'Cacerolada esnob': por qué es tan insólito que las clases altas salgan a protestar a sus barrios pudientes

Una manifestante porta una bolsa de un exclusivo supermercado. (Getty Images)
Una manifestante porta una bolsa de un exclusivo supermercado. (Getty Images)

Las protestas que se están sucediendo en el Barrio de Salamanca, Madrid, uno de los vecindarios con mayor poder adquisitivo de España, muestran el tímido malestar de un sector de la población que, históricamente, no ha salido a la calle para reivindicar sus posturas. Durante esta semana, decenas de personas se están manifestando en la que algunos han catalogado como la ‘revolución de los Cayetanos’, la ‘cacerolada pija’ o ‘esnob’. Lo están haciendo al grito de “Gobierno dimisión” y “libertad”, y se muestran visiblemente en contra de la manera en la que el Ejecutivo de Pedro Sánchez está gestionado la crisis de Covid-19, el confinamiento y la paulatina vuelta a la nueva normalidad.

La capital de España es la ciudad más afectada por el coronavirus y no ha recibido el visto bueno para pasar de la ‘Fase 0’ a la ‘Fase 1’ que facilita la apertura con limitaciones de negocios y una mayor movilidad de los ciudadanos. Con la actividad congelada, se está produciendo un contraste similar al de otros lugares del mundo. Mientras más de cien mil personas con necesidades hacen fila para recoger alimentos donados a lo largo y ancho de la ciudad, otros sacan sus cacerolas a las calles para exigir una vuelta a la normalidad y responsabilidades políticas. Si eso de que las revoluciones se hacen con el estómago lleno es verdad, éste sería un claro ejemplo de ello. Estados Unidos y Australia son dos países que también están experimentando movilizaciones de este tipo y no provienen precisamente de las clases más necesitadas.

Este tipo de ‘manifestaciones opulentas’ globales son un hito casi histórico que ha dado pie a burlas por parte de los sectores obreros porque consideran que su mensaje carece de sustancia en unos tiempos en los que millones de familias en todo el mundo no tienen nada que echarse a la boca; aunque más allá de las mofas de algunos usuarios, el movimiento está siendo motivo de análisis por tratarse de una reivindicación venida de un sector inusual. ¿Significa esto que, por inusitada que sea la lucha, no debería ser tomada en serio? De ninguna manera, los sentimientos de los individuos y de los colectivos siempre tienen un origen que debe ser respetado. ¿Se les puede criticar porque su visión nace de una realidad privilegiada que les impide poner las cosas en perspectiva? Absolutamente.

Si se compara la escala de necesidades de esta ‘cacerolada snob’, de los manifestantes estadounidenses anti-confinamiento o los que se manifestaron en Australia siguiendo a un reconocido chef, con otras reivindicaciones históricas, es posible que el mensaje de “Gobierno dimisión”, el de “libertad” o el de “ningún político decide por mí” queden rápidamente catalogados como venidos del privilegio. Especialmente cuando la clase obrera ha necesitado - y necesita - luchar por mínimos como mantener sus puestos de trabajo para hacerse cargo de sus familias y llegar fin de mes en unas circunstancias de por sí extremadamente precarias y humildes. Este es un ejemplo, pero hay otros como aquellos que no tienen más remedio que salir a manifestarse contra ataques racistas, xenófobos o por la igualdad, asuntos que afectan el día a día de algunos colectivos, y en muchos casos suponen un añadido a sus problemas económicos.

Manifestaciones históricas en Latinoamérica y España realizadas por sectores como los de la siderurgia, la minería, astilleros, o transportistas y pensionistas, más recientemente, han contado con un mensaje más sustancial y un nivel de desesperación generalmente más agudo que los residentes en el Barrio de Salamanca y zonas aburguesadas de otras ciudades del mundo. Por poner en perspectiva, un informe de Bankinter, coloca a los vecinos de este emplazamiento de Madrid como los que más renta per capita tienen (68.333 euros), más del doble que la media (30.096 euros) y cuatro veces superior a los que menos ingresos generan. Esto hace que la intensidad de las protestas sea directamente proporcional al nivel de necesidad y de ansiada justicia social, por eso, los reclamos - y las formas - de los astilleros en Cádiz, Sestao o Vigo, o de los pensionistas más vulnerables nunca serán comparables al tipo de necesidad y justicia social de aquellos que llevan estilos de vida más lujosos.

Protesta de astilleros en el País Vasco. (Getty Images)
Protesta de astilleros en el País Vasco. (Getty Images)

Y aunque las manifestaciones de los más adinerados a pie de calle estén siendo tímidas, no dejan de ser noticia, ya que generalmente sus peticiones no se suelen ejecutar en las aceras, sino en los despachos y entre bambalinas. Los grandes empresarios, políticos que pertenecen a esta clase social y otras fuerzas de poder, suelen tener otras técnicas de influencia distintas a las de aquellos que no cuentan con más alternativa que hacerse oír en las calles. Esta pandemia lo ha cambiado todo por culpa de un virus que no entiende de clases sociales aunque, como siempre, unos sufren más que otros por culpa de una brecha insalvable. Apretarse el cinturón se ha convertido en una tónica global, aunque para millones de familias, bajar peldaños en su status social signifique salir de la pobreza para entrar en la extrema pobreza o pasar de ser integrantes de clase media baja a depender de ayudas gubernamentales, sociales y de gestos de solidaridad.

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Todo el mundo sufre, hasta los que cuentan con mayor poder adquisitivo, pero ellos padecen de otra manera. Salen a la calle para protestar por lo suyo con una visión de la realidad distinta a la de los taxistas que tienen los coches apagados, a la de los trabajadores industriales que han sufrido un ERTE, a la de las empleadas del hogar sin contrato o desempleados de sectores como los de la hostelería que tardarán meses en recuperarse. La voz callejera de los ricos tiene el mismo peso que la de cualquier ciudadano o colectivo, pero su perspectiva sufre un estrabismo sesgado por su condición privilegiada que les hace estar por encima de la ley y del estado de alarma. El riesgo de contagio es tal que su nivel de patriotismo, ese del que tanto alardean, queda en entredicho. Ser patriota es no poner en riesgo a tus compatriotas, no basta con llevar una bandera de España. Todo queda en un berrinche, en una apropiación de sentimientos de frustración con el Gobierno que también pertenecen a los que no pueden mantener a sus familias; pero, claro, ellos no tienen el estómago para protestas irresponsables.

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