Botero, el artista colombiano obsesionado con la "sensualidad de la forma"

Por Luis Jaime Acosta

BOGOTA, 15 sep (Reuters) - Sus voluminosas figuras lo convirtieron en uno de los artistas más famosos del mundo, pero el colombiano Fernando Botero siempre negó estar obsesionado con la gordura.

"Nadie me cree, pero es cierto (...) No he pintado una gorda en mi vida", dijo en alguna ocasión Botero, considerado el pintor y escultor colombiano más grande de todos los tiempos.

"Me interesa el volumen, la sensualidad de la forma. Si pinto una mujer, un hombre, un perro o un caballo, lo hago con volumen. No es que yo tenga una obsesión con las mujeres gordas", explicó.

Botero, el colombiano más universal después del escritor Gabriel García Márquez, murió el viernes en Mónaco a los 91 años, a consecuencia de una pulmonía.

Si bien vivió la mayor parte de su vida en Europa y Estados Unidos, su obra estuvo poblada de rollizos toreros, prostitutas, caudillos y otros personajes que evocaban a su Medellín natal.

"Pinté a Colombia toda mi vida", dijo en cierta ocasión. "Los aspectos amables que conocí en la infancia y adolescencia".

Reconocido por la sensual volumetría de sus pinturas y esculturas, la obra de Botero no fue solo una revolución estética, ya que con los mismas curvas y colores pastel sus lienzos denunciaron también la violencia que desangró a Colombia, incluyendo la muerte del narcotraficante Pablo Escobar.

Una de sus esculturas, "El Pájaro", fue destruida a mediados de 1995 por la explosión de una bomba en un parque de Medellín que mató a más de 20 personas. Botero respondió instalando otro enorme pájaro junto a la escultura con los intestinos abiertos por la explosión.

DE TORERO A LA PINTURA

Hijo de un vendedor ambulante y una costurera, Botero quiso ser torero, pero colgó el capote para dedicarse a la pintura y a los 14 años logró vender su primera acuarela, casualmente un matador, en las puertas de la plaza de toros de Medellín.

Después de trabajar como ilustrador en un diario local se mudó a Bogotá. Y cuando vendió suficientes cuadros para pagarse el pasaje viajó a Europa a estudiar la obra de artistas como Francisco de Goya, Diego Velázquez y Pablo Picasso.

En Madrid vendió dibujos en la puerta del Museo del Prado y más adelante pasó tiempo en Nueva York y Ciudad de México.

Su estilo figurativo iba a contramano del pop y del abstracto dominantes en la década de 1960, por lo que Botero tardó en ser apreciado.

"En el arte moderno la idea del volumen es tabú", dijo en una oportunidad, aunque no tiró la toalla y en 1961 vendió su primera pintura al Museo de Arte Moderno de Nueva York, una Mona Lisa regordeta de manos diminutas.

Dos décadas después Botero ya era uno de los artistas latinoamericanos más famosos. Sus figuras rellenas cuelgan en los museos más importantes del mundo y sus esculturas han estado expuestas en las calles de París, Nueva York, Pekín y hasta en Giza, con las pirámides de Egipto.

Pese al reconocimiento que alcanzó, el artista de gestos pausados no siempre se sintió comprendido.

Así ocurrió en 2005, cuando pintó una serie de cuadros sobre los abusos cometidos por los soldados estadounidenses en la cárcel iraquí de Abu Ghraib por lo que varios museos y galerías se negaron a exponer en sus paredes aquellas pinturas de prisioneros ensangrentados y maniatados.

Botero estuvo casado tres veces y su última esposa fue la escultora griega Sophia Vari. Uno de sus hijos fue ministro de Defensa de Colombia y acabó envuelto en un escándalo de corrupción en la década de 1990.

Trabajó hasta el final en sus estudios de París y Pietrasanta, una pequeña ciudad de la toscana italiana donde fundía sus esculturas.

Y lo hacía con la prisa de quien lucha contra el tiempo.

"Trabajo más ahora, tal vez por el hecho de que sé que es limitado el tiempo que uno tiene para hacerlo", contó hace unos años. "Pienso con frecuencia en la muerte", admitió, "y me da lástima irme de este mundo y no poder trabajar más".

(Reporte de Luis Jaime Acosta; Editado por Javier López de Lérida)