos de América: Nueva Narrativa Latinoamericana Made in USA. Artículos suyos han aparecido en Rolling Stone, Gatopardo, Letras Libres y El Malpensante. Ha sido becario de Fulbright, la Universidad de Nueva York y de la Fundación Gabriel García Márquez.

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Durante dos años estudiaste en el master de escritura creativa en español de una universidad bastante conocida de New York. ¿Cuánto hay de esa experiencia en Campus?

Estudiar ese MFA es una experiencia que me formó y deformó. Y algo hay en Campus, sí, pero casi todo este roman à clef viene de Washington DC, que fue mi parada luego de tres años en NYC. En DC, sin duda la ciudad más fome de las grandes ciudades gringas, trabajé como profe de español y escritura creativa y también cursé una segunda maestría en una universidad jesuita bastante conocida, entre otras cosas, porque habían vendido esclavos para pagar deudas. Bueno, luego de estudiar/trabajar en dos universidades gringas me di cuenta de que en la academia se vivía en otra realidad. A muchos les basta con canturrear un par de estribillos bienpensantes, como si eso fuera suficiente para exorcizar los problemas reales que cada vez son más y densos.

¿Cómo fue el proceso de escritura de la novela?

Estaba terminando mi segunda maestría y era hora de decidir: saltar al PhD y entrar de lleno a la academia o embarcarme en esta novela. No me costó decidirme: yo tenía que escribir una sofisticada e irónica provocación y ajuste de cuentas con instituciones, personas y, ante todo, conmigo mismo, o con una versión de mí mismo que, menos mal, ya quedó en el pasado. Primero escribí la sección de Salvador Allende, de ese académico que estudia el trauma de la dictadura chilena y que miente (dice que su padre fue detenido desaparecido) para asegurar el tenure track. Luego se coló la historia de Javier LaRabia, aquel hispanista que investiga la postmemoria de la guerra civil española cuando ese tema, en el mercado académico, se terminan por desvalorizar. Por último apareció Wanda: la Latinx made in USA que quiere conectar con sus raíces latinoamericanas y por eso se mete a un phd en una ivy league donde, ay Dios, la esclavizan como a todos los grad students. Me tomó 6 años. Campus fue mi rehabilitación de la academia gringa.

A diferencia de lo que ocurre en América Latina, la confección de las universidades en Estados Unidos, que por lo general son ámbitos alejados de las ciudades, tienen mucho del espíritu de monasterios, de sociedades secretas donde hay intrigas y conspiraciones.

José Donoso, el viejo querido Pepe, decía que “las universidades yankees son los sitios donde van a morir los elefantes” (escritores latinoamericanos). Por su parte Ricardo Piglia describe la vida en el campus universitario, un ámbito donde se ejerce una fuerte violencia psicológica sobre estudiantes y docentes. Algo de eso se traspasa a Campus aunque mi intención era hacer del monasterio una picaresca; para mí, dentro de las universidades los departamentos de español son como los circos pobres. El hispanista es como el payaso triste y viejo, la profe de queer studies es como la trapecista insegura, el mexicanista como un domador de leones empastillados, los argentinos que estudian cono urbano y se persigan al decir Beatriz Sarlo son como los chimpancés que andan en patines, etcétera. Me gusta la idea de pensar la academia como algo carnavalesco; como un espacio en donde los límites entre intelectualidad y vida son difusos. Porque los académicos son gente que están un poco en el límite, ¿no? No sabes a veces si es muy inteligente o muy tonta.

En la novela retratas una galería de personajes que deambulan con frecuencia por Estados Unidos y Europa, y son aquellos que trabajan de latinoamericanos: como modo de subsistencia representan adrede todos los lugares comunes que puede tener alguien del llamado “Primero Mundo”.

A los gringos les encanta que los latinoamericanos les vengamos a ofrecer la otredad en bandeja. Siempre me acuerdo de una peruanista que escribió una novela sobre guerrilleras lesbianas de Sendero Luminoso; esta académica, de hecho, me confesó que antes de escribir la novela creó un marco teórico para asegurarse que su novela fuera canibalizada académicamente. Para ella y tantos otros, los latinos somos colonias temáticas de donde sale la materia prima que alimenta el hambre antropológico del Imperio. Con gente como esa en mente escribí Campus, que siempre quise que fuera una comedia absurda que le toma el pulso al estado de las universidades gringas, específicamente de los departamentos de español o estudios latinoamericanos y/o culturales. Hoy no hay mucha diferencia entre Wall Street y algunas universidades: en ambos casos hay gente con MBA tomando demasiadas decisiones sobre áreas que no tienen idea. Hace rato que estamos naufragando en un neoliberalismo académico.

A medida que avanza la novela el narrador se vuelve más filoso en sus comentarios. ¿Cómo fue trabajar la ironía en Campus?

Me reí mucho afinando la ironía de Campus. Estoy muy interesado en las pocas novelas de campus que hay en español (Un momento de descanso de Antonio Orejudo y Para español… de Sara Cordón), así como la vasta lit de campus en inglés: la hilarante trilogía de David Lodge, Stoner, el ajuste de cuentas de Mary McCarthy y Pnin de Vladimir Nabokov, entre miles de otras. Ah, le debo mucho al mexicano José Agustín y su novela Ciudades desiertas, especialmente ahora que vivo en el Midwest. En fin. Hay autores que escriben a espaldas de sus bibliotecas; Campus se escribió, al contrario, en diálogo con mi biblioteca, para celebrar el subgénero de novelas de campus, donde la ironía es clave. Pero bueno: los escritores siempre estamos mirando irónicamente la realidad. Para escribir ficción, y también cierta no-ficción que me interesa, hay que pensar un poco al filo, peligrosamente, mientras que para escribir papers hay que escribir con cautela e impostando una voz narrativa pseudo-científica.

En Campus hay un secreto que se enfila con una línea policial muy interesante. ¿Puedes contar tu relación con el género?

Probablemente viene de los cómics. Me gustaba mucho Tin Tin y un comic chileno llamado Mampato, donde un niño tenía un cinturón con el cual podía viajar en el tiempo (y resolver casos). Y creo que desde entonces que veo la realidad como un caso a resolver. Igual la idea de policial de Campus viene del anti policial, tipo El Gran Lebowski, una película que, por lo demás, vi en I-Sat a las 2 de la mañana y pensé que la había soñado. Esa línea policial que mencionas viene con el personaje de Wanda, quien es como a anti-detective: es una dropout que fuma mucha yerba y es cubana de izquierda (casi un oxímoron en Estados Unidos, especialmente en Florida). Wanda tiene, o sufre, de telepatía, que es algo que (debo confesar) saqué de Carrie de Stephen King. Me gusta el noir porque es un género que siempre está cuestionando la realidad. Y quería que Campus no fuera únicamente realista. Porque la realidad es una pésima narradora.

¿Qué percepción crees que tiene la literatura escrita en español de Estados Unidos en América Latina y Europa?

En America Latina casi no existimos. En Europa menos. Lo que sucede es que en ambos sitios la gente espera de Estados Unidos cosas que sean escritas originalmente en inglés y muy gringas. En España quieren leer a Richard Ford o Joan Didion y hacer un road trip por la “América profunda”. No les interesa tanto el latino perdido en Miami o Chicago a no ser que el latino escriba en inglés como Junot Díaz o Carmen María Machado. También vale hacer un mea culpa, porque muchos escritores latinos vienen a Estados Unidos y se encierran en un campus y pierden contacto con la calle. O peor: se vuelven un embajador intelectual de los traumas sociopolíticos de su país. O sea, yo también me escapé de la academia dura porque me querían obligar a escribir papers de Pinochet… ¡solo por ser chileno! Cuando un escritor es alguien libre que busca darles nuevas formas a esa libertad. No por ser peruano hay que escribir de Sendero Luminoso. No por ser argentino hay que escribir sobre Milei. Y si eres de Ecuador, ¡no escribas solamente sobre Marcelo Chiriboga! Remixeando una idea de Borges, ya que nos tocó la fatalidad de ser latinos, seamos universales.

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